Por: Luis Horta / 30 de Septiembre, 2015
En Salta, Argentina, Antonio Zulueta intenta registrar obsesivamente avistamientos de OVNIS. Con su pequeña cámara de video recoge testimonios de pobladores y graba entre los cerros de día y de noche, con el objetivo de encontrar respuesta a fenómenos paranormales que él mismo ha experimentado. Esta tarea la hace junto a sus hijos, a quienes enseña con esmero las pautas que él mismo emplea para las grabaciones, entendiendo que a su avanzada edad, tendrán que ser ellos quienes prolonguen esta búsqueda.
Sin embargo, “Al Centro de la Tierra” no es una película sobre OVNIS ni sobre fenómenos extraterrestres. Se trata más bien de una película tremendamente racional sobre la posibilidad de encontrar sujetos que creen en algo en un mundo contemporáneo condicionado por la imagen. El plano inicial de la película es precisamente una estampita de Jesús pegado en una pared, reflexión visual que avanza progresivamente a lo largo de la película, la cual ya no es sobre el mesianismo, sino sobre la posibilidad de entregarse a la utopía cotidiana. La filosofía de barrio y la sensatez pueblerina interactúan con la delicadeza del paisaje que parece proyectarse en los lacónicos rostros campesinos, lo cual dialoga -sino tensiona- con la música del chileno Jorge Arriagada.
La película cuenta con tres peregrinajes claramente definidos, y que parecen estar instalados en forma de espiral ascendente. El primero ocurre en el interior del mundo de Zulueta, quien recorre su poblado recopilando testimonios y registrando la geografía del lugar en su pequeña cámara. El segundo peregrinaje es un viaje a Buenos Aires, donde tiene un choque con la racionalidad cuando el experto Fabio Zerpa cuestiona que los registros correspondan a avistamientos de extraterrestres: «pueden ser los norteamericanos», recalca ante la mirada furibunda y lacónica de Zulueta, quien le muestra su películas domésticas que son presentadas con los créditos iniciales de “no profesionales pero reales”, gesto de modestia que se ve minimizado con la “otra posibilidad”: aquella que su vida esté fundamentada en un absurdo. Esta tesis la desecha prontamente, intercambiándola por una nueva utopía emanada desde su núcleo íntimo, a partir de la propuesta realizada por un amigo que comprarte su afición, con el objetivo de emprender una exploración al lugar de los avistamientos en busca de un supuesto portal, lugar por donde ingresan los platos voladores hacia otro lugar desconocido. Un tercer peregrinaje es la exploración a las montañas, donde choca violentamente la modernidad con la artesanía: mientras su amigo llega con tecnología científica de primer nivel, Zulueta solo carga con una brújula, unas galletas y su cámara de video. Ambos amigos terminan por separarse, y posiblemente no encuentran más que la geografía delirante que deviene en la soledad de los sujetos en el mundo contemporáneo.
La sencillez del relato es el contrapunto con la hondura de una propuesta narrativa provocadora, a medio camino entre la ficción y el documental, indeterminación que juega a favor del constructo. Mientras están grabando, uno de los hijos de Zulueta contraviene las órdenes de su padre y en vez de hacer tomas de los cerros, direcciona la cámara hacia los ojos de un soñador empecinado. Su mirada sobrecoge al niño, quien luego la vuelve a revisar mientras su padre se encuentra en la aventura más delirante. Pero para el niño basta la mirada de su padre convertida en imagen, satisfaciendo con ello el deseo de comunidad, de amor fraternal entre integrantes de un núcleo masculino que deben sobreponerse a su propia vida y dignificarla con una actividad tan irracional como digna, al ser la expresión del amateurismo propiamente tal: hacer una actividad por amor y no por obligación.
El paisaje constituye un espesor amargo y ambiguo, convertido en la imagen videográfica que, por omisión, se transforma ya no en el registro de seres extraterrestres, sino de seres terrestres obsesionados por creer en algo. Zulueta nunca encuentra el portal, pero la caminata lo hace distanciarse con su amigo y compinche, lo hace dudar, lo hace encontrar otras “pruebas”, lo hace estar a solas consigo mismo y sus delirios. Mientras realiza un recorrido por la soledad, los niños quieren encontrar a un padre extravagante, pero que aún así se ha encargado de criarlos ante la ausencia de una madre.Un retrato de nuestra comunidad contemporánea, que se embriaga en la búsqueda de una realidad ensimismada en la imagen, mientras que la posibilidad de un otro se agota en el archivo reproducible permanentemente ante la ausencia del sujeto.