Por: Pascale Céspedes G. / 09 de octubre, 2017
«El cine es aún una forma de arte gráfico […]. A través de él,
escribo con imágenes y consigo para mi propia ideología un poder real.
Muestro lo que otros dicen. En Orfeo, por ejemplo, no narro el paso a
través de espejos; lo muestro, y, en cierto sentido, lo demuestro. Los
medios que utilizo no son importantes, si mis personajes representan
públicamente lo que quiero que representen. La fuerza mayor de una
película radica en que sea indiscutible con respecto a las acciones que
determina, y que transcurren ante nuestra vista. Es normal que el testigo
de una acción la transforme para su propio gusto, la distorsione y dé falso
testimonio de ella. Pero la acción tuvo lugar, y vuelve a tener lugar cada
vez que la máquina la resucita. Lucha contra testimonios inexactos y falsos
informes policiales.»
Jean Cocteau.
Para entender a Jean-Luc Godard es fundamental comprender la búsqueda por desestructurar las concepciones tradicionales del cine francés de finales de los años 50. La post guerra se convirtió en un escenario propicio para la construcción de nuevos paradigmas, postulando, como característica principal, libertad en cuanto a la exploración tanto técnica como temática del quehacer artístico. Constituida por cinéfilos formados en cineclubes, la Nouvelle Vague significó una suerte de escuela para varios directores que encarnaron el trabajo progresivo por esta renovación cuya estética es más expresiva que representativa, operando desde la deconstrucción del lenguaje cinematográfico y velando por la importancia del propósito del autor, las películas realizadas en este período parecen ser un ejercicio constante de experimentación, marcando un hito pues vuelve a posicionar la capacidad de la “mirada” de la cámara, la importancia creativa del montaje y la renovación del lenguaje. La emergencia de estos recursos logra enriquecer las posibilidades expresivas del medio cinematográfico, cada trabajo es en sí mismo una declamación contra los poderes dominantes, contra la invisibilización de las consecuencias y contradicciones de una sociedad de consumo aún abatida por la guerra y la condición humana desoladoramente aislada en el marco de la sociedad pequeño burguesa de la posguerra.
Vivre sa vie (1962) trata de la tragedia de Nana, desarrolla hechos determinantes –lejos de un dramatismo exacerbado- de manera capitulada, asigna doce cuadros en los que la vemos transitar entre el naif y el nihilismo. Casi como una declaración de amor, a través de largos planos la cámara de Godard persigue cada paso de la protagonista, nos atrapa, la vemos bailando swing, llorando, da la espalda a la cámara, la mira, nos hace encantarnos con Nana, crea una intimidad a través de su mirada fija casi como interrogándonos y, a su vez, sabiéndose objeto de contemplación. Nana está expuesta ante nosotros.
El director nos presenta los hechos jugando con las ideas y el contenido expresivo, la cámara queda libre para convertirse en instrumento de contemplación, para retratar a la protagonista de manera detallada. También retrata la fachada de los edificios, nos pasea por la ciudad de noche, muestra una fila para la función de Jules et Jim de François Truffaut. Entrega una colección de postales que nos parecen intrascendentes, rompe cierta continuidad fragmentando, disociando imágenes.
Godard, sin embargo, sólo nos entrega una presentación de acontecimientos, una exhibición de algo que ocurrió pero alejándose de análisis y porqués. Rechaza la casualidad, expone los acontecimientos como algo inexorable. Vivre sa vie no trata de la prostitución, sino que ocupa esta instancia para extremar ciertos elementos determinantes que evidencien las circunstancias en las que Nana se ve obligada a vivir, las usa como metáfora normalizándola, a su vez, logrando relacionarlas con la existencia de cualquier otra persona. Nana se interroga, se muestran sus cuestionamientos sobre su vida y sus responsabilidades. No analiza; demuestra.