Por: Colectivo ANTU / 19 de febrero, 2012
Hagamos un ejercicio de ciencia ficción, y veamos comparativamente lo que pasaba en nuestra cinematografía hace 10 años atrás. Se habían estrenado 7 largometrajes de ficción: “El Leyton”, un producto comercial financiado por la Televisión Nacional que se complace en otorgarnos una nueva caricatura de lo popular. Junto a ella, tres películas que buscaban su nicho en el mercado pero con la particularidad anecdótica de haber sido filmadas en Chile: “Sangre Eterna”, “Paraíso B” y “Ogú y Mampato”. Entre medio, un intrascendente largometraje-ejercicio producido por la Escuela de Cine de Chile (acaso lo más cercano a un cine marginal) junto a la última película chilena (hasta ahora) de Sebastián Alarcón, “El Fotógrafo”, acaso una de las más caras filmadas en nuestra historia. Cerrando la lista, “Tres Noches de un Sábado”, del ilustre y aún por descubrir Joaquín Eyzaguirre.
Como siempre, el cine documental fue más alentador, con películas que estudiamos y revisamos hasta hoy, pero que pasaron desapercibidas por los conservadores medios de comunicación que no ven nada donde no hay farándula o contactos. “Estadio Nacional”, de Carmen Luz Parot, por fin recopilaba las historias de aquellos torturados en el mayor centro deportivo local tras el 11 de Septiembre de 1973, mientras que por su parte Raúl Ruiz daba vida a “Cofralandes”, la serie de ensayos fílmicos sobre la identidad chilena. “Un hombre aparte” de Perut/Osnovikoff despeinaba la oligarquía cinematográfica, legándonos una ficción disfrazada de documental tan inquietante como sospechosa. Al otro lado, Adriana Zuanic nos decía que había cine antes de los Fondart, estrenando “Antofagasta, el Hollywood de Sudamérica”. Marquito Enríquez hacía una visionaria parodia de la Concertación con “Chile, los héroes están fatigados”, sabiendo que él era parte de la élite que desprecia porque finalmente se siente parte de lo que desprecia a conveniencia en su película-juguete.
Volvamos al presente.
Chile empezó a hablar de aquello que no hablaba hace diez, quince o veinte años atrás. El sistema comenzó a ser tema de debate y sujeto de cuestionamientos múltiples. Muchos adolescentes se cubrían la cara para que los pudieran ver, pero también se volvía a hablar de Pinochet, explícitamente o a partir de su sistema neoliberal. Llegó el momento en que la gente no está (tan) segura de vivir en el sistema en que vive, que siente la necesidad de cuestionar, preguntar, disentir, subvertir. Por que abajo somos muchos, y arriba pocos.
En 2011 se estrenaron 42 largometrajes de ficción. Parece una cifra insólita, a la que se deben sumar 66 documentales. En total, mas de 100 películas en sólo un año. Digital mediante, parece ser que hay un alegre destape solamente comparable –y a escala- con 1925, año en que explota la producción y un sistema (barato) de producir cine. Si fuésemos una entidad oficial y cortés, leeríamos estas cifras con alegría, las incorporaríamos en un discurso y nos iríamos a Cachagua a disfrutar de nuestras vacaciones, pero la inquietante realidad nos hace preguntarnos varias cosas.
La primera es: ¿Hablan las películas “desde” Chile? Reaccionario
El ejercicio lógico que hacen los medios reduccionistas es recurrir a aquellas películas con mayor asistencia a las salas (comerciales) y analizar desde esa perspectiva el “panorama del cine chileno”, rigiéndose por el sistema capitalista de leer el cine. “Que pena tu boda” de Nicolás López, y “Violeta se fue a los cielos” de Andrés Wood, parecen las lógicas vencedoras por cantidad de ticket y cabritas vendidos, aunque siguen siendo marginales respecto a los blockbusters norteamericanos que engullen la taquilla local sin que el estado se digne a regular esta situación. Aún así, es imposible no leer en estas películas la imagen país: en la primera es una juventud alienada, sicótica y dañada socialmente, imposibilitado de relacionarse con el otro. La segunda es un instante cumbre y unificador como es Violeta Parra, blanqueada y estandarizada imagen de la artista comunista, trocada por una artista que el mismo presidente Piñera escucharía en sus fiestas familiares.
Si vamos a lo marginal, a diferencia de hace diez años atrás, sí encontramos un pequeño circuito “under”, con aquellas películas que no financió ni el Fondart ni Corfo, que abren una ventana y que apuestan por otras vías, haciéndonos pensar que en el ensayo y error aún hay esperanzas. Es el caso de “Quiero Entrar” de Roberto Farías o “Efecto Especiales” de Bernardo Quesney, películas que no temen “morir en el intento”, en su imperfección. Mal que mal se puede hacer una segunda, tercera o cuarta película, con las bondades del digital y un grupo de amigos, tal como era el video experimental en los años ochenta. Es la anti industria, y el anti arte, en muchos casos. Son procesos internos y minimalistas, tal como eran los primeros discos de “Los Prisioneros” o “Electrodomésticos”: alguien los escucharía, alguien hablaría de ellos, a alguien le provocaría algo en su cabeza. En ambos casos el dispositivo es más interesante que la obra en sí misma (muchas veces desde la desnudez de la intimidad, trabajando temas de su entorno inmediato, leíbles bajo códigos parciales o en temas que no le afectan al país, sino a un pequeño grupo de personas), pero eso permite que la obra sea actitud y desprejuicio, más que bondades de administración financiera. Curiosamente, es la ficción la que arroja más riesgo en relación al cine documental, que permanentemente entrega películas pulcras pero a la vez establecidas en un canon que inevitablemente entrega menos novedad que lujo formalista: historias particulares, individualismo y la incapacidad de trascender la anécdota, en muchos casos.
Es probable que las películas más interesantes del año 2011 no hayan llenado ninguna sala de cine local, pero ¿hace cuánto el buen cine pasa por las salas de cine en Chile? Tuvo que morir Raúl Ruiz para que su “Misterios de Lisboa” se estrenara en nuestro país, pero antes de ella no se estrenaba otra de sus películas desde “Días de Campo” en 2004. El ejemplo anterior hace pensar –y reconsiderar- aquella anquilosada lógica de que las películas más vistas son las mas interesantes. Por otro lado abre la inquietud mayor: la ciudadanía “a pie” ¿comprendería alguna de estas películas? La inserción del cine en las aulas secundarias es precario y nulo en muchas ocasiones, pero más precaria es la utilización de recursos audiovisuales en la educación superior. Ahí constatamos que el cine sigue siendo el espectáculo, la entretención, igualmente para muchos académicos e intelectuales, los mismos que se esmeran en hacer investigaciones cuya utilidad es nula.
Es importante así develar las grandes falencias, que no tenemos por qué direccionar hacia el Estado o el gobierno de turno. Los intelectuales, los cineastas, los académicos, deben subvertir una concepción de hacer cultura, de formar audiencias, de abrir las salas y los campus universitarios hacia una comunidad anhelante de saber, pero censurada por las condiciones que se le presentan. Cuando Sebastián Piñera señaló que “Yingo es un programa que representa a la juventud chilena”, explicitaba aquel interés de la derecha chilena por instalar una lógica de enfrentar la ciudadanía: apolítico, ignorante, sin opinión, superficial, cultivando el valor del capital y diverso sólo “en su justa medida”.
Hace algunos días los resultados del Fondo de Fomento Audiovisual dieron cuenta de esto mismo. De los proyectos de investigación seleccionados, sólo uno es de carácter patrimonial. Por su parte, se invierten millonarios recursos en copias 35mm, marketing, industria. La ceguera de querer correr sin saber caminar es la clave de políticas ignorantes y precarias administradas por un Estado que sólo ve el rédito comercial en la expresión artística.
¿A quien le corresponde revertir aquello?
Mientras existan estas políticas estatales en torno a la educación social y popular, es muy difícil que el cine chileno tenga alguna relación con su pueblo. Pero mientras las instancias sociales no se tomen la facultad de autoformarse, releer su propia historia y dar cuenta de su propio cuerpo, es poco cuanto se puede hablar de desarrollo del cine local: es indivisible el desarrollo educacional del desarrollo del cine nacional. Es extremadamente violento que un muchacho de 16 años no haya visto nunca imágenes de Salvador Allende, que no conozca las filmaciones de Pedro Aguirre Cerda, que no haya visto “El Húsar de la Muerte”. Es violento que conozca más de cine norteamericano que de un tal Antonio Acevedo Hernández. Y es aún más violento que deba ver como otros tienen más posibilidades y pueden entrar a estudiar carreras a las que nunca podrá acceder y deberá conformarse con ser la mano de obra de los apellidos de siempre.
El cine chileno y sus cineastas deben, ante todo, liberarse. Liberarse del estricto poder económico que supedita sus vidas y sus vanidades, y que enceguece los objetivos de un cineasta. Este año no hay películas sobre los dramas del terremoto, la gente sin casa, el movimiento estudiantil, la pobreza, la estafa de los centros comerciales al ciudadano. Sólo la imagen país inofensiva que puede pasar por la televisión abierta un domingo a las 16 horas.
El problema de la educación en Chile es precisamente que el acceso a ella genera hombres libres, y por eso alguien lo impide. Pero hoy, ¿quién puede considerarse verdaderamente libre?
Vamos más allá: ¿Quién hará lo necesario por cambiarlo?