Por: Vittorio Farfán / 08 de abril, 2015
Sería gratuito decir que Sebadilla sólo hace “películas de mierda”, en un país donde la gente ocupa demasiadas horas jugando Candy Crush. Donde ciertas personas ven como único lugar para acceder al cine a las salas comerciales de los malls. Donde, de alguna forma, ver cine es la actividad familiar recreativa que va acompañada de comer ese pollo frito con marca de Gobernador, traje blanco y aires de Ku Klux Klan. Luego, sentarse en una refrescante sala de cine con una bolsa de cabritas que cuesta diez veces más que su verdadero valor. De alguna forma prejuiciosa, el público que frecuenta esta actividad va a ver un tipo de cine al lugar donde quieren estar. Podrían escapar de su realidad, inculcar a sus hijos hacia donde tienen que ir para “dejar atrás toda la chusma”. ¿Es ahí adonde apunta el cine de los hermanos Badilla?
Al parecer, es ofensivo para los realizadores nacionales e intelectuales locales usar los códigos americanos para hacer cine comercial, dado el tipo de crítica que generalmente se lanza sobre estas películas. Pero, en algún grado, parte importante del cine chileno que cree ser beneplácito con su público, no dista mucho de la creación de personajes arquetípicos, presentando sujetos insertos –sino adscitos- a un modelo neoliberal. Un personaje ya amargo en su individualismo, que vive resignado a lo que le da la sociedad, egoísta en manejar sus relaciones y que solo quiere una mujer que cumpla cierto cánon para poder ser no solo aceptado, sino que ganar a los demás y así sentarse a comer su felicidad envasada. Después de este clásico viaje metafísico que es la historia de una película -ramplón o complejo, depende el caso-, el personaje rectifica su conducta y visión de vida, el cual generalmente termina siendo una parábola neoliberal y amarilla: “endéudate de acuerdo a lo que puedas pagar” y termina el viaje. La diferencia que existe en las películas de los hermanos Badilla es que hacen un tipo de cine con elementos habituales de un producto, construyendo guiones con convencionalismos americanos conocidos.
Una obra cinematográfica busca generalmente un tipo de empatía hacia determinado público, incluso aquellas que lo niegan, dando la sensación que un segmento se sentirá identificado con lo expuesto, ya sea como partícipe intelectual, en su sensibilidad o desde su cosmovisión de la realidad. Eso hace ser extraño al cine de Sebadilla, ya que un punto a considerar, siendo éste una autoafirmada copia sudaca del edén hollywoodense, es la manera en que se relaciona con un tipo de público que se siente sincronizado con las ideas exhibidas, presentandose un espacio de identificación en la manera de mirar hacia la tierra de Bruce Springsteen, posiblemente opuesto a quien mira hacia el cine chileno “de autor”. Lo extraño en esta relación es el publico que adscibe en masa a este tipo de películas con favorable respuesta según los índices objetivos de audiencia, aunque tampoco para ser considerado un “éxito” según la crítica. De alguna forma ¿Quién va a ver estas películas si no se siente un grado de identificación?
Ese parafraseo que se mal acostumbra llamar “público promedio”, le es más interesante a Sebadilla que una búsqueda introspectiva de un “Chile profundo”, y que si buscan otros cineastas de manera muy distante. El Chile de Sebadilla es el que algunos sueñan en los matinales de televisión, que aparece con olor a pan en el desayuno: inofensivo y divertido, donde toda la comunidad juega a actuar, donde ocurren chascarrillos divertidos que no ofenden a nadie.
El cine de Sebadilla es honesto con esa realidad construida e idealizada, a diferencia de otras películas con aires populares que confunden ir a comer hot-dogs a una bomba de bencina como “una picada”. De alguna forma, el cine de los hermanos Badilla es como un patio de comidas rápidas, pero sin una gran franquicia internacional detrás. Sería como “yappy dog”, “fut pizza”, “lomitelerex”, una copia local igualmente aceptada, donde las cajeras están sumidas en el aburrimiento mirando como pierden su tiempo a cambio de un sueldo mínimo. El dueño de ese lugar, con aires de terrateniente, juega con las muchas-pocas ambiciones de una comunidad abdandonada, construida en el prejucio y en la imagen banal.