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Chicago Boys, de Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano: Junten Odio, camaradas

Por: Catalina Moya + Pablo Inostroza

Las amplias expectativas que crea la aparición de un documental sobre los economistas chilenos que instalaron el neoliberalismo en este territorio, son ajustadas estrictamente al valor histórico de sus propios testimonios en primera persona. Porque quizás la denuncia de los golpeados no reverbera tan fuerte como la honesta arrogancia de la burguesía, es que hay que tener los pulmones bien llenos de aire frente a esta película, pues el desparpajo de los ricos revela su ignorancia del mismo país que quisieron modelar.

Chicago boys es una obra a la que deberíamos procurarle la más amplia circulación para descifrar el teatro político contemporáneo, porque su vocación periodística es absolutamente contraria a aquella que signa lo que comúnmente denominamos periodismo. Su valor reside en la configuración de estos personajes a partir de lo que ellos mismos dicen de sí, precisamente, en tanto personajes de un proceso. Es decir, en tanto artífices de una economía privatizadora basada en una filosofía del individualismo, y que devino una moral y una cultura que son la frontera y el pavimento de lo posible políticamente hasta el día de hoy en Chile.

No estamos, sin embargo –y es justo aclararlo– delante de una cinta que examine esas transformaciones políticas, económicas y culturales que la experiencia de la dictadura cívico-militar instaló y sedimentó. Antes bien, se trata de un documento histórico, construido principalmente desde la entrevista, pero también desde archivos –fragmentos de otros documentos que habían permanecido celosamente guarecidos en colecciones personales e institucionales. Hilvanado en tres capítulos, con una narrativa sobre todo cronológica, la película abre y cierra apelando de manera bastante timorata y superficial a los conflictos del presente. Los drones en los cielos de Apoquindo y las imágenes más festivas de las manifestaciones de 2011 resultan finalmente prescindibles, cuando no demuestran otra lejanía respecto de las resistencias y contradicciones al capitalismo en los últimos años. No obstante, esto en ningún caso merma la potencia reflexiva que desatan los testimonios de los discípulos chilenos de Milton Friedman.

¿Quiénes son y qué dicen los Chicago boys?

Como es sabido, el título del documental es el mote con que se conoce a los más destacados estudiantes de economía de la Universidad Católica de Chile, quienes, seleccionados por sus profesores, fueron a realizar estudios de postgrado a la Universidad de Chicago desde 1954, en el marco de un convenio entre ambas casas de estudios. La cinta aborda los testimonios de Sergio de Castro, Ernesto Fontaine, Carlos Massad, Ricardo Ffrench-Davis, Rolf Lüders y quien se convirtió en el padrino de estos entusiastas: el profesor Arnold Harberger, a quien los refinados ingenieros comerciales llaman tiernamente “Alito”.

– “Queríamos mejorar la economía chilena”.

– “Hablábamos poco de política”.

El primer capítulo, titulado La semilla, refiere los años previos al gobierno de la Unidad Popular, precisamente cuando los recién titulados economistas viajan a Chicago y, en paralelo a su formación universitaria, desarrollan un sentir común, que podemos resumir en el American dream o ethos norteamericano de la libertad individual. Anecdóticos pero muy ilustrativos resultan los recuerdos sobre la estrechez de la beca, que no les permitía comprarse más de un abrigo al año, o sobre la vida fuera del estudio: la esposa de Carlos Massad, les cocinaba dulcemente a él y sus compañeros, mientras éstos jugaban a la rayuela en el antejardín de su búngalo. Conjugando los registros en 8mm filmados por ellos mismos con sus alegres memorias de camaradería, juegos y discusiones, se comienza a prefigurar una unidad en torno al grupo. Se autodenominan “mafia” y admiten importantes afinidades valóricas, a pesar de que según sus propias palabras no tocaban temas políticos. En esos años compartidos de lecturas, juventud y whisky, se estimularon recíprocamente, seguros de que volverían “a cambiar la economía chilena y latinoamericana”.

Dedicados a la vida académica, hicieron escuela en la Universidad Católica de los ’60, introduciendo las teorías monetaristas de Chicago con la intención de “elevar el nivel” de la forma como se enseñaba la economía en Chile. El documental, sin embargo, no tiene mucho interés en explicar los principios de las teorías económicas de la Escuela de Chicago, los cuales se basan en la irrestricta defensa del libre mercado y en oposición a cualquier participación del Estado en las industrias y demás ramas de la economía. Para la campaña presidencial de 1970, escriben un primer manuscrito de El Ladrillo, como es conocido el programa político de “libertad económica” que le presentaron al candidato conservador Jorge Alessandri. Pero el último patriarca del latifundio lo desestima, y señala categórico que es “demasiado radical”.

Los principios éticos para defender esta reforma están respaldados por lo que ellos llaman insistentemente “libertad”. Pero detengámonos aquí, en la cosmovisión liberal que es la matriz de los Chicago boys. Antes que todo, hay que comprender la perspectiva que para ellos dota al mercado de un carácter autónomo, como una sustancia que no fuera mediada por el hombre y que se adapta y acomoda, sostenida por una potencia interior. “The market knows” decía Friedman en sus clases, asignando al mercado una vida propia que debe desplegarse libremente. Los Chicago boys postulan la existencia de un Estado mínimo, jibarizado, que no intervenga en el devenir del mercado más que para asegurar el derecho de la propiedad. Tanto los primeros liberales económicos (Adam Smith, John Stuart Mill) como sus paladines más modernos (Milton Friedman, Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek) afirmaron que el motor de esta regulación espontánea serán la ambición y el bienestar egoísta de los individuos. Todo esto sobre la filosofía hobbesiana de un individuo que preexiste a la sociedad, y para el cual el resto de la humanidad no son una comunidad posible sino los potenciales enemigos frente a los cuales hay que resguardarse y competir.

Friedman llegará a decir que “no existe sociedad sino la suma de sus individuos”. Tal ilusión fundamenta la utopía neoliberal (en el decir de Jorge Vergara), que se presenta como una cuestión estrictamente económica, técnica, lejana del campo de la política; que es lo que están diciendo permanentemente los Chicago boys. Convencidos de que el individuo busca el éxito, el reconocimiento y la acumulación de dinero, los neoliberales fomentarán la ambición, transfigurando los conceptos económicos que el desarrollismo había sostenido en América Latina hasta los años setenta. Desarrollo, finanzas y competencia: economía abierta. Éste es el esplendor del sistema neoliberal, sus raíces y potenciales superestructuras. Las leyes del mercado justifican sus consecuencias: la brutal desigualdad y la miseria que azota a los desposeídos son fruto de su propia pereza y falta de ambición. El pobre es pobre porque no se esfuerza lo suficiente.

Si la libertad es la ausencia de coacción de Hobbes –como pretenden los neoliberales– entonces todos los proyectos que se basen en un principio de bienestar común les son ajenos y enemigos. Desde el republicanismo rousseauniano a los socialismos modernos. El éxito neoliberal sólo es posible en la conquista de esta libertad. Si en el Chile de los años sesenta no había una tienda donde Fontaine pudiera comprar la misma camisa que tenía De Castro, entonces el país era simplemente una mierda. Pero, como queda en evidencia, la libertad capitalista es demasiado trivial como para perseguirla. Entroncar la realidad a este tipo de aspiraciones, reducir la causa eficiente del hombre al cumplimiento de sus deseos materiales individuales, ¡como si algo similar fuera posible!, es un despojo total de sus capacidades y de la potencia humana. La ontología moderna del capital presenta la opción de la “libre elección” como libertad real, dentro y sólo dentro, del mercado como mundo total. ¿Puede ser, entonces, la economía algo distinto de la política, tal y como lo plantea cada uno de estos personajes, cuando les preguntan por su rol durante la dictadura?

Criminales de escritorio

El desenlace de estas fuerzas está trágicamente inscrito en nuestra carne, porque la historia no le pertenece al pasado, como quieren creer aquellos que gustarían se dejase de hablar de la tortura y los desaparecidos, porque lo más importante –dicen– es mirar hacia adelante.

Allende ganó las elecciones y, por no haber llevado la revolución hasta el final, la burguesía actuó de la única forma que sabe: haciendo pagar con sangre el susto que el pueblo le hizo pasar, en las palabras del viejo Malatesta. Mientras Agustín Edwards volaba a Washington para reunirse con Henry Kissinger, los ingenuos Chicago boys cumplieron con la orden de terminar el manuscrito que habían comenzado para Alessandri. Pero Sergio de Castro “no tenía idea” que ese apuro, procedente de la Cofradía Náutica del Pacífico Austral, buscaba la más pronta aplicación material de las doctrinas contenidas en El Ladrillo, cual es también el título del segundo capítulo de este documental, cuya parte más polémica pretende ser la pregunta sobre el nivel de conocimiento que tenían los tecnócratas sobre la masacre eufemísticamente llamada “violaciones a los derechos humanos”. Para su problematización, permítasenos un salto histórico, ya clásico a estas alturas.

La experiencia histórica del Tercer Reich trascendió en la buena conciencia occidental como el más aberrante de los proyectos políticos, por cuanto llevó la técnica a su mayor potencialidad destructiva, al exterminar industrialmente a más de diez millones de personas durante el holocausto. Sobre los campos de concentración europeos, uno de los tantos intelectuales judíos alemanes que huyeron del fascismo hacia Estados Unidos, sentenció: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Y, otra filósofa judía alemana en América, hizo las veces de periodista cuando, descubierto un criminal de guerra nazi en Buenos Aires, fue llevado a juicio en Jerusalén por los servicios secretos de Israel y finalmente ejecutado. Lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal” no es sino el estricto cumplimiento del deber del funcionario, por lo tanto la refutación de que los criminales de guerra y torturadores son enfermos mentales o víctimas de pasiones desaforadas. Allí donde la circunstancia de su trabajo es la guerra y su objeto la población, el funcionario acusa no ser culpable por ejecutar la masacre.

Por supuesto, esto explica también cómo los miles de soldados que sustentaron la dictadura militar chilena, así como los agentes de los cuerpos de seguridad, con el fundamento de la doctrina de seguridad nacional, se escuden hoy ante los tribunales señalando que sólo cumplían órdenes.

Pero llevemos el argumento más allá.

Adolf Eichmann, el ex SS capturado por el Mosad en la Operación Garibaldi, se defiende en su juicio afirmando que él ocupaba un cargo administrativo en la solución final a la cuestión judía. Es decir, era un técnico, alguien que hacía su trabajo y se preocupaba de hacerlo bien. Haya sido esto llenar formularios con los nombres de los seres humanos que recorrían media Europa para terminar de morir en los campos de exterminio, o bien la elaboración y ejecución de un plan económico que despojaba a la población chilena de todos sus derechos sociales, vendiendo a precio de huevo las industrias del Estado y sometiendo a la población a sueldos de hambre con los programas de Empleo Mínimo (PEM) y de Ocupación para Jefes de Hogar (POJH).

La paradoja es indiscutible. La mentada libertad económica que sustentan todos los tenaces defensores de este nuevo esquema social se implanta sobre una montaña de cadáveres. Las cifras de los informes de verdad y reconciliación sólo aportan evidencia de que la verdad nunca podrá traer reconciliación.

Una pintura de Francisco Papas Fritas dio en el clavo: El carpintero Milton Friedman sostiene en su mano derecha al títere que es el militar chileno Pinocho. Pero fueron sagaces internautas quienes completaron el meme de la distopía, añadiendo a la pintura un texto que decía: “Capitalismo y fascismo: una linda historia de amor que los liberales fingen que no existe”. Puesto que no sólo se trató de una masacre brutal sobre la clase trabajadora a manos de los militares, sino del acabo total de la vida política y el saqueo de los empresarios a los bienes nacionales, es que los Chicago boys no pueden sino ser agentes de la dictadura, de la misma forma que un Mamo Contreras pero sin mancharse las manos directamente. Por mucho que insistan en que no sabían de las torturas, asesinatos y desapariciones, y que ellos estaban dedicados a los asuntos estrictamente económicos en sus oficinas de los ministerios de hacienda y economía, y definiendo las políticas monetarias desde el Banco Central, su participación activa en el gobierno de la Junta Militar los hace criminales, los devela como inmediatos enemigos de los explotados.

La periodista Carola Fuentes le hace la pregunta a cada uno de los entrevistados con la misma sospecha: “¿De verdad no sabían de las violaciones a los derechos humanos?” Pero sobre la negación prevalece la sinceridad de los tartamudeos y el nerviosismo corporal habla con más verdad que cualquier excusa. Después de todo, la muerte les fue necesaria para infundir el miedo y la sumisión que les permitiera desplegar su programa económico con mucha menor resistencia, pero luego les sobrevino como incomodidad. Era mejor que los nuevos gobernantes vistieran de traje y no de uniforme. La dictadura perfecta del capital se llama democracia.

Las consecuencias

Chicago boys nos otorga el testimonio visceral de las energías que movieron lo que hoy conforma el medio donde se desarrolla nuestra vida. Es absolutamente necesario conocer las fuerzas performativas detrás de aquello que cuestionamos día a día. El film nos entrega un testimonio que puede llegar a desgastarse en su carácter excesivamente explícito. Se vuelve indispensable digerir un discurso que suena categóricamente violento, con frases como: “No me interesa la desigualdad, el problema es la pobreza (…) hay que disminuir la envidia, eso es todo”.  Esta pieza audiovisual nos da posibilidad de mirar de frente aquella banalidad que esta progenie ha querido disimular, cometiendo el error de sostener el mito de una despolitización en la economía. Chicago boys nos permite tocar con las manos el fulgor de lo fútil y abyecto que puede llegar a ser el motor para fundar un sistema económico tan malogrado como el que nos domina.

Cuando “Alito” Harberger se refiere a la represión militar en la reformación que ha padecido el país desde hace más de cuarenta años, advierte que no era necesaria tal fuerza para instalar y ejecutar el sistema económico neoliberal. De esto, el ejemplo más ilustrativo han sido los gobiernos de la Concertación y Nueva Mayoría, los cuales han perfeccionado el escenario del capitalismo, lo que no quiere decir que el derramamiento de sangre no haya sido la condición de posibilidad para su despliegue más brutal. Como plantea Naomi Klein en su Doctrina del Shock, recogiendo los principios básicos de la guerra de Sun Tzu, el terrorismo de Estado contra un pueblo que estaba organizado y poseía un elevado nivel de conciencia de clase, le quitó a este mismo pueblo su disposición a la lucha. Los militares allanaron el camino a los nuevos empresarios, cuyo paradigma ya no era la aristocracia ni la vieja Europa sino el mall, Miami y la promesa de la felicidad por la vía del consumo.

Lo que el documental no logra decir es que la consecuencia del neoliberalismo en Chile es un sistema de eterna esclavitud basado en la lógica del esfuerzo individual y en la moral del trabajo, en el sistema financiero y el endeudamiento, en la carencia de derechos sociales y en la mercantilización de todas las dimensiones de la vida, en la extracción ilimitada de los recursos naturales y su consiguiente destrucción de la tierra, en la mitología del libre mercado que encubre en realidad un mercado desregulado bajo el control de oligopolios coludidos en su conciencia de clase dominante; todo lo cual ha enriquecido a los mismos ingenieros sociales que modelaron este sistema, y a una pequeña casta político-empresarial, que gobierna las ruinas humanas heredadas de Friedman y Pinochet.

Fuentes

VERGARA ESTÉVEZ, Jorge (2012): La utopía neoliberal y sus críticos. En: https://polis.revues.org/6738

DIBAM (s/f): Dossier La transformación económica chilena entre 1973-2003. En: http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-719.html

ADORNO, Theodor (1951): Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. En: http://www.archivochile.com/Ideas_Autores/adornot/esc_frank_adorno0004.pdf

ARENDT, Hannah (1963): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. En: http://www.psicosocial.net/grupo-accion-comunitaria/centro-de-documentacion-gac/areas-y-poblaciones-especificas-de-trabajo/tortura/864-eichman-en-jerusalen-un-estudio-sobre-la-banalidad-del-mal/file

KLEIN, Naomi (2007): Doctrina del shock. En: https://youtu.be/KLu7aAPhxAk

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