por Francisco Rojas
A veces es fácil olvidar u obviar el hecho de que la etiqueta de “cine experimental” suele no ser bienvenida por los mismos realizadores que trabajan esa disciplina. Tampoco hay que olvidar que la idea de una ‘etiqueta’ ya parece tratarse de una limitación interpretativa de cualquier tipo de obra; Michael Snow, Hollis Frampton y Ernie Gehr (y un largo etcétera) resintieron ser catalogados como parte del “structural cinema”, término acuñado por P. Adams Sitney, alguien que pensó, escribió y volvió a pensar el cine experimental incansablemente, dígase entonces, que ni siquiera aceptaron esa nomenclatura de alguien que se trataba, en esencia, de un par. Entendiendo ello, el dilema con el término “experimental” viene más de una senda confrontacional que de una de amables reduccionismos conceptuales.
“Están sólo experimentando”. Más o menos eso es lo que comentan Stan Brakhage, Jonas Mekas y otros respecto a lo que significaba “cine experimental”, todo esto gatillado por un comentario hacia las películas de Marie Menken en los años cincuenta. Por supuesto que el tiempo no pasa en vano, por lo que se puede decir sin temor a errar que el término ya ha sido reapropiado y recontextualizado.
La falacia inicial, se podría decir, trataba de postular que como estos realizadores no pueden crear, deciden experimentar, como si fuera un invento, un ensayo-error (no tiene mucho sentido ponerse a discutir sobre la idea de que todo cine lleva consigo una experimentación, eso está muy claro).
Hubo una época en donde el cine se constituía de creaciones más típicas de inventores, y donde el pan y la mantequilla del medio eran ensayos y errores, particularmente a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El experimentar era el cine mismo, no había fórmula. Lo curioso, es que aún con esta idea de que el concepto de lo experimental ha cambiado, de que se puede apreciar una obra por sus cualidades no narrativas y puramente estéticas, pocos realizadores de aquel entonces gozan de la cortesía de ser llamados autores. Parece una obviedad a estas alturas añadir que la mayoría de los que cuentan con ese crédito son realizadores que trabajaron ficciones tempranas, como Edwin S. Porter o Georges Meliés (sin negar sus tremendos aportes al lenguaje cinematográfico). Los otros que al menos no carecen de ser olvidados por la historia parecen tener un valor por ser pioneros de los inventos que llevaron al cine, como Eadweard Muybridge o los hermanos Lumière, quienes ya han sido mencionados como influencias por Peter Hutton, Hollis Frampton, y han recibido homenajes en el cine tanto por ellos como por otros como Harun Farocki, Sharon Lockhart, James Benning y Kevin Jerome Everson, pero aún hay quienes cuestionan, sin ninguna base en absoluto, el valor artístico de aquellos nombres.
Y está Frederick S. Armitage. Armitage es una suerte de curiosidad para la historia del cine, a grandes rasgos al menos. Si se tuviera que colocar en algún grupo, él estaría acompañado por William Heise, William Kennedy Dickson y Ettiene-Jules Marey, otros inventores y prolíficos desarrolladores de la imagen en movimiento (Marey es prácticamente prehistoria) que en cierta forma, no cuentan con la licencia de “autor” a los ojos de la historia. Aún en ese grupo, Armitage parece ser el más olvidado, y no sólo hablando de sus contribuciones al medio. Después de su nacimiento en 1874, poco se sabe de él hasta sus comienzos en el cine, como director de fotografía, en 1898. En un espacio de seis años, trabajó en más de 400 películas, la mayoría trabajando para el ya mencionado William Dickson en la American Mutoscope and Biograph Company (AM&B), para luego ir a trabajar para Thomas Edison (quien fuera el jefe de Dickson años atrás) y desaparecer completamente de todo registro histórico. Después de su última película en 1917 (una de las últimas cuatro que hizo desde 1908, luego de una sequía creativa previa de tres años), no se sabe mucho más de Armitage hasta su muerte en 1933.
Como era la tradición de la época, la mayoría de esos más de cuatro centenares de películas eran las “actualities”, pequeños trozos de realismo, en vena documental pero que se sostienen dentro del extracto mismo. En la AM&B las actualities eran las películas que sostenían a la compañía hasta que empezaron a perder tracción en favor de las cada vez más populares ficciones desde 1903. Es más o menos en este punto en donde la carrera de Armitage parece decaer lentamente. En 1908, AM&B cesó la producción en su totalidad de actualities.
Pero dentro de esa pequeña ventana entre 1898 y 1903, Armitage también trabajó como director de derecho propio, con cerca de 20 películas (el número es incierto y varía dependiendo de las fuentes), casi dos tercios de su obra orientada a las películas de comedia. Sus últimos 5 trabajos, al contrario, son lo que nos vamos a permitir llamar “experimentos”. Y de esos cinco, los últimos tres son, probablemente, de las obras más fundamentales de la historia del cine.
Luego de A Nymph of the Waves y Neptune’s Daughters (ambas del 1900) un dúo de películas en donde Armitage juega con la doble exposición (en realidad, doble impresión), mostrándonos al mismo tiempo una película de baile pero con las olas del océano igualmente presentes en el cuadro, Armitage filmaría su primera película con uso de lo que hoy llamamos time-lapse.
Para todo lo que se evade mencionar a los directores del cine más primitivo como autores, es curioso el cómo, al menos en el caso de Armitage, la primera de sus tres grandes películas vino motivada por un orgullo artístico propio de un autor de primer orden. Demolishing and Building Up the Star Theatre (1901), la cual, como dice el título, sirve como crónica visual del lento desmantelamiento del legendario Star Theatre (o su construcción si se le reproduce en reversa), era un intento de su realizador de “superar” la Demolition d’un mur (1896) de los hermanos Lumière. Armitage maximiza las proporciones de la pequeña obra de los padres del cine, y puede que sea, al mismo tiempo, el primer time-lapse realmente fluido del cine. En esencia, la película igualmente cuenta una historia, el edificio es un relato en movimiento. Hay un par de momentos en donde el registro deja ver la vida pasando en tiempo real, cuestión de segundos, al comienzo y al final, momentos que sirven como puntuación temporal y también para dejar ver los elementos en el cuadro las formas, los vehículos, la gente, antes y después de sufrir una transformación y volverse representaciones abstractas.
También abstracta, si se quiere, puede ser considerada Seeing New York by Yacht (1903). Armitage monta la cámara en un barco, mientras registra un viaje por la costa de New York. La cámara probablemente no está bien montada en la cubierta, ya que la imagen vibra como si estuviera pegando saltos durante la duración del time lapse. Hasta hace poco, si se le buscaba en youtube, el mejor resultado tenía como nombre, junto al título de la película, “camera glitch”. Esas vibraciones se iban a convertir, 60 años después, en una de las técnicas favoritas de Stan Brakhage. La ciudad se estira de forma vertical, la imagen presenta una volatilidad, como si fueran recuerdos apenas recuperados, casi olvidados, como un sueño. Prácticamente una pintura en movimiento.
Su última película como director es la más significativa. Down the Hudson (1903) es también una película filmada desde un barco y también filmada en time-lapse. Aquí la cámara está propiamente montada mientras recorre el río Hudson. Pasan pequeñas casas, otras embarcaciones, el bosque, humo, tierra. Todo ello hasta llegar a la ciudad. Entre medio, de momento a momento, Armitage retorna a un registro natural, el humo ya no se sucede rápidamente, como si se tratara de mover un interruptor, un movimiento mágico. Está midiendo el cambio, la luz, el tiempo. Retornar a la velocidad natural es esencialmente dejar el trance para meditarlo una vez que este vuelve. Hay cambios de luces en el cielo que casi le dan una cualidad de flicker film a momentos. Si hay algo que deja Armitage en esta película, es una forma distinta de ver la imagen y el tiempo. Aquí están sentadas las bases para futuras meditaciones fílmicas.
Entra Peter Hutton, pintor, marinero y finalmente cineasta. El poeta de la ciudad y el mar, y una persona obsesionada con el río Hudson en la pintura, y quien lo registró muchísimas veces a lo largo de su vida.
Ya teniendo una rica filmografía y un nombre más bien establecido dentro del avant-garde norteamericano, Hutton inauguró el nuevo milenio con Time and Tide (2002), un título que bien podría servir como título para las obras finales de Frederick Armitage. Hutton, quien siempre trabajó en 16mm y en blanco y negro, jugando con la lentitud y el ritmo, los paisajes y los gestos, abre la película a gran velocidad. Down the Hudson casi completa. Una vez que termina, Hutton deja unos segundos de negro y le sucede un plano de hielo rompiéndose con el paso de una embarcación, y por primera vez en su carrera, con imágenes a todo color. No es precisamente una elipsis, pero si algo está planteando Hutton es la evolución del tiempo, del registro, y del paisaje, en el cine y la historia. El inicio de la historia del cine, el primer gran autor, el primer meditador del cine. Le rinde tributo a una de las grandes obras del cine.
Dos años después de Time and Tide, Down the Hudson de Frederick Armitage era incluida en la Biblioteca del Congreso en los Estados Unidos pro su relevancia histórica y cultural. Cien años no pasan en vano. Era cuestión de tiempo.
El texto Perdido en el tiempo: Algunas notas sobre Frederick Armitage fue redactado en el marco de la programación del mes de agosto de Rayo Verde Cine Club, perteneciente a la Asociación de Cineclubes de Chile, y cuyas funciones se realizan todos los días viernes a las 20:00 hrs. en Espacio El Cuarto, Rafael Sotomayor #405, Santiago, con entrada liberada.
Francisco Rojas – Rayo Verde Cine Club