Leviathán
(Paravel/Castaing-Taylor, 87 minutos)
En la inauguración del festival, mientras esperábamos afuera del Aula Magna de la Universidad Austral a que algunas personalidades desocuparan asientos para ver Miguel San Miguel, un colega me preguntaba –a propósito de la autoafirmación del festival sobre su carácter “ecológico”– si acaso yo era animalista, lo que siempre me ha costado responder. El terreno ético de la relación entre la humanidad y las otras especies animales, no se puede representar sin atender a la concepción etnocéntrica que caracteriza al pensamiento moderno. Y por eso, en la relatividad de las posiciones contemporáneas, uno puede declararse animalista por no vestir cuero ni comer carne, pero sin cuestionar la racionalidad del capital, que se funda justamente en la dominación y el control humanos sobre la naturaleza.
Todo ese rollo político volvió a mi cabeza al día siguiente, en las salas de cine del mall de Los Ríos, donde se estrenaba Leviathan, un documental observacional, cuya muestra es parte de la Competencia Internacional. Entré a la sala motivado por el título bíblico y filosófico, sin tener idea de la obra a la que me iba a enfrentar. La primera escena nos situaba en un pesquero de arrastre, a través de un plano secuencia subjetivo, donde los trabajadores levantaban la malla cargada de peces, a una hora donde la luz podía ser la del comienzo del día o la de su ocaso.
Unas pocas palabras sobre el proceder del trabajo fueron los únicos diálogos de Leviathan. La película hacía al espectador parte de la tripulación de un barco, que sumergía sus redes en una mar picada, extraía cantidades industriales de peces, mariscos y crustáceos, los destrozaba muy operativamente, guardando lo que luego sería alimento y otras utilidades, y dejando de lado aquellas partes “inútiles”, es decir, de las que no se puede extraer valor, y finalmente volvía a sumergir las redes para repetir el ciclo.
La operación tecnológica de esta realización es la que le otorga su carácter “subjetivo”, en el sentido de que estamos detrás de una cámara que tan pronto parece los ojos de un pescador, como luego se sumerge en el mar junto a los peces, y vuelve a la nave, para pasar entre medio de la masa de cadáveres marinos, cuyos “excedentes” regresan a la mar, en medio de un flujo de sangre mezclada con el agua de la lluvia y el océano. El impresionante diseño del sonido asegura la inmersión del espectador en esta atmósfera de cotidiano enfrentamiento entre fuerzas productivas y naturales. La angustia es inevitable. La conmoción por ser parte de un grupo de hombres cuyo trabajo es la depredación procedimental de la fauna marina, es mayor al asombro por la disposición y los recorridos de la cámara. Aquella “subjetividad” que hace al público “pertenecer” a la nave no es solo un genial despliegue técnico; ninguna técnica es neutral. Aquella posición es la forma de imprecarnos nuestra cómplice pasividad, de demostrarnos a los espectadores que la humanidad de la que formamos parte, está acabando con la vida. Secando los ríos, inundando bosques, desforestando selvas, llenando de cemento todo el territorio, siempre en el nombre del desarrollo. Pero para ello, no hizo falta una pornografía de la destrucción. Leviathan nos hace viajar por el interior y el rededor de un espacio muy pequeño y muy simbólico, revelando el imperio de la economía sobre la vida. Su ritmo pausado, sus planos secuencia que develan algo así como una realidad del tiempo, activan la reflexión, aquel ejercicio tan necesario y actualmente tan despreciado por la razón capitalista.