Por: Carlos Molina / 08 de septiembre, 2013
¿Cómo poder continuar la vida luego de la muerte de un ser querido?, ¿cómo recordar a esa persona, pero a la vez no quedar entrampado en un eterno dolor o duelo?
Todas ellas son preguntas que probablemente el ser humano se hizo desde que tiene una conciencia más desarrollada de sí mismo. Las respuestas las encontró en los ritos funerarios, y la conexión trascendente con los dioses y deidades, que le permiten en general, hasta el día de hoy, hacer más llevadera la pérdida, resignificarla, muchas veces con la promesa de un encuentro en otra dimensión de la existencia.
Y ahí uno de los hechos primordiales es tener el cuerpo. Al cuerpo se le prepara, se le rinde honores, para finamente enterrarlo. Es la certeza de la muerte, lo que queda en este mundo, y al mismo tiempo da la tranquilidad, dependiendo de las tradiciones, de visitarlo, de mantener un vínculo. Y a partir de ello es que la pérdida se convierte en algo más llevadero, cerrando poco a poco el ciclo. ¿Pero qué ocurre cuando alguna de estas condiciones no se cumple? ¿puede hablarse de un real duelo y tranquilidad?
Es precisamente la ausencia del cuerpo lo que hace aún más doloroso el hecho de una muerte segura en el caso de los detenidos desaparecidos. Los familiares tienen la certeza que existieron, que fueron detenidos, que llegaron a centros de detención, pero de ahí en más nada es certeza, sólo la muerte, la que alguna vez fue esperanza.
Aquello es lo que puede verse aparecer cada tanto en los testimonios de las mujeres que son entrevistadas en “Recado de Chile”. A pesar de que fueron detenidos, y que se intuye lo que puedo haberles ocurrido, ellas mantienen la esperanza que los encontrarán, que algún día retomarán su vida donde la dejaron.
El tiempo transcurrido era considerable en la mayor parte de los casos, pero constituía certeza de nada, sobre todo considerando que algunas personas habían sido detenidas, pasando varias semanas sin saberse de ellos, hasta que volvían a aparecer, lastimados, mermados, pero vivos. Alegría que también a veces duraba muy poco, ya que eran detenidos nuevamente, pero ahora ya no regresarían.
Visto ahora, dicha esperaza no puede menos que resultar conmovedora. Hoy a todas esas mujeres y familiares, los que no fallecieron en la espera o encontraron a sus seres queridos, sólo les queda el recuerdo, los objetos, las fotografías de sus hijos, hijas, padres, esposos, compañeros. Esas son las cosas materiales que atestiguan que estuvieron, que vivieron. Hablan de una presencia.
Y quizás ahí es donde la fotografía cobra un sentido profundamente ligado al origen de la representación, a esa presencia de la ausencia, de dejar algo que trascienda al cuerpo físico. Aquellas fotografías, suerte de íconos de su búsqueda, constituyen, en muchos casos, la única imagen existente de ellos. Son fotografías del carnet de identidad, lo que también habla de su origen social, evidenciando que el poder tomarse una foto no estaba al alcance de todos.
Aquellas fotografías pusieron una cara a ese nombre, humanizándolo. No es lo mismo ver un conjunto de nombres, que podrían ser frívolamente reducidos a un número, que ver un rostro, que ya nos posiciona frente a una persona, y sugiere todo lo que a ella puede estar ligado. Se convierten en el vestigio más fuerte de su presencia, por eso la fuerza de aquel momento en otro documental, “La ciudad de los fotógrafos”[1], cuando Claudio Pérez va en busca de alguna fotografía de un detenido desaparecido, justamente para ello. En cierto modo “restituye” su humanidad, lo dignifica.
Desde luego, aunque decirlo es mucho más fácil que hacerlo, sobre todo cuando no se está en su situación, aquellas mujeres seguían, y debieron continuar con su vida. Había hijos, amigos, todo un entono que también las necesitaba. La espera quizás se vuelve un hecho más personal, como una forma de hacer todo más llevadero. El grupo de pares, como se ve, resulta fundamental. Fundamental para el apoyo mutuo, para la denuncia, para que la sociedad no olvide.
Y en medio de todo ello queda la esperanza, ahora de poder encontrar los cuerpos, de darles la despedida que consideran les corresponde. Y ahí es cuando, cada tanto, aparece algún cuerpo que despierta la ilusión de todas, pero que sólo cierra el duelo de una.
Aunque a veces ni siquiera eso, ya que afloran sólo restos de aquellos que estuvieron, pequeños huesos, lo que “olvidó” el “retiro de televisores[2]”, como aquella mujer que encuentra el pie y partes del cráneo de su hermano, en “Nostalgia de la Luz”[3]. Aquel no es el cuerpo completo, pero es algo de él, tiene un peso para ella, un valor, es conciente ya de que ha fallecido, lo que da cuenta de todas las emociones que se involucran en una interminable búsqueda que al fin da un pequeño resultado.
Todo aquello evita el olvido, hace patente, presente, esa ausencia, trayéndola a nosotros, y evidencia una de las “deudas” más importantes, sino la más grande, que mantiene el Estado desde el término de la dictadura.
Dependerá, en unos años más, de las nuevas generaciones el mantener vivas esas ausencias, cuando aquellas mujeres ya no estén. Y cabe preguntarse que rol ha de jugar el cine frente a ello, considerando que es presencia de la ausencia también, memoria al fin.
[1] La Ciudad de los Fotógrafos, Sebastián Moreno, 2006.
[2] La “Operación Remoción de Televisores” fue una acción ordenada por Augusto Pinochet destinada a desenterrar los cuerpos de ejecutados políticos para hacerlos desaparecer, incinerándolos o bien lanzándolos al mar. Se inició en 1978, luego del hallazgo, ese mismo año, de 15 cuerpos en los Hornos de Lonquén.
[3] Nostalgia de la Luz, Patricio Guzmán, 2010.