Por: Monserrat Ovalle Carvajal / 17 de Octubre, 2015
Una vez me dijeron que las mejores películas infantiles son aquellas que en el fondo son para adultos, pero se disfrazan de películas para niños. Recuerdo que cuando escuché eso, asentí. Sin embargo después de pensarlo mejor llegué a la conclusión de que las mejores películas infantiles son aquellas capaces de hacer renacer a nuestro niño interno, aquellas que nos hacen emocionarnos como cuando eramos pequeños y lo más importante era reír apretándose la güata.
Las películas de Hayao Miyazaki son de ese tipo, nos hacen mirar el cine con ojos de asombro descubriendo en cada detalle alguna moraleja o metáfora para la cual nunca se está demasiado grande. Cada personaje es un mundo, los villanos no son completamente malos ni las heroínas demasiado perfectas. Cada personaje recorre un camino para ser mejor que sí mismo, invitándonos a caminar con él. Chihiro, Sophie, Kiki, Mononoke, Ponyo… comienzan de una manera y van creciendo con las experiencias que van viviendo en cada momento. Al final ni siquiera hay un final, porque Miyazaki deja la puerta abierta para que estas niñas sigan creciendo ya que en el fondo se representan como seres imperfectos que deben seguir cambiando, como las estaciones, como nosotros mismos.
Hayao Miyazaki ha logrado mostrar y difundir la cultura japonesa de una manera majestuosa en varios sentidos, ya que cada matiz de sus películas conlleva un significado oriental, desde los dibujos, los personajes, las historias, los lugares. Es difícil no impactarse ante la belleza de las imágenes proyectadas, tanto como no dejarse llevar por las conmovedoras historias que nos narran. Hay una película para cada gusto, “La princesa Mononoke” (1997) trata sobre temas medioambientales y políticos, “Ponyo” (2008) es ideal para niños pequeños, “El castillo ambulante” (2004) nos habla sobre el amor propio, “El viaje de Chihiro” (2003) nos muestra el paso de la adolescencia a la juventud y la autonomía que conlleva, “Mi vecino Totoro” (1988) nos da las pistas para no perder la capacidad de imaginar. Y así dentro de cada historia hay más historias pequeñas, cada una con su distinto punto de vista. Las obras cinematográficas de Miyazaki terminan por ser perfectas, como un círculo sin cabos sueltos, donde existe la riqueza visual, sonora y narrativa.
Gracias al director japonés podemos volver a ser, por un par de horas, niños de nuevo.