Por: Carlos Molina / 05 de enero, 2013
Estamos a 02 de enero del 2013, aunque probablemente este texto se leerá en varios días más. No importa. La fecha sólo nos servirá para decir con propiedad que ya es verano, y que varios inician las vacaciones y el período de descanso. Algunos probablemente podrán ir a pequeños balnearios o pueblos en los que, de paso, encontrarán bastante “movimiento”, ferias artesanales, costumbristas, uno que otro “taco”, y una cantidad interesante de actividades culturales.
Ahora bien, cabe preguntarse si aquella “vida” regional se mantiene en algo durante el resto del año. Si la gente tiene luego esas mismas opciones a acceder a diversas actividades. Como se puede suponer, la respuesta es no. En general estos lugares se sumen -sobre todo en invierno- en una suerte de anemia cultural, por mucho que existan instancias esporádicas y acotadas. Escuelas y liceos secundarios desarrollan durante el año algunos talleres, hay cultores de artesanías o costumbres típicas, y se realizan ocasionales actividades de diverso origen.
Esto influye en que dichas localidades no tengan una mayor “vida”, y que a determinada hora (siete u ocho de la tarde) ya sea bastante difícil encontrar gente en la calle, cuestión que hacia el sur de nuestro país se hace más evidente a causa del clima. Para alguien “externo”, al principio resulta chocante, pero al interiorizarse de las condiciones antes descritas se llega a entender mejor el por qué. A su vez, los lugareños ya están acostumbrados a ese sistema, no se lo cuestionan, tal como tampoco a veces nosotros lo hace con nuestro propio contexto. Es la norma, la rutina.
Es así como se empiezan a armar un poco mejor los temas sobre los que se reflexionará, y la ya tan discutida descentralización, cultural en este caso, como también lo que se ha instalado como los derechos del público[1]. Es necesario aclarar que cuando se habla de descentralización no tenemos sólo como referencia del “centro” a Santiago, sino que consideramos como tal a las capitales regionales, que ejercen roles institucionales e iconográficos similares. “Las capitales”, los centros urbanos, tienden a concentrar una importante “oferta” cultural, teniendo muchas veces museos, teatros en pleno funcionamiento, salas de cine y universidades, éstas últimas un foco cultural no menor a través de diversas actividades de extensión.
A nivel regional, igualmente nos encontramos con el problema de la centralización. Si nos pusiéramos técnicos (algo de moda), diríamos que la cantidad y variedad de actividades culturales en un lugar determinado es directamente proporcional a su número de habitantes. En verdad, y si consideramos dicha relación, la cultura es un área más en la cual se evidencia el desplazamiento que sufren las zonas más alejadas del “centro”, ya que muchas veces tienen un deficiente sistema de transporte (caminos de tierra, poca o nula frecuencia de buses o micros, etc), carecen de buena infraestructura hospitalaria o acceso a determinados productos, viéndose obligados sus habitantes a desplazarse a la capital para poder acceder a ellos, con todos los inconvenientes que esto implica.
Existe una verticalidad cuya consecuencia es que en la práctica existan personas con más derechos que otras, lo que a su vez repercute en la calidad de vida dentro de las comunidades, en las capacidades que las mismas personas puedan desarrollar. Termina siendo una arista más de las injusticias sociales, una que muchas veces no se cuestiona, quizás porque no guarda relación con cuestiones tangibles.
Resulta un hecho que en todo lo relacionado con la descentralización de la cultura encontraremos dificultades. Una de ellas es que de nada serviría llevar o instalar determinados espacios o instancias culturales si la gente no tiene el hábito de visitarlos, o bien no está acostumbrada a lo que en ellos se mostraría, como pueden ser ciertas películas, obras de teatro, etc. Inevitablemente nos topamos con el tema de la formación de audiencias, tan en boga también ahora último.
No obstante cabe preguntarse qué se entiende por la formación de audiencias, o cuáles objetivos se persiguen. Si invertimos el problema anterior, y tenemos, por ejemplo, un taller de apreciación cinematográfica en una pequeña localidad que no tiene un cine, o hay un acceso muy limitado a la televisión por cable o el internet, de qué le servirá a la gente si no podrá poner en práctica estos conocimientos. Sería más lógico un plan orgánico y sistemático que contemple ambas cosas en el mediano plazo: políticas culturales horizontales y no invasivas. En la formación de audiencias es importante concebir al “otro” como un igual, y no como alguien que sólo irá a escuchar, un respeto en donde quien enseña termine aprendiendo. Y en esa misma línea va el tema de los plazos. No se puede pretender lograr en dos meses algo que en verdad se relaciona con cambiar hábitos desde la misma base, un cambio estructural en sí. Ello sería algo casi autocomplaciente, el sentir que se hizo “algo” y listo: cifras rendibles en cuentas públicas y nada más.
Los proyectos o intervenciones no debiesen pensarse como una actividad que termina en un determinado momento, con inicio y fin claro, ya que después de eso ¿qué queda en la gente? Hay un conocimiento, es cierto, pero no pueden seguir poniéndolo en práctica, ya que el único espacio para hacerlo era en el marco de la actividad misma. Se debiese centrar la atención más en entregar herramientas que permitan a la comunidad en cuestión desarrollar y autogestionar determinados espacios también, acordes a su realidad.
Uno de dichos espacios debe ser la instancia del Cine Club, agrupaciones que sin fines de lucro se congregan en torno a la divulgación de la cultura cinematográfica y que intentan romper la direccionalidad en la mirada que impone el mercado por medio de las cadenas de cine. En un Cine Club la comunidad es su conjunto llega a relacionarse, y si dado el contexto cultural de nuestro país en un comienzo los entusiastas sean pocos, es una herramienta que en su continuidad genera cambios concretos en el acceso a la cinematografía y a su uso con fines pedagógicos.
Otro tema es la infraestructura, y es ahí donde los gobiernos locales (en sus diferentes niveles), o bien el Estado, tienen que hacer su trabajo, proveyéndolos sin perder de vista las necesidades de cada lugar y cada grupo social. Si ello no llega a ocurrir por cualquier motivo, es sumamente importante que también las mismas comunidades vayan auto generando sus espacios, progresivamente y bajo la autodeterminación y el empoderamiento (que igualmente debiese ser propiciado por las antes referidas herramientas), sin esperar que todo venga del “padre” Estado, una cultura de todos modos fuertemente enraizada en nuestra sociedad, en donde si el susodicho no dice que algo se haga, la iniciativa no es tomada por los demás.
Asimismo, las universidades debiesen ser importantes en esta labor de formación de audiencias, sobre todo las instituciones públicas y estatales, considerando que ello está, o debiese estar, dentro de sus objetivos a nivel social. Sacar la universidad de las aulas y ponerla en contacto con la comunidad, no sólo de la ciudad, sino de la región en la cual se encuentra. El “centro” tiene que ser entendido más como una suerte de irradiador que concentrador.
La Universidad debe inculcar y estimular dicha responsabilidad social en sus estudiantes, transformado este espacio de aprendizaje no en una cuestión “sectaria” para unos cuantos. Cierto que para ello se necesita dinero, pero quedarse sólo en esa autocompasión en nada ayuda a solucionar el problema, sólo lo perpetúa.
Muchos podemos estar de acuerdo en que cosas como las aquí expuestas ya se están desarrollando. No se pretende en forma alguna desconocerlas o plantear que nada hay al respecto, como tampoco hacer una revisión de ellas. Lo que sí se busca es poner en discusión cuáles pueden ser los criterios y/o enfoques a seguir en cuanto a la formación de audiencias y la descentralización de la cultura.
Como en la educación (todo termina redundando en ella, más allá del aula), no se puede pretender medir y aplicar al conjunto el mismo método o parámetro, porque finalmente todos somos distintos, teniendo diferente intereses y aptitudes. Una infinidad de factores inciden sobre las comunidades, configurando una idiosincrasia local, la que resulta vital respetar si buscamos que tengan, exploren y reproduzcan otras manifestaciones culturales.
Los cambios de los que aquí se hablan no ocurrirán de la noche a la mañana, ni tampoco en el corto plazo. Son cosas que tardan algunos años, porque, como se dijo antes, requieren cambiar una estructura de pensamiento, costumbres ya normalizadas y enraizadas. Por ello, uno de los focos donde poner la atención pueden ser los más jóvenes, ya que se encuentran en pleno desarrollo y serán más receptivos a estos cambios, integrándolos en su cotidiano, además de manejar mejor las “nuevas tecnologías”, que también ayudan en este sentido. Es obvio que al comienzo será difícil, pero por algo ha de partirse para ir acercando a todos la cultura, para que de verdad en la práctica sea un derecho.
[1] Carta de los Derechos del Público, Tabor, 1987, http://derechosdelpublico.wordpress.com/carta-de-tabor/