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Existencialismo en Bergman; “el Infierno son los Otros”.

Por: Valentina Ávila Durán / 17 de Octubre, 2015

Habitualmente escuchamos que a Ingmar Bergman se le considera un cineasta existencialista, no obstante no solemos hacernos cargo de dicha afirmación mucho más allá de creerlo existencialista porque trata temas propios de la existencia humana o por su gran capacidad de recrear los conflictos humanos, reflejando así nuestra propia naturaleza emocional. Sin embargo, es posible especificar nuestra perspectiva y proponer una línea de lectura de algunas de sus películas en base al existencialismo desarrollado por Jean-Paul Sartre.

En cuanto al lenguaje de sus personajes Bergman nos pone frente a cierta ambigüedad, pues en varias ocasiones nos damos cuenta de que no hay una correlación entre lo que el personaje efectivamente dice y lo que en realidad quiere decir, y es en ese contexto en donde factores como la gestualidad, los rostros y las voces cobran vital importancia. A su vez, esto ya nos da señas del tipo de personalidad que los caracteriza, en donde, como espectadores, se nos demanda interpretación para poder comprender un tipo de comunicación sin palabras o con palabras ambiguas. Un ejemplo de esto es lo que señala Eva a su madre en «Sonata Otoñal» (1978): «lo peor era que sonreías cuando estabas enfadada. Cuando odiabas a papá le llamabas “mi querido amigo”, cuando estabas harta de mí yo era “mi querida niña”.»

Por otra parte, y para adentrarnos en las relaciones entre ambos, cabe considerar que para Sartre la sentencia “el infierno son los otros” significa que en todo conocimiento que podamos tener de nosotros mismos y en todo juicio de nosotros que podamos emitir, siempre estará presente el juicio de los otros como algo de lo que no se puede realmente escapar. Esto queda claro en su obra de teatro «A Puerta Cerrada» (1944), en donde Sartre ofrece una historia construida por tres personajes muertos -Garcín, Inés y Estelle- que entre sí no se conocen y que se ven obligados a convivir en la misma habitación. Sin entender por qué han sido puestos ahí, los tres resultan alternadamente afectados por la presencia de los demás en donde no importa realmente lo que hagan o no, el resultado es el mismo: no pueden deshacerse de los otros, no pueden impedir que ellos existan, su presencia es imposible de ignorar. Esto mismo supone ya el impedimento de un ensimismamiento o introspección real, pues, de hecho, para Sartre la existencia es un completo volcamiento hacia el exterior. Garcín es un ejemplo de dicha imposibilidad: “Es sencillísimo. Será así: cada uno en su rincón; es la farsa. Usted ahí, usted ahí y yo aquí. Y silencio. Ni una palabra… no es difícil, ¿no es cierto?: cada uno de nosotros tiene bastante que hacer consigo mismo. Creo que podría quedarme diez mil años sin hablar.” Si realizamos una comparación con «Persona» (1966), vemos que allí surge una dinámica similar entre la actriz (Elisabet) y la enfermera (Alma), pues aunque Elisabet permanece siempre sin hablar, es precisamente ella quien se convierte en un tormento para Alma desde el momento en que esta última se entera de que los secretos que le ha compartido tan íntimamente a la actriz -antes de esta revelación prácticamente no existían- han sido expuestos y ella se siente parte de una burla. En palabras de Inés (A Puerta Cerrada) este tipo de revelación de secretos implica quedar “desnudos como gusanos”, es decir, en un estado de existencia bruta.

El tema de la vergüenza y la objetivación -extensamente tratados por Sartre- se ven aquí presentes: Alma se descontrola porque se siente objetivada por Elisabet, siente que ésta la ha puesto en un escenario tal que sus posibilidades han sido abruptamente interrumpidas, es decir, en esta relación intersubjetiva Elisabet actúa como sujeto y Alma como objeto. Así, la enfermera es víctima de un enorme sentimiento de vergüenza que, aunque sea un sentimiento que se padece íntimamente, no es originalmente un fenómeno reflexivo, es decir, se trata de una vergüenza ante alguien, y en su caso la penetrante y silenciosa presencia de Elisabet representa también la permanente posibilidad de un juicio que la categorice y objetive. Una cosa queda clara: el silencio no es la salvación de nadie.

“¡Ah, olvidar! ¡Qué chiquillada! Lo siento a usted hasta en los huesos. Su silencio me grita en las orejas. Puede coserse la boca, puede cortarse la lengua, ¿eso le impedirá existir? ¿Detendrá su pensamiento? Lo oigo, hace tic tac como un despertador y sé que usted oye el mío. Es inútil que se arrincone en su canapé, está usted en todas partes; los sonidos me llegan manchados porque usted los ha oído al pasar. Hasta el rostro me ha robado: usted lo conoce y yo no lo conozco.” (Inés en A Puerta Cerrada).

En el caso de «Sonata Otoñal» tenemos a una madre y a una hija cuyo reencuentro se caracteriza por una relación completamente protocolar y superficial. Ambas intentan complacer a la otra para llenar un vacío de siete años de incomunicación y para disimular la enorme carencia afectiva que las ha perjudicado a las dos. Charlotte, la madre, que dedicó su vida entera a su carrera como pianista y se desligó tempranamente de su rol maternal, es ahora incapaz de acercarse a sus hijas sin sentir culpa. Las llena de excesos (cumplidos, amabilidades, regalos, lujos, cortesía) en un desesperado intento de calmar su culpa y de suplir su dolorosa ausencia. Eva, la mayor de las hijas, se esfuerza sobremanera por atender a su madre, por quien siempre se sintió juzgada. En el fondo, Eva guarda el enorme rencor de haber tenido que cumplir el rol de su madre, y no logra superar que desde niña se sintió humillada, objetivada y menospreciada -aunque sutilmente, cortésmente o, como ella misma dice, “en el nombre del amor”- por Charlotte; siempre sintió el dolor de sentirse ignorada por quien ella más admiraba. La admiración de Eva por su madre la llevó a querer ser como ella y a actuar como ella, mermando completamente las bases de su propia identidad para así conseguir aceptación. Esta insostenible relación deriva en un intenso desahogo por ambas partes en donde nos queda claro que las dos sintieron permanentemente el juicio de la otra sobre sí.

En este contexto podemos tomar en cuenta la exposición de Sartre en lo que concierne a la mirada como juicio, en donde un individuo es mediado por otro al momento de ser juzgado. Lo relevante de la mirada es precisamente que ella nos constituye, nos revela algo propio que somos, y para Charlotte y su círculo de culpas la mirada de Eva resultó decisiva; la madre pudo ser una buena madre, pudo disimular con todos sus excesos, pero en el fondo ambas sabían que la mirada de Eva representaba la verdad que Charlotte no quería enfrentar: que era una lisiada emocional, experta en los sentimientos de la interpretación de una partitura pero completamente incapaz de sentir amor de madre. El juicio de Eva saca a la luz el miedo existencial de su madre, quien a su vez padeció las mismas carencias desde su infancia, no obstante la mirada de Charlotte también le pesó a Eva pues desde niña creyó que su madre la juzgaba -aunque en realidad era el efecto de no saber quererla- y no se conformaba con quien ella era. Para Charlotte en cuanto madre el infierno es Eva porque siempre que pretenda decir cualquier cosa sobre ella como madre estará su hija presente en su propia opinión, recordándole que lo único que siempre dejó fue su ausencia. Sartreanamente hablando agregaríamos que no sólo se trata de una exposición de un aspecto de la madre ante otros, sino que quien es juzgado experimenta un reconocimiento en aquello que se le atribuye; Charlotte no puede negar sus carencias.

Este tipo de relaciones tortuosas son las que sostienen los personajes de Bergman, en donde la existencia es algo siempre afectado por los otros en un ámbito externo, en la experiencia con los demás, en la objetivación entre yo y los demás (lo mismo podríamos observar en otros personajes, como por ejemplo, las hermanas Anna y Ester de El Silencio). Esto marca una radical distinción con la fenomenología trascendental de Edmund Husserl según la cual es el sujeto quien otorga pleno sentido a lo demás, el sujeto se limita a asimilar todo lo demás como si él mismo estuviese dotado de una especie de inmunidad. En Sartre “todo está fuera, todo, inclusive nosotros mismos: fuera, en el mundo, entre los demás.”

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