Por: Guillermo Jarpa / 19 de febrero, 2012
Es posible diagnosticar que la tendencia del cine contemporáneo a difuminar los límites institucionalizados entre “ficción” y “documental” – tendencia que en el cine chileno contemporáneo ha tenido gran protagonismo – , responde a la necesidad de desestructurar los discursos oficiales, en un intento por promover una historicidad alegórica, más bien descentrada y provocativa. Aquel movimiento conlleva una reflexión sobre la imagen audiovisual, en tanto dialéctica que enfrenta su estatuto como representación – la verosimilitud de la imagen: la estrategia – con su historia – cómo la imagen representa y de acuerdo a qué condiciones: la táctica. Quiero Entrar (2011), la ópera prima del actor Roberto Farías, expone con lucidez e intencional desgarbo estos modos de comprender la imagen contemporánea: un fantasma que fragmenta la memoria. No obstante, su característica más personal y notable – y que permite el rutilante zigzagueo entre el drama alegórico-documental y la risa cruel – es la interpretación que realiza de los mecanismos opresivos con que la televisión aprovecha las pulsiones de los sujetos, para instalar ideologías acordes a sus lógicas fatalmente modernizadoras. En ese sentido, Quiero Entrar es una película sobre los sueños que la imagen puede arrendar. Nada más ilustrativo que Felipe Avello diciendo, en el estelar de la reina Cecilia Bolocco: “¿y qué pasará mañana con él?”.
No es baladí el hecho de que la película esté dirigida por un actor; lo que se desprende en un primer momento cuando nos enfrentamos a la historia de Eduardo Orellana, es presenciar la de-construcción del método actoral: aquello que divide, relaciona y confronta el acto del sujeto, la figura del actor, y el gesto del personaje. Estas tres dimensiones mantienen su jugueteo a lo largo de la exposición seudoficcional/seudodocumental, gracias a una hábil construcción sintáctica que permite diferenciar entre la pose de Eduardo – aquellos momentos en que describe su deseo de “querer entrar” al mundo de la televisión como animador -, y la memoria de Eduardo – aquellos otros momentos donde su casa se atiborra de fantasmagorías que representan las cargas de una memoria fragmentada que no terminan de consolidarse como proyecto; alegoría política del Chile contemporáneo. Ambos espacios se develan carnavalescamente dantescos, como si la caída al infierno de las imágenes contuviera dos anillos que se miran especularmente, pero no se tocan. Dos caras de una moneda espectacular.
Existe otra imagen que aparece a intervalos, y que, en cierto sentido, marca la diferencia entre una película que se piensa como un experimento audiovisual, y una película que intenta bucear en los límites de la imagen para construir una crítica. Las imágenes de Eduardo en los programas, ficciones y comerciales televisivos adquieren, en la estructura de la película, toda la fuerza de un testimonio trágico, en línea con la idea del poder evocativo-nostálgico de una fotografía: aquí estuve yo, aquí ya no estaré más. La televisión realiza el mismo ejercicio, pero estableciendo un “aquí estuve” masivo, que así y solo así entra al tejido de la memoria: existo por que la televisión me lo permite. No es la idea demonizar la televisión, como lo podría realizar una crítica conservadora de la cultura, sino examinar las lógicas que determinan su cualidad de “bien simbólico”: ahí donde la imagen establece el límite entre lo visible y lo in-visible: la televisión como la puerta que permite la entrada a los sujetos a una modernidad contradictoria, de señuelos y espejos vacíos. Aquel lugar donde todos queremos ser reinas:. Chile es Cecilia Bolocco; todos somos Eduardo Orellana.