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Artículos Especial: Cineastas de la Chile 2: Primera Persona Estudios de Obra

Formas de salir de casa: el archivo como puesta en escena

Por: Catalina Donoso Pinto / 28 de abril, 2015

Formas de salir de casa: el archivo como puesta en escena [1]

Catalina Donoso Pinto

Universidad de Chile

Desde que hace algunas décadas las feministas radicales levantaran como estandarte aquello de que lo personal es político, situando la cuestión del poder también en el espacio doméstico, la separación tajante –además de arbitraria- entre el ámbito de lo público y el de lo privado ha estado en permanente cuestión. Por otra parte, el llamado “giro afectivo” que ha permeado el pensamiento académico de los últimos años, viene a su vez a poner énfasis en el lugar de las emociones como materia privilegiada de conocimiento, y sobre todo a desmantelar estructuras que ubican al componente afectivo en un espacio imaginado como interior. Una de sus principales exponentes, la investigadora australiano-británica Sara Ahmed, cuestiona los modelos que han estudiado las emociones ya sea como un movimiento que va del interior al exterior (“inside out” model of emotions) o del exterior al interior (“outside in” model of emotions), para proponer uno en el que éstas son las que nos permiten crear superficies y límites desde los cuales distinguir dichos espacios. Las emociones no serían, entonces, simplemente algo que “yo” o “nosotros” poseemos, sino que es a través de ellas que estos límites se perfilan y se moldean (10).

En nuestra pequeña parcela local, la discusión en torno a los cruces entre privado y público, personal y colectivo, ha tomado relevancia en los últimos años, debido a la proliferación de los denominados “documentales autobiográficos”, muchos de los cuales se hacen cargo, además, como temática, del pasado político reciente. Ya a fines de los noventa surge lo que Jacqueline Mouesca denomina el “Nuevo documental chileno” (129), caracterizado porque la subjetividad tiene mayor preeminencia que los contenidos o temáticas escogidos por el autor y por la presencia de una visión crítica desde y frente a la cultura (en palabras del director Cristián Leighton, citado en Mouesca 129). En 2010, Constanza Vergara y Michelle Bossy publicaron de manera virtual Documentales autobiográficos chilenos, trabajo de investigación que puede considerarse el primer catastro analítico más exhaustivo acerca de una tendencia que ya se veía clara en el circuito documental nacional: la revisión audiovisual del periodo dictatorial desde una voz personal. Las obras están agrupadas en “relatos del presente”, “retratos familiares” y “trabajos de memoria”. Las autoras afirman que la selección que organiza el corpus, así como la motivación para poner en marcha esta investigación, deriva de la siguiente premisa: “una lectura genérica (es decir, desde el género) era productiva y necesaria. Nos parecía que muchas de las investigaciones y de los libros publicados eran de carácter monográfico o histórico. Nosotras queríamos hacer una lectura que considerara el contexto y que situara la producción, pero también que se interrogara sobre el repertorio formal de un género en particular. (…) De esta manera, nuestra indagación se ha planteado como un intento por describir ciertas tendencias en la producción autobiográfica nacional y, desde allí, analizar y discutir una creciente serie de documentales”. (Vergara y Bossy, “Documentales autobiográficos chilenos”).

Como resulta evidente, de las últimas realizaciones documentales chilenas hay un número no despreciable que se ha constituido como territorio propicio para albergar la tensión entre lo íntimo y lo colectivo, desestabilizando así también los límites del propio documental en cuanto discurso de la verdad o la objetividad. Estos documentales dialogan con el pasado reciente desde la experiencia personal, al mismo tiempo que revisan los cruces e intercambios entre la ficción y el documento. “La palabra yo es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más palpable y por tanto la más honesta, tan infalible como guía y tan severa como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de rodillas” (56) escribe Andrés Di Tella en su artículo “El documental y yo”, citando a Witold Gombrowicz, para reivindicar una inscripción personal del discurso audiovisual documental, su validez y su necesidad.

Alisa Lebow en su introducción a la colección de artículos The Cinema of Me. The Self and Subjectivity in First Person Documentary señala que la designación “film en primera persona” es un modo discursivo: estas películas “hablan” desde el punto de vista articulado del realizador, quien ya reconoce su posición subjetiva (1). Esta “primera persona” puede ser singular o plural. De hecho, muchas veces estas no son películas del “yo”, sino sobre alguien cercano, querido, amado o alguien fascinante, pero incluso en estos casos estas películas nos informan sobre la noción que el realizador tiene de sí mismo. Lebow toma de Jean Luc Nancy la formulación de “singular plural”, en la que el yo individual no existe nunca solo, siempre está acompañado de otro, lo que equivale a decir que ser uno no es nunca ser singular sino plural: el “yo” es siempre social, siempre está puesto en relación, y cuando habla -como lo hacen los directores de estos films en primera persona- el “yo” de la primera persona singular es siempre ontológicamente una primera persona plural, un “nosotros” (3).

Así, los documentales chilenos autobiográficos de la última década, sin duda enfatizan la relevancia de esa voz propia, íntima, que construye y resignifica el espacio de lo público y de la historia escrita con mayúsculas. Discursos audiovisuales que, más bien, instalan la importancia de pensar lo colectivo como un tejido inseparable de la experiencia personal.

Ahora, es importante no desconocer que el fenómeno no es nuevo, hacerse cargo del diálogo entre el documental chileno de los últimos años y una tradición que lo antecede, en un mapa vivo donde los cruces son los que constituyen este territorio fílmico y su historia. Así, por ejemplo, es fundamental mencionar Journal Inachavé (1982) de Marilú Mallet, como una de las piezas cinematográficas pioneras en el ejercicio de poner en tensión la violencia política (encarnada en el exilio), y la experiencia cotidiana (encarnada en la pequeña historia doméstica y emocional de la directora y su familia).

En esta discusión cobra especial relevancia el uso del archivo, dispositivo considerado tradicionalmente como prueba testimonial de los hechos que se presentan. Así, en este tipo de documentales (subjetivos, en primera persona, autobiográficos), que renuncian a las lecturas unívocas o determinantes de la historia, el uso del archivo aparece desafiando su estatuto de verdad absoluta, para utilizarse de manera expresiva, como continente de lecturas no monumentalizantes. La archivación -escribe Derrida- produce, tanto como registra, el acontecimiento (24). El “mal de archivo” al que se refiere Derrida en el título de su libro es la pulsión de muerte que posee todo archivo: “Ciertamente no habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido que no se limita la represión. […] no habría mal de archivo sin la amenaza de esa pulsión de muerte, de agresión, de destrucción. (27)

Siguiendo esta línea de reflexión, al problematizar el archivo como depósito monumental y definitorio de las imágenes, Georges Didi-Huberman, propone que “el archivo suele ser gris, no sólo por el tiempo que pasa, sino también por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y que ha ardido” (17). El archivo sería así un “certificado de presencia” habitado también por múltiples ausencias y silencios, y por lo tanto, vinculado a lo real de un modo que no es directo ni transparente. Según Sven Spieker, el efecto del archivo es de una dispersión radical, una oscilación persistente entre distintos marcos de referencia, entre organización y entropía (184).

En El otro día el material de archivo audiovisual no emerge en su cualidad de documento que da cuenta de lo real extra fílmico, sino que de la obra documental del propio autor, adquiriendo también el carácter de obra en sí mismo. La narración se construye desde la primera persona pero en permanente diálogo con los otros, ya que la premisa del documental es conversar y seguir hasta sus hogares a las personas que tocan el timbre en la casa del director. En este cruce entre lo personal y lo social, el archivo encuentra un terreno productivo para situarse a medio camino entre el discurso probatorio y el imaginativo. Los fragmentos de otros films, utilizados como insertos en el relato, se descuelgan de la voz autobiográfica pero no descansan en ella, y tampoco son individualizados a través de intertítulos como pertenecientes a una obra mayor, y de esa manera, material de archivo. El archivo es aquí también narración, “estar siendo”.

De las dos piezas fílmicas que constituyen este tipo de archivo en el documental de Agüero, Sueños de hielo tiene una aparición recurrente. En los créditos está consignado sólo como “Archivo personal del autor” ya que se trata de material descartado en el corte final (compartiendo así identidad con la breve secuencia en que graba a la madre de su hijo Raimundo, leyéndole un cuento antes de dormir, y desmontando los límites rígidos entre aquello personal y lo que se hace público). Estas apariciones surgen generalmente asociadas a la reconstrucción de una memoria familiar, marcada por la figura de su padre marino. Las imágenes del mar habitado por el hielo, de un barco que lo cruza filmado desde la perspectiva del navegante, de un naufragio, se inmiscuyen en el relato de la voz en off, como ensoñaciones, como visiones de un recuerdo que es también imaginario. En este sentido, la referencia a la película original, Sueños de hielo, se desvanece pero a la vez reaparece para el espectador, como imagen que es velo y revelación al mismo tiempo, o dicho en palabras de Leonor Arfuch “la duplicidad del término pantalla, que es a la vez refracción y veladura” (19). Así, el doble juego de toda imagen mediada por un soporte que la proyecta, se refuerza aquí por la decisión de no identificar la procedencia de la imagen, convirtiendo a este archivo en uno que reniega de su carácter de testimonio de un hecho, para resignificarse en la experiencia subjetiva del narrador (su padre era marino y su hermano gemelo fue torturado por marinos después del Golpe Militar), pero tampoco pertenece enteramente a ésta. Su procedencia no deja por ello de existir, sino que se transforma en una referencia tácita que lo ubica en un territorio indeterminado, en el que la imagen va y viene de lo privado a lo público, de la ficción al documento.

En su artículo “Estrategias para (no) olvidar: notas sobre dos documentales chilenos de la post-dictadura” Elizabeth Ramírez analiza dos filmes que pueden catalogarse como autobiográficos: La quemadura (2009) de René Ballesteros y Remitente: una carta visual (2008) de Tiziana Panizza. Señala Ramírez: “lejos de la grandilocuencia y de los discursos militantes, adopta, desde la esfera privada, diversas estrategias audiovisuales para reflexionar sobre la memoria y su fragilidad y evocar el trauma cultural de la dictadura”. En su artículo -uno de los primeros de la crítica nacional que aborda este asunto- puede asumirse el reconocimiento de una tendencia, una búsqueda que no es aislada por validar la memoria individual como clave legítima desde donde leer el pasado: “Este tipo de narración, en el cual podemos localizar los documentales de Panizza y Ballesteros, se opone a la autobiografía tradicional ya que no solo se centra en la vida de un individuo en particular, sino que, al contrario, busca recorrer las interconexiones entre lo personal y lo público” (51). Así, Ramírez, enfatiza este cruce entre lo íntimo y lo colectivo, que además permite pensar lo político desde un marco menos rígido, y por el contrario, analizar la historia política del país, en su dimensión más cotidiana y omnipresente.

En Remitente: una carta visual, quiero destacar el uso de metraje encontrado (found footage), en el que re-significa fragmentos visuales de otros, apropiándoselos al incluirlos en sus propios recuerdos, a través de una narración en primera persona y una banda sonora particular, revelando de este modo el estatus de “documento” en el contexto contemporáneo. Panizza recupera imágenes que han sido descartadas, para exponerlas en su documental engarzadas unas con otras en una suerte de relato no unificado pero coherente, donde su voz y su propia memoria articulan el discurso que las hermana. Sobre esto reflexiona de manera explícita en Al final: la última carta. Son imágenes de otros pero propias al mismo tiempo, sus recuerdos atesorados florecen ante la mirada de estos otros, abandonados, hoy parte de nuestra memoria de espectadores. Este gesto ha sido leído también como uno político, que desafía los límites de la individualidad, para poner en evidencia los cruces de las subjetividades y nuestra construcción como sujetos en virtud del encuentro con otros sujetos y con sus producciones simbólicas.

Así, es en este cruce entre lo personal y lo colectivo, donde la memoria articula los fragmentos y surge a nuestro juicio, el espacio de lo político: este giro autobiográfico produce una mirada intimista a la política y a la historia oficial, pero al mismo tiempo, produce una politización de lo personal, lo íntimo y lo privado: en esta articulación de la memoria estas esferas no están separadas, sino que forman parte de la construcción de la subjetividad. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las manifestaciones callejeras filmadas para Remitente y Dear Nonna, en las que los tejidos de la historia individual y los hechos sociales, son hilos de la misma madeja.

En Genoveva asistimos a una reapropiación evidente del material de archivo. Las fotografías que representan, primero a su abuela y luego a figuras asociadas al mundo mapuche, son señuelos esquivos que la llevarán hipotéticamente a dar con la identidad de su antecesora. Sobre esto dos cuestiones: ya desde el inicio la fotografía de Genoveva, único objeto visual del que dispone para iniciar la búsqueda, es elusivo, ni siquiera sabe a ciencia cierta si corresponde a una imagen de ella o no. Como archivo encarna su propia falibilidad, sus porosidades, su inestabilidad. El archivo necesita de un  interpretante para cobrar sentido y esa característica lo vuelve vacilante. En segundo lugar, el traslado desde esa instantánea hacia otras imágenes de mujeres mapuche -una ataviada con su traje típico y posando para un lente que busca delimitarla como sujeto cultural, la otra en plena transculturación transeúnte, moviéndose por la capital con sus rasgos indígenas y la vestimenta de la época- subraya las transiciones entre espacios de intimidad familiar y su carga como documento social. La historia de Genoveva es la historia de la familia Villagrán, pero es también la del pueblo mapuche, y esta última es fundamental para develar la de la desaparición simbólica de la bisabuela de la directora. Lo que hace Castillo con estas ambigüedades, estos vacíos, estos cruces entre ámbitos de lo social es recrear el archivo. A través de la puesta en escena de las fotografías, busca no tanto cuestionar su veracidad como invitar a su relectura, a resemantizarlas críticamente en un acto performativo que devela su construcción. Vemos a Anita Thijoux posando, siendo corregida, articulada, ensamblada para componer la escena. Estas secuencias constituyen una apropiación personal del material documental, pero para devolverle su carga cultural y social.

En definitiva, estos tres documentales, aquí brevemente analizados desde sus posiciones éticas y estéticas en relación al uso del archivo, se suman como propuestas discursivas que ponen en tensión la demarcación tajante que separa la experiencia íntima de su inscripción en lo social, revisando al mismo tiempo el estatuto de lo político como gran discurso cerrado y vociferante.

Fuentes citadas

Ahmed, Sara. The cultural politics of emotion. New York: Routledge, 2004.

Arfuch, Leonor. “Ver el  mundo con otros ojos. Poderes y paradojas de la imagen en la

sociedad global”. Visualidades sin fin. Imagen y diseño en la sociedad global. Leonor Arfuch y Verónica Devalle (comp). Buenos Aires: Prometeo, 2009. (15-39)

Derrida, Jacques. Mal de archivo. Trad. Francisco Vidarte Fernández. Madrid: Editorial Trotta, 1997.

Di Tella, Andrés. “El documental y yo”. El cine de lo real. Labaki, Amir y María Dora Mourão (comps.). Buenos Aires: Colihue, 2011.

Didi-Huberman, Georges. Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2013.

Lebow, Alisa. (Ed.) The Cinema of Me. The Self and Subjectivity in First Person Documentary. London and New York: Wallflower Press, 2012.

Mouesca, Jacqueline. El documental chileno. Santiago: Lom Ediciones, 2005.

Ramírez, Elizabeth. “Estrategias para (no) olvidar”. Aiesthesis Nº47. Santiago: 2010.

Spieker, Sven. The Big Archive. Art from Bureaucracy. Cambridge and London: The MIT Press, 2008.

Vergara, Constanza y Michelle Bossy. “Documentales autobiográficos chilenos”. Web.

http://www.documentalesautobiograficos.cl/. 26 de marzo de 2014.


[1] Algunas de las ideas desarrolladas en este trabajo tienen su origen en dos proyectos en colaboración con Valeria de los Ríos (Pontificia Universidad Católica de Chile): un artículo sobre el documental chileno contemporáneo y un libro (pronto a publicarse) sobre la obra fílmica de Ignacio Agüero.

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