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¿Qué destapa El destapador? Apuntes sobre el cine, la política y el cuerpo

“La política empieza en tu propio cuerpo” decía un rayado con spray en una farmacia del sur de Santiago. La consigna debe haber durado muy poco en el muro de ese lugar. Yo recuerdo haberla leído hace casi un año, y entonces entendí que la lectura de la política que ese pensamiento proponía, escrito en un local donde se venden productos que prometen la salud y la higiene, revelaba la comprensión de otras formas de dominación, diferentes de la violencia explícita de los femicidios, el desempleo y los lumazos policiales. Formas de dominación más sutiles, podría pensarse, como las regulaciones de los cuerpos (y, por lo tanto, de los comportamientos) por parte de la industria farmacéutica y las instituciones de la salud, que generalmente no se cuestionan como asuntos políticos, sino en términos de gestión o de colusión. Formas que trasladan el modo de pensar lo político desde las instituciones al “propio cuerpo” que apelaba ese rayado.

En alguna medida, El destapador (2012, 20 min) de Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda parte de esta misma idea: la de expandir el terreno de pensabilidad de la política hacia los cuerpos, problematizando también los espacios de relaciones sociales, los modos de resistencia y las posibles representaciones.

Sobre el cine de Sepúlveda y Adriazola (El pejesapo, Mitómana, Aztlán) se ha escrito bastante[1]. Sin duda han iniciado una ruptura en el conservador y muchas veces reaccionario campo del cine chileno contemporáneo. Pero, asimismo, hay ciertas ideas en las numerosas críticas y estudios de su obra, que parecen recorrer solo la superficie de sus producciones. Se dice que es un cine que habla de los márgenes de la sociedad, de los sujetos excluidos, de la imposibilidad de surgir. Que es un cine “antisocial” más que “social”, como el Festival que ellos mismos organizan. Que está en los márgenes de una industria audiovisual que todos ponen en duda. Incluso, se dice que Raúl Ruiz[2], tras ver El pejesapo en alguna ciudad europea, habría afirmado que se trataba del “único cine de vanguardia en Chile en ese momento” y que “tal vez Sepúlveda no era consciente del valor cinematográfico de su cine, porque le importaba más su función política”.

Pero, ¿cuáles son los márgenes de la sociedad?, ¿qué hace a un sujeto estar excluido?, ¿de qué se encuentra privado Daniel SS o los cuatro personajes que habitan la casa okupa en El destapador? Y volviendo a la opinión que se atribuye a Ruiz, una vieja pero siempre necesaria pregunta sobre las vanguardias: ¿qué hace político al cine político?, ¿la reflexión, la explicitud, la novedad?, ¿el discurso incendiario, el ensalzamiento de un líder, el retrato de las masas populares?

No pretendo dar respuesta a estas cuestiones. Sólo las traigo a colación porque deberían ser preguntas constantes en la reflexión del obligatorio nudo cine-política.

Antes de continuar, quizás haya que decir algunas cosas más precisas sobre El destapador. La primera versión que tuve ocasión de ver era bastante diferente de este corte final. Fue pre-estrenada en 2010 en la Universidad de Chile, para la quinta versión del FECISO, en el marco de una tanda titulada “Nuevas narrativas”, junto a Señales de ruta de Tevo Díaz. En esa instancia, la película fue presentada por Luis Mora[3], profesor de la Universidad ARCIS, a partir de un texto sobre conflicto y contradicción, que valoraba la obra por su estructura exploratoria y no normativa, lo que podía conseguirse solo desde el alejamiento de la tradición narrativa agonal.

Esta estructura de búsqueda, de preguntas y no de respuestas, de contradicciones que no se resuelven con el triunfo de una postura sobre otra, está también presente, por lo menos, en los cortos Aztlán (2009, 25 min), Vasnia (2007, 30 min) y Mano armada (2002, 21 min), y los largometrajes El pejesapo (2007, 98 min) y Mitómana (2009, 100 min). Esta perspectiva interrogatoria abre un tipo de relación distinta entre el espectador y la obra. Las películas de esta dupla, lejos de pretender la enseñanza de una posición moral, exponen unos personajes y unas situaciones que generan muchas más dudas que certezas. Se dicen que son cintas “incómodas”, pero eso es cierto, precisamente, en relación al cine dominante. De alguna manera, apelan al sentido crítico de los espectadores, en el sentido de que buscan la reflexión: el acto del individuo de volverse sobre sí mismo. Y aquello se traduce finalmente en una acción política, más importante que la visibilización de los barrios marginales y los “problemas sociales” como el narcotráfico y la violencia de género.

El destapador es un concentrado de preguntas sobre los modos de relación de las personas y los cuerpos, siempre en la tensión de las posiciones dominantes y las resistencias. Dos mujeres y dos hombres habitan una casa okupada. Dos mujeres, en alguna medida, opuestas. Una joven lesbiana y una adulta homofóbica. Dos hombres, en la misma medida, menos opuestos. Uno –que parece tener más antigüedad en la casa- se atraviesa ganchos en la piel para colgarse y quedar suspendido en el aire, otro –que reconoce la soledad como problema existencial- le extrae sangre con una jeringa para intentar venderla. Todos conviven en una antigua casona y cada uno parece tener su propia forma de ver y afrontar esa circunstancia, lo que expresa diferentes posiciones, que chocan, que producen problemas. El compromiso y la soledad. La cámara recorre el interior del espacio. Siempre es subjetiva pero no tanto en el sentido de que represente a un personaje, como en el hecho de que en su movilidad nunca vacila, siempre sabe hacia dónde ir, sabe qué mostrar. Tiene un punto de vista que no es la preferencia por el discurso de un personaje sobre otro, sino precisamente la contradicción de las posturas. Un guardia tapa el lente con su mano, en una escena que nos recuerda mucho la del Registro Civil en Aztlán. El banco de sangre al que llegan es el resumen de la institución, una sinécdoque del Estado. Protocolo, norma y regulación. “No puede grabar acá”. “¿De dónde salió esa sangre?”. “¿Cómo lo va a cambiar por un carnet de hombre?”.

La sangre se la extraen al sujeto que está colgando. La suspensión es su modo de experimentar el dolor para abrir paso a nuevas formas de conocer el cuerpo. ¿Para qué quieren vender la sangre?, ¿realmente esperan que un hospital se la compre?, ¿qué “significa” aquí la sangre? Lo que importa es cómo se devela el dispositivo de la salud, las operaciones burocráticas mediante las cuales se procura la asepsia, la higiene, el control por parte de la institución del cuerpo al que se le saca sangre. Y cómo estos modos procedimentales de concebir y “tratar con” el cuerpo, articulados a un sistema social de organización y gestión de la salud pública, aparecen en oposición a la acción individual, aislada, contemplativa, del hombre que decide atravesar su piel con ganchos y quedar suspendido, en el oscuro subsuelo de una casa okupada.

Luego, hay otro afuera en El destapador. Ambas mujeres van a una marcha, llevan un lienzo que dice: “Mujer = Trabajo igualitario”. El guanaco disuelve la marcha. Un helicóptero policial sobrevuela. Se refugian de los gases lacrimógenos en una tienda. Es el ejercicio tradicional de una política que se ha vuelto obsoleta. El lienzo, la marcha y la represión como expresiones de una movilización circunstancial, de una causa que quiere entrar en el orden de lo posible. El fetiche de la izquierda por las fechas y conmemoraciones que cada vez inspiran menos la posibilidad de un proyecto colectivo. Nuevamente el lienzo, que uno alcanza a leer con la suma de tres tomas: “Mujer”, “trabajo”, “igualitario”. Políticas de la igualdad, políticas de la paridad. En el capitalismo contemporáneo, este reclamo puede entenderse así: que las personas médico-legalmente asignadas como mujeres “tengan el derecho” a ser sometidas a las mismas condiciones de explotación que los asignados hombres, en el régimen actual de producción y acumulación de riquezas. Esta operación de un afuera, también se configura en oposición a una forma disruptiva e interior de la política, que cristaliza en la secuencia final.

La misma casa okupa se presenta como un espacio de indefinición. La vida allí es una excepción con respecto a la vida productiva y de consumo que impera en la norma. Hay roces entre los que allí viven, hay volás distintas, hay molestia por el desorden, por que no se cumplan las expectativas. Y son el honesto testimonio de estos efímeros intentos por construir una comunidad, a la vez dentro y fuera de la sociedad. Ejemplo arquitectónico y psicológico del margen, como la construcción de la autopista Acceso Sur en Mitómana. La cámara transita por los detalles de la casa. Al comienzo, una muñeca Barbie cuelga del techo como luego se cuelga el sujeto. Allí la cámara enseña un efecto de gran angular pero sólo en el centro del plano. La Barbie se presenta distorsionada, torcida, alterada. Es la geografía excepcional de la casa okupada la que posibilita ciertas exploraciones en el ámbito de lo subjetivo, del uso del cuerpo y del cruce entre cuerpo y discurso.

Se puede decir que esta mujer a la que no le gusta la volá “de andar besándole la zorra a otras hueonas”, que va a la marcha a pedir trabajo igualitario, a la que la joven lésbica no puede desear porque es más madre que mina; podemos decir que ella no es el único personaje que representa el discurso normativo. En una discusión entre los dos hombres, el que se cuelga le espeta al solitario su falta de compromiso. El solitario no quiere que le digan qué tiene que hacer. “Como hemos sido criados, todos tenemos algo de fascistas”. No hay sujetos puros: esta síntesis de cuatro personajes son la contradicción, entre ellos y frente al afuera.

La narrativa aristotélica del cine, propia de las producciones espectaculares, pierde sus posibilidades políticas en la anulación del espectador. Así, un cine considerado en gruesos términos como político, un Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, Operación Ogro) o un Costa-Gavras (Estado de sitio, Z, Missing), leídos hoy día, reflejan mucho más el fracaso de los proyectos emancipatorios del siglo XX que las posibilidades de revolucionar el injusto orden establecido.

Lo que tiene de subversivo El destapador y este subterráneo y honesto cine que hacen Adriazola y Sepúlveda, es la coherencia entre sus condiciones de producción, su estructura narrativa, su potencial reflexivo y la circulación que le dan. No van a meterse a las locaciones con la distancia que comporta una puesta en escena con decenas de operadores con funciones muy específicas[4]. Presentan temáticas necesarias y urgentes, construyen personajes emocionalmente muy poderosos, dan un excelente uso al tiempo fílmico, ponen los acentos allí donde el cine dominante nunca se atreverá (y cuando lo ha hecho resulta una caricatura): el cuerpo, el género, la violencia, la institucionalidad. Su objeto parece ser lo otro de la norma. Revelan el engaño de las categorías binarias hombre/mujer, cuerpo/mente, ficción/documental. Y aunque pueda decirse con razón que cierta filosofía y otras disciplinas transitan desde hace tiempo por la comprensión política del cuerpo, El destapador no es un film teórico. Desprecia el elitismo. Y destapa algo –atrévanse otros a decir qué- ocultado durante mucho tiempo por la cultura dominante.

 


[1] Especial Cinechile.cl “El cine de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola” En: http://www.cinechile.cl/crit&estud-152

[2] Comentario de Antonio Reynaldos a la entrevista de Daniela Colleoni a José Luis Sepúlveda. En: http://contingencianihilista.blogspot.com/2011/04/entrevista-jose-luis-sepulveda.html