Por: Luis Horta / 03 de agosto, 2012
Hace algunos días corrió la noticia que la comisión Salud del Senado despachó el proyecto de Ley Antitabaco con una cláusula que alude directamente a las producciones audiovisuales: la prohibición para que actores aparezcan fumando en pantalla en películas chilenas, de la misma forma en que se aplica en la industria norteamericana.
Los ágiles de la prensa se apresuraron en entrevistar a «los cineastas» (en particular a Silvio Caiozzi) quienes rápidamente repudiaron la decisión y evidenciaron lo ineludible: las decisiones en Chile se realizan sin mayor reflexión, bajo intereses políticos particulares y sectoriales, y sin que se sometan a discusión con los propios involucrados. Pablo Perelman fue tajante: «si llega a prosperar es totalmente absurdo, vamos a ser el hazmerreír del universo»
El inofensivo revuelo tuvo que ser desmentido a los pocos días por el ministro de Salud Jaime Mañalich, y obviamente aplicó la estrategia que se sigue en estos casos, alivianar la polémica y evadir la discusión más espesa: «Lo que se llama publicidad indirecta es la forma preferente de propaganda de la industria de tabaco hoy en día». No bastó, y algunos Municipios hicieran evidente otro problema logístico: ¿Quién financia la contratación de personal para que fiscalice la aplicación de la nueva Ley?. Fulvio Rossi se dirigió a la comunidad audiovisual local pidiendo «tranquilidad a los realizadores, productores, cineastas. Ellos pueden colocar en sus películas alguien fumando», como si el tema de fondo fuera ese y no la vacuidad en que trabaja la elite política.
La argumentación en torno al objetivo de esta medida, además de ser pobre, demuestra cómo es la concepción del arte para el Estado. «No nos parece adecuado que se pague a un actor para que aparezca contra su voluntad fumando» señaló el ministro Mañalich, desconociendo el trabajo de un actor y sin detenerse en las paradojas de aquella frase.
La primera, es el monopolio que ejercen las cadenas de cine y las producciones norteamericanas en nuestra pantalla. De las 10 películas mas vistas en el año 2010, todas son de nacionalidad norteamericana. Ese mismo año, el el 82% de los asistentes entró a ver una película producida en los Estados Unidos, mientras que solo un 2% accedió a una película chilena. El negocio se debe matizar con los siguientes datos: una película norteamericana puede fácilmente colocar 90 copias simultáneamente en todas las salas de cine de Chile, mientras que una película como «El Diario de Agustín» de Ignacio Agüero, solo contó con dos copias en las mas de 300 salas existentes en el país. Si ya el cine chileno es relegado por el mercado, ¿Quién evaluó la real influencia que ejerce en los sectores amplios de la ciudadanía?. Estados Unidos invierte no pocos recursos en copar el mercado local, sin que el Estado regule la cantidad de dólares que ingresan a compañías extranjeras vinculadas al cine y los productos asociados.
La responsabilidad por sustentar este sistema la ha tenido cada Ministro, Senador o Diputado que en treinta años han preferido mirar hacia un costado, propiciando la rapiña sobre las salas de cine y sacando al cine nacional del negocio, cuya presencia evidentemente entorpece el ingreso de (aún) más dinero. Soluciones esmirriadas como apoyos al fomento en la formación de audiencia han propiciado que en el gobierno del Presidente Piñera se subvencionase con recursos públicos a estas mismas cadenas privadas, con el objetivo de que pasen alguna película nacional. El temor a legislar sobre cuotas de pantalla parece no ser sino el temor a que los empresarios se sientan hostilizados y abandonen el negocio.
La censura que propone el Ministro Mañalich ya se hace efectiva por otras vías y otros fines: las películas chilenas deben someterse a exhibiciones en salas de cine arte (en Chile existen seis, cuatro de ellas ubicadas en Santiago, una en Viña del Mar y otra en Valdivia) y a los Cine Clubes. Evidentemente un espectador que se mueve en el contexto del «complejo cinematográfico», medirá una película chilena bajo el mismo parámetro de cualquier pieza comercial norteamericana, estándar también posibilitado por las herramientas intelectuales que le entrega el (único) sistema comercial a la ciudadanía, y que el Estado no solo avala sino que defiende con acciones como la no reposición de la Ley de 1967 y abolida por la dictadura en 1974, que retribuía un porcentaje de la venta de entradas de sala al productor, ayudando a la recuperación de una parte de la inversión. Una población que no tiene la capacidad de apropiarse de su memoria visual, ni los medios para hacerlo, solamente está sujeta al influjo alienante de la imagen.
Una segunda reflexión gira en torno a las estrategias vinculantes entre cine y educación. Bajo el prisma Estatal, el cine solo es cuantificable en relación a la influencia que produce en la ciudadanía. Por ende, la responsabilidad de la imagen, en la formación, es mayúscula. Esa influencia debiese ir de la mano con un contexto sociocultural que sustenta a cada sujeto, por tanto un asistente es permeable a la influencia del cine debido a las pocas herramientas de análisis con que se dota desde la base: la educación nuevamente como una actividad paternalista controladora, pero a evidentemente segmentada en nuestro país de acuerdo a las clases sociales.
Si en nuestra sociedad mediatizada la concepción de la imagen goza de la capacidad de influenciar a los sujetos que la componen, es perfectamente pertinente preguntar ¿Cuál es el rol que propone el Estado en una estrategia de empleo de recursos como la Televisión Digital con fines educativos y pedagógicos? ¿Qué rol cumple una universidad estatal en la formación de audiencias? ¿Cómo se está trabajando para implementar recursos audiovisuales en la educación escolar? Es evidente que una ciudadanía «letrada» podría no solamente diferenciar la representación o el registro de la realidad, sino que además tendría la capacidad de cuestionar el sistema cinematográfico que ofrece casi un 90% de producciones norteamericanas, se daría cuenta del colonialismo cultural al que es sometido, y se transformaría en un sujeto crítico capaz de cuestionar un panorama desfavorable e injusto en cuanto a acceso.
En resumidas cuentas, replicar estrategias poco serias, donde las decisiones de muchos las deciden unos pocos, es continuar con la burocratización de las instituciones públicas, despojo sufrido en los años setenta y nunca resarcido. La brecha entre servicio público y ciudadanía se hace evidente, de igual manera que la crisis que significa que el cine nacional hoy sea sometido a fabulaciones y chascarrillos producto de un campo político que, además de desinformado, demuestra su poca preocupación por las personas y el extremo cuidado por blindar sus cargos, sus escritorios, sus oficinas y sus saludos protocolares que tan buenos dividendos le reportan. ¿Qué se puede concluir de esta anécdota? La pobreza del medio político en torno a las expresiones culturales y el desamparo de la ciudadanía desde el mundo político.
Fuentes: