Por: Luis Horta / 02 de mayo, 2012
La convergencia de dos conceptos habitualmente instalados como dicotomía o conflicto, arte y política, se ha instalado como reflexión teórica de los últimos años en el cine documental chileno, específicamente relacionando aquellos producido tras la asunción del gobierno socialista de Salvador Allende en 1970 con el concepto de “cine político”. De las aproximaciones al tema, donde encontramos también lecturas triviales bañadas por el desconocimiento de gran parte de las obras producidas en el periodo, se puede desprender una intención de relacionar “el cine de la UP” con una “estética fílmica de la UP”, así como el concepto de “cine social” que no es sino el eufemismo del cine político mencionado anteriormente. La dicotomía parece encontrar una línea de relato instalando lo político como parte antagónica de la estética. Así lo entienden Claudio Salinas y Hans Stange, que señalan que los cineastas del periodo son “jóvenes con más inquietudes políticas que estéticas”[1], instalando un conflicto que no reconoce que el cine del periodo posee el conflicto de que su naturaleza es el hacer política, y en cuanto ello arrastra el peso del esteticismo que no es sino inherente desde el lenguaje, no muy diferente a las diversas vanguardias socialistas en otras partes del mundo, pero específicamente influenciado por los dispositivos soviéticos y en gran medida cubanos.
Si bien parte importante de los cineastas del periodo era militante de algún partido político, o al menos reconocido simpatizante de la Unidad Popular[2], la cinematografía del aquel periodo es reconocida por su escaso nivel y su considerable retroceso en cuanto a lenguaje y producción dado por el contexto que lo solventó. Aún así, se prolongó una suerte de continuación de intenciones del movimiento que algunos años antes había eclosionado como parte de la renovación del cine local, pero enfrascados en las políticas culturales de la UP que se tradujeron en una repartición partidista del espectro cinematográfico, así como en la intención de los cineastas por reproducir el imaginario socialista. Los centros de producción de aquel entonces vivieron caminos diferentes: Chilefilms se enfrascó en una irregular estrategia que significó contar a tres presidentes en tres años, y que según la historiadora Jacqueline Mouesca no fue sino “improvisación, voluntarismo, despilfarros, sectarismos”[3]. Por su parte Cine Experimental de la Universidad de Chile ve partir a muchos miembros que se ponen a disposición del gobierno socialista en la empresa estatal Chilefilms, incorporando por ello nuevos integrantes que en poco tiempo polarizan la administración, incluso convocándose una elección para cargo de director.
De este periodo data el nacimiento del área audiovisual de la Universidad Técnica del Estado, que encabeza el cineasta Fernando Balmaceda. La realización del documental “El Sueldo de Chile”, en 1971, forma parte del intento institucional no sólo por adherir a los planteamientos de la UP, sino más bien de generar un espacio que proyecte, desarrolle y documente las actividades ideológicas del estado socialista, proyectando estéticamente un imaginario cultural que entremezcla dos factores propios del cine del periodo: la comunicación e información de los principios ideológicos y la articulación de una estética marxista local.
“El sueldo de Chile” puede considerarse ligeramente como un documental de propaganda, aunque en la práctica se trata de algo más complejo. Parafraseando a Marx, el lugar de la producción se hibrida con la producción cultural, y la película pasa a ocupar un lugar utilitario para la sociedad. Filmada en color y 35mm, algo bastante anormal para el periodo pero descriptivo de las condiciones en que se realiza, expone en sus 13 minutos de duración el programa gubernamental en torno a la nacionalización del cobre, además de la toma de conciencia en la ciudadanía del valor de las riquezas naturales en una relación dialéctica con la idea de nación, soberanía y libertad económica[4]. El documental reafirma esto en su presentación, que combina un texto de agitación con imágenes poéticas y documentales del paisaje del norte de Chile, y la exaltación de la naturaleza y el trabajo industrializado. Esto no es menor, ya que la máquina adquiere un valor estético por su posibilidad productiva, pasa a ser imagen no de Chile sino del desarrollo. La película adquiere una connotación pedagógica que también es habitual en gran parte del documentalismo del periodo, similar también a aquellas producciones de Chilefilms que aún se conservan, y que develan las claras influencias de los noticieros producidos por el ICAI de Cuba.
“El sueldo de Chile” no hace sino explotar la relación mitificadora entre hombre-naturaleza y producción, transformando precisamente en problema estético la nacionalización del cobre, medida política y emblemática del gobierno del presidente Allende, controversial con los intereses económicos tanto de Norteamérica como de los reaccionarios chilenos. De acuerdo a lo que plantea Marx, la película se resuelve de manera efectiva, donde el arte no es la obra -en este caso fílmica-, sino que la documentación de la producción como parte del desarrollo del modelo socialista, instalando al minero como el “principal motor” de la empresa que trasciende la producción, y se instala en la nueva lógica de un estado que se despoja del colonialismo norteamericano desde la producción de sus bienes principales. Así, no hay una línea divisoria entre las actividades cinematográficas y mineras, sino que una se instala como parte de la divulgación de la otra.
El valor estético no es en cuanto a obra, sino en su retórica documental-testimonial de los procesos que abrirían las vías al socialismo. Por ello, el documental se plantea como puente estético a la revolución socialista, en la misma estrategia que plantea Allende. Es por esto que el documental se transforma en una pieza clave para entender el desfase arte-política propia del periodo, y que permitió ligar las piezas más vanguardistas de las artes de izquierda local al periodo que va entre 1962 y 1970, ya que se subvierte el objetivo de la creación desde la denuncia hasta la divulgación. Entendido de otro modo, cuando el cine trata de comunicar se transforma en un canal que relega al arte a un fin burgués, apelativo que fue asignado a aquellos cineastas que se volcaron a la realización de un cine formalista pero que fue capaz de dar una tibia solución estética a la problemática artístico-política, como son los casos de “El Realismo Socialista” de Raúl Ruiz (1973) o “Descomedidos y Chascones” de Carlos Flores (1973). En efecto, el cine del periodo se reconoce como revolucionario, pero en la práctica se adhiere al conservadurismo que los mismos teóricos soviéticos criticaran casi cuarenta años atrás, como en el caso de Dziga Vertov que describió a ese tipo de estrategia como “esqueletos literarios más cine-ilustraciones”[5].
Se hace coherente en este caso la reflexión histórica que plantea Balmaceda visualmente, combinando el uso de un texto sobre las precarias condiciones de trabajo que han enfrentado por años los mineros chilenos, exhibiendo esas precariedades como el fundamento de una imagen socialista del trabajador, que en el film es yuxtapuesto en antagonismo con el ideal neoliberal que se exhibe como ciudades y una imagen de progreso y desarrollo propio de Norteamérica, algo que la dictadura militar posteriormente instaló como imaginario propio en sus documentales. La imagen capitalista que exhibe el film es el desarrollo arquitectónico, modernidad estética que se opone y entra en conflicto con la imagen del obrero y la miseria de las clases trabajadores, algo que la película usa para denostar incorporando efectos ópticos muy similares a los que utilizase el propio Dziga Vertov. La “dignidad” y la “soberanía” a la que alude la película como parte del despojo económico producido por el colonialismo norteamericano y en cuanto a texto, sintomáticamente se reproduce bajo una estética soviética de agitación visual, probablemente pensado en el público al cual estaba dirigida.
Aún así, es significativo cuando la obra da un vuelco formalista y documenta las poblaciones marginales, valiéndose de este recurso para graficar el concepto de la pobreza tercermundista. Lejos de realizar una apología caricaturizada por un prisma pequeñoburgués, la película parece más natural y fresca cuando fija su atención en el proletariado. La cámara se hace dúctil, plástica y movediza, como la secuencia que muestra un cité de forma muy similar a como el documental “Testimonio”, realizado por Pedro Chaskel y Héctor Ríos dos años antes, retrata la crudeza de un hospital psiquiátrico en Iquique. En “El sueldo de Chile”, la película parece empaparse de esa misma lógica formalista para descubrir, indagar, pero no violentar espacios que proponen ya una violencia tácita propia de la pobreza. En este segmento se descubre la influencia del Nuevo Cine Chileno, ya sea por desprenderse de dispositivos publicitarios, como por abocarse a la documentación con un lenguaje heredero, consiente o inconscientemente, de la evolución del lenguaje local. Tiene también la virtud de mostrar a una población alegre, despojada de los estigmas que posteriormente la dictadura contribuyó a generar y que se prolongan hasta el día de hoy en defensa del capital.
“El sueldo de Chile” contribuye a prolongar la imagen de la mitificación del proletariado, ya sea en los recursos estéticos utilizados, así como en detalles: un primer plano del obrero como alegoría de la masa, la utilización de música altiplánica o reconocidos himnos de la Unidad Popular. El uso de la yuxtaposición de bloques en el montaje como elemento descriptivo o de agitación en torno a la lucha de clases es un rasgo identitario del cine del periodo, permitiendo que Fernando Balmaceda realice con “El sueldo de Chile” una labor de divulgación del estado de conciencia cultural del país, usando herramientas sofisticadas como el montaje, aún así débiles en cuanto a texto producto del contexto y las necesidades del periodo, descubriendo así un documento de época que leído hoy no hace sino profundizar la absoluta crisis en la representación o documentación del conflicto de clases por parte de los cineastas.
[1] Salinas, Claudio y Stange, Hans. “Historia del Cine Experimental de la Universidad de Chile 1957-1973”. Editorial Uqbar, Pág. 126.
[2] Orlando Lübbert y Patricio Guzmán eran Socialistas, Carlos Flores Del Pino, Guillermo Cahn y Jorge Müller eran Miristas, Leonardo Céspedes, Álvaro Ramírez, Luis Cornejo y Fernando Balmaceda eran del Partido Comunista y Nieves Yankovic pertenecía a la Izquierda Cristiana. Aún así otros cineastas que no eran militantes se manifestaban abiertamente en apoyo a la UP como Pedro Chaskel, José Román –que trabajó para la CUT- o Héctor Ríos, mientras que otros planteaban reflexiones bastante mas radicales como Fernando Bellet o escépticas como Raúl Ruiz.
[3] Mouesca, Jacqueline. “Plano secuencia de la memoria de Chile”. Ediciones del Litoral, Pag. 63.
[4] Marx, Karl y Engels, Friedrich. “”Sobre la literatura y el arte”. Editorial Masas, Pag. 30.
[5] Vertov, Dziga. “El cine ojo” Editirial Fundamentos, Pag 21.