Por: Camila Pruzzo / 01 de Diciembre, 2015
“Detenerse, mirar y escuchar en un espacio al interior de las vidas de personas arraigadas a sus entornos. Observar desde el testimonio, para configurar una representación audiovisual a partir del diálogo personal y su relación con el entorno, con la Tierra.” Guido Brevis, director.
Durante años ha existido un gran error en la forma que miramos, en cómo somos capaces de ver y estudiar otras culturas. El hecho de que pensemos nuestro país como un todo y no como un territorio compartido por otras naciones, nos convence en la idea de que somos el resultado de un proceso normal de mestizaje que ha eliminado todo vestigio de aquellos que habitaban nuestros paisajes antes de la llegada de Colón y la corona española. Es sencillo quejarse y apuntar con el dedo a Europa por todo el daño causado, tampoco se trata de excusarlos, ni menos defenderlos, pero históricamente no hemos enmendado la situación y nos hemos dedicado a seguir a los viejos patrones de América Latina, mirándonos el ombligo, sintiéndonos más blancos que cualquier país vecino. Porque al momento de estudiar nuestras raíces, desde la educación primaria incluso, se habla de nuestros pueblos originarios como si se tratase de piezas de museo, objetos de una cultura extinta por la modernidad que sólo se escurre ante nuestros ojos a través de las imágenes de un libro, representaciones pictóricas, el testimonio de algunos historiadores y no como la crónica de una supervivencia que persiste hasta nuestros días. Esto último por suerte y a veces por desgracia, (por denominarlo de alguna manera) ha sido territorio propio para el medio audiovisual.
«Atravesar una frontera es oponerse a la identidad dada y refutar la construcción histórica que impone un relato único de las cosas. Atravesar la nación con imágenes marginales es interrumpir la certeza de los vencedores y desordenar las iconografías del poder» [1]
El cine y cierto sector de la televisión, como creadores de lenguaje y diversos puntos de vista, se han encargado de registrar desde una mirada intimista la batalla de los descendientes de diferentes culturas contra la adversidad de un país que los ha exiliado en su propio territorio, propiciando la construcción de un discurso político sobre el aislamiento y la falta de visibilidad no sólo de las distintas regiones que componen Chile, sino cómo los pueblos habitan con la tierra, construyen en el silencio un nuevo curso para sus raíces. Ésta cita de Carlos Ossa en el contexto de la producción cinematográfica del filme político de los años 60 y 70, puede referirse sin mayores dificultades a la creación de obras de los últimos años en relación a los documentales y ficciones sobre los pueblos indígenas, especialmente (y probablemente el de mayor número de obras) el que hace referencia a la cultura mapuche. El cine permite provocar a través de su lenguaje, la necesidad de romper con los parámetros de la realidad enseñada por las instituciones educativas y algunos medios de comunicación, aportando a esta “interrupción” que menciona Ossa, oponiéndose a la representación que cierto sector de la televisión ha creado, formando una imagen de violencia sobre la gente de la tierra.
“Mapu mew, en la tierra” de Guido Brevis, constituye un testimonio contemporáneo de la cotidianeidad de tres personajes descendientes de mapuches, quienes conscientes del paso del tiempo, se comunican con la tierra mediante sus trabajos, y enseñan a sus hijos y nietos la importancia de conservar sus tradiciones ante la fragilidad de la vida. A través de tres líneas narrativas, se representan años de tradición y adaptación de la cultura mapuche en distintos terrenos. Zonas como Ralco, Curacautín y San José de la Mariquina (Región de Bíobío, Araucanía y Los Ríos, respectivamente) son representadas mediante la mirada de un cine que en los últimos años ha retratado la dinámica de los individuos en los paisajes como parte de ellos, a veces representado como un enemigo (la inestabilidad climática, la violencia de los vientos y el mar), otras veces como la Ñuke Mapu generosa (la madre tierra) que entrega sus bienes y protege a sus hijos.
Pero no sólo retrata el aislamiento a través de grandes planos generales que exhiben el paisaje húmedo del sur, donde los sujetos se minimizan en su entorno, formando parte de la imagen. Brevis mediante éstas tres líneas narrativas, busca retratar algo en común entre sus personajes, algo que no queda reducido solamente a sus raíces mapuche. Agustina, Elisa y Estanis (“El Chino”) habitan la tierra con un gran dolor, han enfrentado la pérdida de algún ser querido a lo largo de sus vidas, y al igual que a cualquier persona, eso los ha marcado. Pero su resiliencia, su capacidad de encausar la pérdida como parte del ciclo de la vida, es realmente testimonio de superación de una cultura que se resiste al olvido, honrando a quienes han partido para reencontrarse con la naturaleza.
Si bien la forma en que se componen los planos, el montaje y el uso del sonido responden a una manera actual de cómo se ve y escucha el cine en Chile, su apuesta permite que los espectadores puedan interiorizar sin mayores dificultades, los testimonios de éstos tres personajes. Nos comparte no sólo un territorio visual rico en colores y contrastes, si no que nos lleva también al espacio interior de éstos personajes, representando la soledad que habita en ellos, la pérdida, conceptos universales tanto en su cultura como la nuestra. De ésta manera, el documental nos ofrece la posibilidad de reflejarnos en ellos, cambiar el prisma de nuestra mirada, pensar al pueblo mapuche en la actualidad.
[1] Carlos Ossa, “El Ojo Mecánico. Cine político y Comunidad en América Latina” Fondo de Cultura Económica, 2013.