Por: Guillermo Jarpa / 03 de agosto, 2012
Imaginar un presente distinto parece ser la gran marca a fuego con la que el siglo XXI debe lidiar. Atormentado por acontecimientos y desvanecimientos pasados que ahuyentan la esperanza de un futuro, el sujeto contemporáneo pareciera gozar en el acto de chocar con esa pared que le prohíbe imaginar el cambio. En el momento en que sueña el pasado que ya no fue, exorciza fantasmas cuya aparición es inevitable: son los espectros de una nación traumada socialmente.
Adán y Eva (2008) de Gregory Cohen constituye un ejercicio fantasmal; desde sus primeras imágenes – artículos de cocina grabados con un movimiento zigzagueante y un foco difuso – nos acercamos a una realidad cotidiana, común, íntima; pero grabada desde un prisma teñido por lo extravagante. La puesta en escena, que sintoniza el lenguaje audiovisual con el teatral, estructura un discurso principalmente desde los diálogos: intempestivos, fuera de lugar, pero (extrañamente) coherentes. En su discursividad atolondrada, parecieran hacer ‘sentido’ desde la certeza de la imposibilidad de reconstruir lingüísticamente el pasado. Cuando aquel se encuentra arrumbado de cadáveres, es la inconexión de imágenes lo que prima como objeto de la memoria; cada cuerpo es un signo de un sintagma roto, que no es otro que la Historia de un país.
La relación entre recuerdo y alegoría constituye en la película una propuesta estilística, conformada desde la concepción de lo onírico y lo festivo como formas de la representación. Si el dolor del recuerdo constituye un escollo a la formulación de un discurso racional, es desde el deseo por el cuerpo joven, el carnaval nostálgico y la muerte de un Dios borracho las formas que honran las desgracias del pasado que ahuyentan los sueños del presente. La ilusión de cambiar el mundo se transforma en el mundo que soñamos cambiar desde lo prohibido, lo oculto, lo delicadamente subversivo. La declaración sin sentido, la fiesta que irrumpe, la música que se imagina a ojos cerrados; metáforas del soñador melancólico, arrepentido de las decisiones que estuvo “obligado” a realizar, para que el futuro no imite al pasado que no fue aquel presente que soñaban.
Sin pretender arroparse en un manto de evidente claridad narrativa y estética, Adán y Eva reflexiona y homenajea “a los que murieron jóvenes” peleando “por un mundo mejor”. Su intención es inocente, soñadora, como el perro que acompaña a la pareja divagante. Es además la constatación de una pérdida social: aquella que, en algún momento del derrotero histórico occidental, permitió concebir la posibilidad de un cambio; o sea, la posibilidad de imaginar un futuro. Así, la imaginación manchada de sangre crea representaciones extraídas de una alegoría de la pérdida de la inocencia, como bien da cuenta la madre al enseñarle al niño a que no debe pretender cambiar el mundo. Ahí está la verdadera pérdida de la sociedad occidental, que solo puede concebir el futuro como el regreso al pasado fantasmagórico: aquel que construyó el presente que no queremos, aquel que nos comanda al futuro que no deseamos.