Por: Camila Pruzzo Moyano / 27 de Enero, 2016
“La Madre del Cordero” de Rosario Espinosa y Enrique Farías, nos permite percibir el trabajo colectivo en torno a la creación de un relato y cuestionarnos a su vez la necesidad de referirnos (como autores) exclusivamente sobre aquello que conocemos desde la experiencia personal. Largometraje realizado en el marco del egreso universitario, ésta obra retrata las problemáticas de una vida adulta que parece muchas veces olvidada no sólo por el cine, sino también por una sociedad cada vez más materialista e individual. Jóvenes autores que no superan los 25 años, construyen su discurso a través de la necesidad de volver visibles las historias cotidianas que muchas veces sólo cubre la televisión por breves minutos, fomentando el aislamiento, catalogando nuestro estado actual como enfermizo y criminal, la generación de nuestros padres, tíos, abuelos, sobrevivientes del Chile en dictadura y neoliberal. Basta con hacer el ejercicio y pensar la historia de ésta película como si se tratase de un titular en el periódico, o un reportaje en el noticiero de las 9. Se diría entonces, que Cristina (interpretada por María Olga Matte), no es más que una mujer solterona y solitaria que tras años de represión, atenta contra la vida de su madre para poder vivir en paz. O que Carmen (Shenda Román), tras una larga enfermedad que la mantiene prácticamente postrada, es asesinada por su propia hija, quien busca darle fin a su sufrimiento. Pero el cine se plantea, así como otras artes, como un espacio de cuestionamiento, como una ruptura sobre aquello que parece ser evidente a nuestra vista y oídos, nos permite desarticular las certezas y crear preguntas. Es gracias a esa relación que se construye entre la obra y los espectadores, que podemos apreciar una película no sólo por lo que parece evidente en ella, sino por sus múltiples posibilidades, por el registro y resguardo de un tiempo que es dotado con la inmortalidad de la reproducción, y en ella nuevas miradas, nuevas preguntas planteadas desde una generación a otra.
“La Madre del Cordero” construida a través de un lenguaje conocido y algo ya estandarizado en las producciones nacionales, no resta méritos en la representación de un mundo cercano a nuestra realidad social, con una insistencia en la duración de los planos que reafirma el tiempo de espera de muchas personas en la vida, el anhelo de que “ocurra algo diferente”. La constante incomodidad de los espacios y los personajes, las tonalidades y decisiones en la iluminación de los entornos, el silencio de los espacios cotidianos entendidos no como la ausencia de ruidos, sino como el estado interno de la protagonista, versus la representación de los espacios de distención y excesos, como el Casino Monticello, o los bares juveniles, absorbidos por la música y la saturación. Todo nos parece conocido, incluso tratándose de una localidad regional, pudiendo ser cualquiera al sur de la región Metropolitana, detenida en un tiempo entre los años 90 y 2000. Lo particular entonces se transforma en aquello que no podemos ver, en lo que intuimos de los pensamientos y sentimientos de Cristina. ¿Cómo es que no deja a su madre en un hogar? ¿Cómo es que no tiene una enfermera en casa ayudando? ¿Por qué se deja pisotear una y otra vez por el machismo errado de su entorno? ¿Cuándo va a reaccionar?. Más sorprendente resulta encontrarnos en aquella situación, cuestionando fácilmente las decisiones tomadas por el personaje, en vez de preguntarnos por las condiciones en que muchos hombres y mujeres se encuentran por causa del abandono y el sistema económico que rige nuestras vidas, ¿acaso incluso tratándose de jóvenes, no hemos ya vivido las injusticias de la vida posmoderna? ¿Cómo será entonces cuando dejemos de ser útiles para el sistema, como Cristina, como Carmen?.
Podríamos decir que a simple vista, el film no es otra cosa que una escalofriante pero realista representación de un sector de nuestra población, de todos aquellos seres solitarios que ponen una gran pausa a sus vidas para cuidar de sus padres, sus hijos, sus familiares enfermos. Y en parte lo es, pero no nos quedemos con lo evidente. De las producciones de cine chileno de ficción de 2015, como mencionaba en un comienzo, “La Madre del Cordero” rompe con el mito de esa frivolidad autoral de sólo retratar los problemas de una juventud aislada e insensible, apartada de un mundo afectado por la economía y las malas gestiones de sus gobiernos. Como ha dicho Carlos Ossa en otras ocasiones, una película no es menos política que otra por no tratar de forma evidente la política como un tópico, y como se dio también en el cine foro posterior a la muestra de éste largometraje en el Cine Club de la Universidad de Chile, el público asistente, las actrices de la película y el equipo técnico, guiaron una conversación que decantó en la necesidad de ampliar las posibilidades al momento de realizar una película, encontrar en ellas no sólo el retrato e interpretación de una realidad sino de todas aquellas que no están siendo representadas por las instituciones como la televisión y el cine exclusivamente comercial que llega a las grandes cadenas en los centros comerciales. Un cine que no sea exclusivo para festivales extranjeros, que de no ser nominados por Cannes o San Sebastián, no llegaría a ser visto por la mayoría de la población, a través de la publicidad en carteles, la televisión, los noticieros dedicándoles dos minutos en un reportaje breve sobre espectáculos. El cine chileno merece ser analizado y visto por su propia población, encontrar ahí un espacio de reflexión y disidencia, devolverles a través de la mirada su propia existencia, porque no todas las producciones retratan sólo un porcentaje de nuestra población, cuando la realidad es radicalmente lo contrario; Chile está envejeciendo, la esperanza de vida ha ido aumentando y es inevitable saber que todos llegaremos allí.
Lo bueno, dentro del panorama cinematográfico, es que somos capaces de salir de aquel mito de un cine exclusivamente para una juventud cada vez más hastiada y autorreferente. Un cine descentralizado, con una mirada a centímetros de la realidad conocida, llena de pequeños deseos, de personajes con esperanzas de luchar y salir de aquello que los condena a la rutina, aunque eso no signifique la glorificación o la satisfacción moral que uno esperaría del cine compensativo propio de las fórmulas aprendidas de Hollywood.