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Artículos Columnas de Vittorio

Sebadilla: un cine de autor para malls

Por: Vittorio Farfán / 08 de abril, 2015

Sería gratuito decir que Sebadilla sólo hace “películas de mierda”, en un país donde la gente ocupa demasiadas horas jugando Candy Crush. Donde ciertas personas ven como único lugar para acceder al cine a las salas comerciales de los malls. Donde, de alguna forma, ver cine es la actividad familiar recreativa que va acompañada de comer ese pollo frito con marca de Gobernador, traje blanco y aires de Ku Klux Klan. Luego, sentarse en una refrescante sala de cine con una bolsa de cabritas que cuesta diez veces más que su verdadero valor. De alguna forma prejuiciosa, el público que frecuenta esta actividad va a ver un tipo de cine al lugar donde quieren estar. Podrían escapar de su realidad, inculcar a sus hijos hacia donde tienen que ir para “dejar atrás toda la chusma”. ¿Es ahí adonde apunta el cine de los hermanos Badilla?

Al parecer, es ofensivo para los realizadores nacionales e intelectuales locales usar los códigos americanos para hacer cine comercial, dado el tipo de crítica que generalmente se lanza sobre estas películas. Pero, en algún grado, parte importante del cine chileno que cree ser beneplácito con su público, no dista mucho de la creación de personajes arquetípicos, presentando sujetos insertos –sino adscitos- a un modelo neoliberal. Un personaje ya amargo en su individualismo, que vive resignado a lo que le da la sociedad, egoísta en manejar sus relaciones y que solo quiere una mujer que cumpla cierto cánon para poder ser no solo aceptado, sino que ganar a los demás y así sentarse a comer su felicidad envasada. Después de este clásico viaje metafísico que es la historia de una película -ramplón o complejo, depende el caso-, el personaje rectifica su conducta y visión de vida, el cual  generalmente termina siendo una parábola neoliberal y amarilla: “endéudate de acuerdo a lo que puedas pagar” y termina el viaje. La diferencia que existe en las películas de los hermanos Badilla es que hacen un tipo de cine con elementos habituales de un producto, construyendo guiones con convencionalismos americanos conocidos.

Una obra cinematográfica busca generalmente un tipo de empatía hacia determinado público, incluso aquellas que lo niegan, dando la sensación que un segmento se sentirá identificado con lo expuesto, ya sea como partícipe intelectual, en su sensibilidad o desde su cosmovisión de la realidad. Eso hace ser extraño al cine de Sebadilla, ya que un punto a considerar, siendo éste una autoafirmada copia sudaca del edén hollywoodense, es la manera en que se relaciona con un tipo de público que se siente sincronizado con las ideas exhibidas, presentandose un espacio de identificación en la manera de mirar hacia la tierra de Bruce Springsteen, posiblemente opuesto a quien mira hacia el cine chileno “de autor”. Lo extraño en esta relación es el publico que adscibe en masa a este tipo de películas con favorable respuesta según los índices objetivos de audiencia, aunque tampoco para ser considerado un “éxito” según la crítica. De alguna forma ¿Quién va a ver estas películas si no se siente un grado de identificación?

Ese parafraseo que se mal acostumbra llamar “público promedio”, le es más interesante a Sebadilla que una búsqueda introspectiva de un “Chile profundo”, y que si buscan otros cineastas de manera muy distante. El Chile de Sebadilla es el que algunos sueñan en los matinales de televisión, que aparece con olor a pan en el desayuno: inofensivo y divertido, donde toda la comunidad juega a actuar, donde ocurren chascarrillos divertidos que no ofenden a nadie.

El cine de Sebadilla es honesto con esa realidad construida e idealizada, a diferencia de otras películas con aires populares que confunden ir a comer hot-dogs a una bomba de bencina como “una picada”. De alguna forma, el cine de los hermanos Badilla es como un patio de comidas rápidas, pero sin una gran franquicia internacional detrás. Sería como “yappy dog”, “fut pizza”, “lomitelerex”, una copia local igualmente aceptada, donde las cajeras están sumidas en el aburrimiento mirando como pierden su tiempo a cambio de un sueldo mínimo. El dueño de ese lugar, con aires de terrateniente, juega con las muchas-pocas ambiciones de una comunidad abdandonada, construida en el prejucio y en la imagen banal.

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Artículos Crítica Especial: Dossiers

Fuerzas especiales: Un país de eufemismos

Por: Luis Horta / 08 de abril, 2015

Nuevamente el mayor éxito chileno de taquilla del año es sometido a la indiferencia de la crítica especializada. La película Fuerzas Especiales, que superó los 300 mil espectadores, se enfrentó al desdén de los comentaristas y la invisibilidad absoluta de los medios masivos o especializados. Algo habla de un fenómeno digno de ser revisado: este es el tipo de cine chileno que los propios chilenos validan y la crítica ignora, por cuanto merece ser motivo para detenerse y observar más allá del producto comercial.

El argumento de Fuerzas Especiales es menor, y posiblemente nadie quisiera detenerse mayormente en éste, como rezan las buenas películas creadas para no pensar. Un cabo de Policía (Sergio Freire) recibe a un nuevo compañero (Rodrigo Salinas), viviendo un periodo de adaptación que paulatinamente los convierte en una dupla indivisible. En paralelo, un turbio contrabando de drogas camuflado de vendedor de “berlines light”, es controlado por un narcotraficante (Ramón Llao) coludido con la Fuerza de Investigación (“F.D.I.”), y donde ciertamente triunfan los Policías que desbaratan este plan a fuerza de payasadas, para luego ser ascendidos a las “Fuerzas Especiales”.

La nobleza de los cabos Freire y Salinas es quizá el rasgo característico que permite una empatía con el gran público. De la misma manera que lo hacen las películas de Stefan Kramer, los protagonistas se ubican en espacios sociales hostiles en sus propias disyuntivas, pero su naturaleza identitaria (en el caso de Kramer es la familia, en este caso es la moral y la ética) los instala como héroes modernos de una sociedad abiertamente consumista y amoral. Estamos lejos de situarnos frente a una parodia de Carabineros de Chile o al sarcasmo institucional, aunque su ambigüedad tampoco permite ubicarla en un lugar definido, quedando a medio camino entre la ironía domesticada y la comedia televisiva. En estricto rigor, la película parece no querer hacerse cargo de estos temas, ya que inconscientemente está dando cuenta de una sociedad sometida al exitismo aspiracional dada por la escala social, muy propio del modelo neoliberal.

De acuerdo a esto, es rescatable que la película transcurra en un espacio posiblemente delimitado geográficamente por el Barrio Brasil, dada la consciente elección de locaciones de la mencionada zona, pareciendo exhibir un Santiago que permanentemente está en tensiones: desde la mansión lujosa con fiestas cocainómanas hasta las calles decadentes llenas de graffitis. Entre ambos mundos existen estos dos cabos bonachones y torpes que construyen una idea de comunidad uniforme en su diversidad. Confinados a una comisaría que funciona como un barrio, la película parece plantear los ideales de un modelo social conforme y complaciente: el borrachito (Juan Pablo Fuentes) controlado y simpático que vive en la celda, la vecina abuelita que recurre a la Policía para que le abran un tarro de conservas, un superior (Patricio Pimienta) que opera como padre protector de una familia llamada nación.

Fuerzas Especiales se queda en el patio del internado de hombres, donde todos se tratan por sus sobrenombres, donde el compañero que gana dinero por casualidad lo gasta en comprarle hot dogs al resto, donde los del “otro colegio” siempre aparecen para molestar, donde el rol femenino siempre es un exotismo erótico. En este sentido, la película opera como un lugar común adolescente que deviene institución, con sus propios códigos, zonas geográficas y valores morales, estos últimos más bien reducidos al éxito.

El nuevo cine chileno: Del humor liceano al retrato de la comunidad

Otro elemento significativo, y que se reitera en otros éxitos de taquilla local, es la forma en que se representa el modelo económico y cultural. La emergencia de un espacio cómodo, apacible y seguro, tibiamente amenazado por el conflicto central respectivo, no es sino un elemento que terminará por reafirmar la escalada social a partir del esfuerzo y la moral. En Stefan Vs. Kramer (2012) se plantea la historia de valores en la fábula de un cómico exitoso que se traslada a vivir a un barrio lujoso, y que en su afán aspiracional abandona a su familia a cambio de más horas de trabajo, resarciendo su error hacia el final de la película a costa de humildad y reconociendo sus errores. En El ciudadano Kramer (2013) el mismo humorista goza del tal éxito que decide proclamarse candidato a Presidente de Chile, pero ante las presiones políticas decide colocar los pies en la tierra y dedicarse a la comedia, instalando la lógica del “pastelero a tus pasteles”.  En Fuerzas Especiales dos cabos de clase media baja, logran ascender jerárquicamente en la institución a partir de sus valores éticos conformando núcleos familiares y una imagen de eficiencia.  La promoción social no se evidenciaría como un elemento relevante, aunque si forma un elemento relevante del relato ante la necesidad de aspirar, tal como lo indican los propios personajes: el mayor castigo “no es ser despedidos de la institución, sino degradados al interior de ésta”. Este elemento aparentemente menor, es un signo representativo de una película que pone en pantalla una sociedad mediada por el modelo neoliberal, donde los lujos pasan por una piscina, cocaína, prostitutas de elite, whisky y desenfreno, y que en términos marxistas se traduce en el “tiempo de ocio”. Los modestos cabos anteponen sus vidas dedicadas por completo al trabajo de control social, se saben fuerzas laborales activas de una sociedad de pares incluso en un rango inferior, dadas las labores que deben atender. Los elementos irónicos hacen leer esta declaración del modelo bajo una apariencia crítica, aunque las concesiones con un relato arquetípico no permiten establecer un punto de vista claro sobre la representación de un modelo criticable pero a la vez idealizado.

Fuerzas Especiales no es una película de clase, e indudablemente intenta ocultar atisbos explícitos a la conciencia de ésta precisamente para tratar de llegar transversalmente a los distintos públicos con un mensaje transparente y cómodo, como toda película comercial. Sin embargo, recoge inconscientemente un retrato del modelo cultural contemporáneo que posiblemente sería irretratable de manera consciente, dada la ambigüedad y las sutilezas formales que ello implicaría. A cambio, en una película como Fuerzas Especiales debemos fijarnos en las esquinas, los rincones, el fondo, los detalles no planificados, que es por donde ingresa la realidad en la representación. Es lo mismo que ocurre con las películas de Sebastián Badilla, de Nicolás López, de Stefan Kramer y en general de aquellas que se ubican en la cabeza de las más vistas de cada año: el modelo cultural y el sistema económico penetra por cada poro, pero se ubican tan en el trasfondo que pareciera ser lo menos importante. A cambio, se lee en primer término a las historias ramplonas que supuestamente no dicen nada.

Posiblemente este sea el verdadero “novísimo cine chileno”, aquél que no siente culpas de ubicarse al interior del modelo neoliberal, que no genera falsos conflictos cosméticos, que hace cine y negocios sin ruborizarse, y cuyos referentes están en la televisión y el cine basura norteamericano, y ya no en el arte. Sin duda es, para el Chile neoliberal, un nuevo tipo de cine, en donde la mirada efímera e irreflexiva de Youtube no solamente es válida, sino un canon hegemónico.

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Artículos Columnas de Vittorio

El Parra menos Parra

Por: Vittorio Farfán / 08 de abril, 2015

Es un hecho que en Chile existe una devoción sacra e institucional por cualquier miembro de la familia Parra, culto que refiere a un grupo selecto de artistas nacionales que están en una especie de exilio social, llenos de “ceremonias ceremoniosas”: se los ubica bajo el sol mientras una autoridad da un lindo discurso interminable sobre “lo solemne que es tenerlo acá, aunque realmente no lo conozco bien”. De estas castas familiares relacionadas con el rescate cultural, siempre hay un pariente chico, un olvidado, un infravalorado. En este caso este es la historia de Óscar Parra, el menor de los Parra.

Conocido con nombres refrescantes como el “Tony canarito”, y actualmente como “El Tata Picarón”, la película se centra en lo que él llama “sus últimos días”, amenaza que nunca se concreta.  Vemos sus días entre las cañitas de vino, los paseos al bazar, las conversaciones con la gente que lo quiere, su vida de hijo ilustre del barrio y relatando historias de su pasado. Entre las conversaciones, los chistes, las canciones picarescas, Óscar Parra tiene la añoranza de retornar a Chillán. Su personalidad hace no solo ser el hilo conductor de la historia, sino que de alguna forma el amo y señor de un relato que en realidad tampoco le importa: su personalidad la toma la forma de registrar, construyéndose un documental con elementos que nos hace incluso perder una idea de temporalidad y no tener tan claro en qué año estamos. Esto consigue granes escenas documentales, como la celebración de un caótico cumpleaños en una especie de parque perdido en Santiago, con la infaltable torta de piña. Esos momentos hacen imposible no querer a tal personaje.

El Parra menos Parra es un documental que saca carcajadas, ya sea con los chistes pícaros de “Canarito” o las canciones en doble sentido. Y su vida, que de alguna forma es un nostálgico chascarro, transforma a esta obra en un documental loable, dando otro giro a elementos de la nostalgia. El protagonista, a pesar de dominar el relato, no es egocéntrico o autorreferente, ni encausa la historia a egoísmos menores. Su simpleza nos convoca a seguir en este divagar de sus últimos días de su vida, y cumplir los últimos sueños como deambular por esas viejas calles de la ciudad, dando alegría a esos panteones arquitectónicos de otro Chile, que de apoco cae en el sueño sin fin.

El documental El Parra menos Parra se plantea como una obra poco ambiciosa, que no busca nada más que ser el testimonio de Óscar Parra, algo que al mismo tiempo lo hace ser una gran pieza. A pesar de tratar temas como la nostalgia y lo crepuscular, se demuestra la alegría de un personaje que está reconciliado con su vida regalando alegría desde una humildad sincera, que logra algo que no surgía hace mucho tiempo en el cine local: salir con una gran sonrisa. Es un documental refrescante, casi como un melón con vino en una tarde de playa.

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Artículos Columnas de Vittorio Opinión

Crónica de un comité

Por: Vittorio Farfán / 08 de abril, 2015

No tenemos claro si Crónica de un comité es el primer documental o el tercer largometraje de la dupla Sepúlveda-Adriazola, tras las aplaudidas “El Pejesapo” (2008) y “Mitómana” (2009). En este trabajo nos adentramos en la historia de Manuel Gutiérrez, joven baleado por policías en una noche de movilización social. Su hermano Gerson y el activista Miguel Fonseca inician acciones para que el responsable del disparo pague por ello. Este acontecimiento es la oportunidad para tratar numerosos problemas estructurales que presenta Chile desde el punto de vista de sujetos desligados del descontento social, pero que a partir del conflicto emerge en ellos la necesidad utópica de cambiar el sistema y hacer justicia, utopía planteada como sueño en una nueva visión social. Esto los lleva  salir de las “completadas” y actos vecinales para tratar de tumbar el sistema desde la cima, desde los poderes fácticos, desde los rostros de matinal, sumando a todos aquellos que puedan aportar a hacer ruido y mediatizar la demanda de justicia.

En la propuesta visual, Crónica de un comité es una interesante evolución de los directores, no solo por lo que ellos llaman “creación horizontal”, siendo una película que deambula entre el documental y el “videismo”, donde su vieja forma de construir un relato es invadido por los golpes tecnológicos proporcionados por el empleo de cámaras en todas sus posibilidades. La cámara se muestra en ocasiones como respuesta a algún personaje, amenazando con ella como si se tratase de una Colt en el desierto, o empleándola en manifestaciones como si fuesen bayonetas trancando el paso a los opositores. Muchas veces la camara no es operada por los cineastas, sino por los mismos sujetos documentados, lo que propone una lectura aun más compleja. De alguna forma, se busca el testimonio más directo, donde la cámara en la mano del protagonista decidiendo qué mostrar, nos hace entender a los protagonista desde todos sus perspectivas, ya no solo desde un prisma convencional o al servicio de entender el discurso, tanto de los directores como el de la historia de denuncia, sino que también sus lados más oscuros o inconsecuentes, incluso los que se pueden hacer sentir como ridículos, porque lo que se exhibe no es más que el testimonio de una utopía.

Aparte de este hilo conductor, el relato se acompaña poéticamente con la imagen de una puerta en un segundo piso, caída libre donde también existe una sensación de venganza sin luto, como esos personajes de épocas doradas del cine clásico: todavía no se apaga el humo de lo que alguna vez fue su hogar, yacen los cuerpos de quienes hace unos días abrazaban con cariño. Los protagonistas de Crónica de un comité se ven obligados a partir a buscar venganza en un entorno donde da la sensación que si no es con tus propias manos, nunca habrá justicia.

Por sobre el resultado, Crónica de un comité es un trabajo que vuelve  a encender el debate y que no sólo se concentra en la anécdota o en el curso que este acontecimiento puede tener. Incluso se aleja de un tipo de cine íntimo, e intenta cuestionar el tema del conflicto central o la idea de una sociedad nuclear construida en imagenes. Crónica de un comité exhibe las consecuencias de un Chile construido desde la omisión, y plantea como algunos hechos pueden terminar haciéndonos entender una sociedad inmersa en un ambiente de guerra fría no asumida.

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Dossier Nº 6: Imagen y memoria

Por: Editor / 08 de septiembre, 2013

Recado de Chile, colectivo, 1979

Editorial

A la razón y la emoción histórica: comentario sobre «Llueve sobre Santiago» (1975) por Guillermo Jarpa

El espectador, lo popular y el nuevo cine cubano por Diego Pino

Ausencias no olvidadas: A propósito de «Recado de Chile» por Carlos Molina

Diego Bonacina, la mirada del nuevo cine chileno por Marcelo Morales

Neruda en el corazón: a 40 años de la muerte del poeta por Monserrat Ovalle

Un cine posible: La producción cinematografica de resistencia en los primeros años del régimen militar chileno por Luis Horta

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Editorial

Por: Editor / 08 de septiembre, 2013

La proliferación de imagenes sobre la dictadura chilena que emergen en medios de comunicacion masivo, junto a su alto rating, parece evidenciar las veleidades de una memoria colectiva inconclusa. Sin perdón, sin culpables, sin verdad, evidentemente volvemos una y otra vez sobre aquellas imagenes. Quisiéramos detenerlas, verlas en cámara lenta, acercarnos y tratar de entender en cada uno de esos registros la posibilidad de un acercamiento a la verdad.

Raúl Ruiz, señaló en algún momento que el país se perdió, desapareció irremediablemente. Posiblemente es asi, y la memoria colectiva parece señalarlo cada vez que el lugar común trasunta en ese espacio difuso que nos aúna.

En el colectivo Séptimo Arte hemos querido pensar las imagenes por medio de un Dossier especial que recopile reflexiones críticas sobre la imagen construida tanto en el periodo de la Unidad Popular, como en los duros años de la dictadura. Así es como una primera parte profundiza sobre la idea de la imagen y el mundo popular, ya sea por la cámara de uno de los cineastas más importantes y menos reconocidos de los años sesenta y setenta, como es Diego Bonacina, o por las influencias del cine cubano que afectaron estética e ideológicamente las producciones locales. Una segunda parte ahonda en la imagen de la memoria y la resistencia, ya sea desde las primeras películas clandestinas o en la construcción de una identidad perdida desde el exterior. También abordamos un acontecimiento que nos parece importante: la reconstrucción biográfica de Pablo Neruda desde el cine, en el marco de la conmemoracion de los 40 años de su muerte.

La siguiente edición especial no es una compilación que pretenda exacerbar el morbo frente a los grandes tabúes de nuestra sociedad, sino más bien un punto de inflexión para pensar el futuro. No pretendemos escribir en una semana lo que no se ha escrito en todos los años anteriores, pero si nos interesa releer la memoria, exhibirla y entender las lógicas que nos permiten aprehender pequeñas realidades que nunca podremos conocer.

El Editor

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Artículos Especial: Dossiers

A la Razón y la Emoción Histórica

Por: Guillermo Jarpa / 08 de septiembre, 2013

Desde una perspectiva amplia, se podría argumentar que desde el golpe de Estado de 1973 en adelante, el cine chileno asumió como un tropo el conflicto de la representación de la memoria histórica como la tragedia del sueño roto. Las imágenes de los Hawker Hunter bombardeando el Palacio de La Moneda son el emblema de un imaginario que regresa una y otra vez para saldar cuentas con un presente resquebrajado. En esta idea de memoria-imagen, la película Llueve sobre Santiago (1975) constituye un caso único: una producción franco-búlgara, dirigida por un chileno en el exilio, y que hablada en francés pero ambientada en Santiago de Chile, intenta hilar fragmentos-imágenes y armar un cuadro audiovisual que interpela la historia y la memoria del país, desde el signo de lo espectacular. Si algo caracteriza esta producción de Helvio Soto, es su condición de épica.

La película representa los hechos acontecidos el  11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile,  a la vez que recurre a flash-backs que relatan situaciones que permiten enmarcar y comprender el destino de ese fatídico martes. La mayoría de estas situaciones no representan los grandes hitos del período 1970 – 1973 –con excepción de la noche misma de la elección de Allende-, sino las conversaciones secretas, los gestos íntimos y las conspiraciones a puertas cerradas. Filmada cada escena con una cámara fluida y diálogos que transitan desde declaraciones de amor a entusiastas arengas, la película intenta acercarse al espectador, estimularlo emocionalmente, interpelarlo como ojo que reconoce en esas imágenes la complicidad o el dolor con la Tragedia de Chile. Y es, en ese sentido, una interpelación estrictamente emocional, expulsada desde una estructura dramática que mueve al sobrecogimiento efectista. La muerte de Allende es el ejemplo más evidente, que concentra en una sola imagen el tono melodramático que teje subrepticiamente el sentido de la película.

Esta característica, que puede parecer una trivialidad, parecería ser precisamente la fortaleza de una película cuyo impacto internacional –es considerado el film más exitoso de Soto, siendo éxito de taquilla en países como Japón o Portugal-  nos permitiría entender su relevancia, más allá de las convencionalidades del código que utiliza. Siendo un poco groseros con la terminología, podría decirse que Llueve sobre Santiago es la película más universal en retratar el 11 de septiembre, si entendemos su afán por comulgar con un público más allá de su conocimiento sobre los procesos históricos. Si el cine de entretención –como ejemplo paradigmático: el cine hollywoodense que ha explotado y espectacularizado la historia de su país con el fin de hacerlo universal– busca la comunión con un espectador condicionado, a través de la movilización de sus pasiones, Llueve sobre Santiago coquetea con esa estrategia con el afán de construir una película de propaganda política. En la misma línea de Costa-Gavras, Helvio Soto entiende que las películas son instancias que, por las características de su espacio de exhibición y las redes de sus vías de distribución, entran en contacto con un espectador-masivo el cual dialoga con la imagen no desde la reflexión, sino desde la emoción para desde ahí catapultar la reflexión. Y es quizás esa la característica central de su cine: el modo en que la emoción moviliza las pasiones que han de movilizar a los espectadores a su reflexión como sujetos históricos.

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Ausencias no olvidadas: A propósito de Recado de Chile (1979)

Por: Carlos Molina / 08 de septiembre, 2013

¿Cómo poder continuar la vida luego de la muerte de un ser querido?, ¿cómo recordar a esa persona, pero a la vez no quedar entrampado en un eterno dolor o duelo?

Todas ellas son preguntas que probablemente el ser humano se hizo desde que tiene una conciencia más desarrollada de sí mismo. Las respuestas las encontró en los ritos funerarios, y la conexión trascendente con los dioses y deidades, que le permiten en general, hasta el día de hoy, hacer más llevadera la pérdida, resignificarla, muchas veces con la promesa de un encuentro en otra dimensión de la existencia.

Y ahí uno de los hechos primordiales es tener el cuerpo. Al cuerpo se le prepara, se le rinde honores, para finamente enterrarlo. Es la certeza de la muerte, lo que queda en este mundo, y al mismo tiempo da la tranquilidad, dependiendo de las tradiciones, de visitarlo, de mantener un vínculo. Y a partir de ello es que la pérdida se convierte en algo más llevadero, cerrando poco a poco el ciclo. ¿Pero qué ocurre cuando alguna de estas condiciones no se cumple? ¿puede hablarse de un real duelo y tranquilidad?

Es precisamente la ausencia del cuerpo lo que hace aún más doloroso el hecho de una muerte segura en el caso de los detenidos desaparecidos. Los familiares tienen la certeza que existieron, que fueron detenidos, que llegaron a centros de detención, pero de ahí en más nada es certeza, sólo la muerte, la que alguna vez fue esperanza.

Aquello es lo que puede verse aparecer cada tanto en los testimonios de las  mujeres que son entrevistadas en “Recado de Chile”. A pesar de que fueron detenidos, y que se intuye lo que puedo haberles ocurrido, ellas mantienen la esperanza que los encontrarán, que algún día retomarán su vida donde la dejaron.

El tiempo transcurrido era considerable en la mayor parte de los casos, pero constituía certeza de nada, sobre todo considerando que algunas personas habían sido detenidas, pasando varias semanas sin saberse de ellos, hasta que volvían a aparecer, lastimados, mermados, pero vivos. Alegría que también a veces duraba muy poco, ya que eran detenidos nuevamente, pero ahora ya no regresarían.

Visto ahora, dicha esperaza no puede menos que resultar conmovedora. Hoy a todas esas mujeres y familiares, los que no fallecieron en la espera o encontraron a sus seres queridos, sólo les queda el recuerdo, los objetos, las fotografías de sus hijos, hijas, padres, esposos, compañeros.  Esas son las cosas materiales que atestiguan que estuvieron, que vivieron. Hablan de una presencia.

Y quizás ahí es donde la fotografía cobra un sentido profundamente ligado al origen de la representación, a esa presencia de la ausencia, de dejar algo que trascienda al cuerpo físico. Aquellas fotografías, suerte de íconos de su búsqueda, constituyen, en muchos casos, la única imagen existente de ellos. Son fotografías del carnet de identidad, lo que también habla de su origen social, evidenciando que el poder tomarse una foto no estaba al alcance de todos.

Aquellas fotografías pusieron una cara a ese nombre, humanizándolo. No es lo mismo ver un conjunto de nombres, que podrían ser frívolamente reducidos a un número, que ver un rostro, que ya nos posiciona frente a una persona, y sugiere todo lo que a ella puede estar ligado. Se convierten en el vestigio más fuerte de su presencia, por eso la fuerza de aquel momento en otro documental, “La ciudad de los fotógrafos”[1], cuando Claudio Pérez va en busca de alguna fotografía de un detenido desaparecido, justamente para ello. En cierto modo “restituye” su humanidad, lo dignifica.

Desde luego, aunque decirlo es mucho más fácil que hacerlo, sobre todo cuando no se está en su situación, aquellas mujeres seguían, y debieron continuar con su vida. Había hijos, amigos, todo un entono que también las necesitaba. La espera quizás se vuelve un hecho más personal, como una forma de hacer todo más llevadero. El grupo de pares, como se ve, resulta fundamental. Fundamental para el apoyo mutuo, para la denuncia, para que la sociedad no olvide.

Y en medio de todo ello queda la esperanza, ahora de poder encontrar los cuerpos, de darles la despedida que consideran les corresponde. Y ahí es cuando, cada tanto, aparece algún cuerpo que despierta la ilusión de todas, pero que sólo cierra el duelo de una.

Aunque a veces ni siquiera eso, ya que afloran sólo restos de aquellos que estuvieron, pequeños huesos, lo que “olvidó” el “retiro de televisores[2]”, como aquella mujer que encuentra el pie y partes del cráneo de su hermano, en “Nostalgia de la Luz”[3]. Aquel no es el cuerpo completo, pero es algo de él, tiene un peso para ella, un valor, es conciente ya de que ha fallecido, lo que da cuenta de todas las emociones que se involucran en una interminable búsqueda que al fin da un pequeño resultado.

Todo aquello evita el olvido, hace patente, presente, esa ausencia, trayéndola a nosotros, y evidencia una de las “deudas” más importantes, sino la más grande, que mantiene el Estado desde el término de la dictadura.

Dependerá, en unos años más, de las nuevas generaciones el mantener vivas esas ausencias, cuando aquellas mujeres ya no estén. Y cabe preguntarse que rol ha de jugar el cine frente a ello, considerando que es presencia de la ausencia también, memoria al fin.


[1] La Ciudad de los Fotógrafos, Sebastián Moreno, 2006.

[2] La “Operación Remoción de Televisores” fue una acción ordenada por Augusto Pinochet destinada a desenterrar los cuerpos de ejecutados políticos para hacerlos desaparecer, incinerándolos o bien lanzándolos al mar. Se inició en 1978, luego del hallazgo, ese mismo año, de 15 cuerpos en los Hornos de Lonquén.

[3] Nostalgia de la Luz, Patricio Guzmán, 2010.

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Diego Bonacina, la mirada del Nuevo Cine Chileno

Por: Marcelo Morales / 08 de septiembre, 2013

En plena calle Corrientes, en medio de los grandes carteles iluminados de las obras de teatro más comerciales, se asoma Liberarte, una librería que en el fondo contiene el mejor video club de Buenos Aires. Quien atiende y administra el local es Felipe Bonacina, un cinéfilo total, quien porta en su mente todo el inmenso catálogo y que jamás se molesta en recomendar títulos. Pero antes que él estuvo su padre Diego, fallecido en 1998 y presente en el local a través de una vieja foto, en donde porta una pequeña cámara de cine, trabajando en un rodaje fundamental para la historia del cine chileno: Valparaíso mi amor, de Aldo Francia.

Casi un anónimo del cine chileno hoy, Diego Bonacina también fue el director de fotografía y camarógrafo de otra película esencial: Tres tristes tigres, de Raúl Ruiz. Así, perdido detrás de los nombres de los directores de estas películas, la figura de Diego Bonacina quedó eclipsado, pero la potencia visual y el ritmo de ambos filmes quizás no hubieran tenido tal calidad sin su presencia, sin su pulso y mirada.

Hoy, en donde tales películas se sitúan en la cúspide del cine chileno, Diego Bonacina merece ser rescatado de la oscuridad de la mala memoria. Afortunadamente, ese olvido no corre por la mente de su hijo Felipe y menos por su viuda chilena, Magaly Millan. Rodeada de recuerdos, fotos, cartas, recortes de diario y filmes de Diego, ella rememora las buenas épocas desde Buenos Aires, esas cuando eran jóvenes y se conocieron en Chile, después de que él decidiera quedarse, eclipsado por el cine que aquí explotaba y por las amistades.

Así es como Magaly recuerda a su esposo, formado en la mítica Escuela de Cine de Santa Fé. Un hombre reservado que hablaba a través de las imágenes del lente de su cámara de fotos y la de cine, en donde con su mirada siempre buscaba poner en el centro al hombre común, a esos que se ven en Valparaíso mi amor y en Tres tristes tigres.

El acordeón, la cámara y Chile

“Diego nació el 3 de marzo de 1943, era hijo de pequeños campesinos, en la provincia de Santa Fé. Ahí, por ser niño campesino lo molestaban bastante y se retiró antes de terminar la secundaria. Fue entonces que su padre lo llevó a la Escuela de cine de Santa Fé, cuando la dirigía Fernando Birri. Pero Diego no podía ingresar sin la secundaria, pero su padre le dijo a Birri que su hijo tenía intereses artísticos y lo obligó ante él a tocar el acordeón. No tenía nada que ver, pero su papá insistió y Birri no pudo decirle que no. Así, de a poco, se transformó en alguien muy brillante. Era muy intuitivo, muy trabajador y observador. Comenzó sacando fotos. Sacaba fotos todo el tiempo entre la gente de la ciudad, de su pueblo. Así los conocía de verdad y esa mirada es la misma que aparecerá en las películas en las que trabajará. Es cosa de comparar sus fotos y las imágenes de las películas.

Junto a Raúl Ruiz en el rodaje de Tres tristes tigres.

“Diego llegó a Chile en el primer Festival de Viña del Mar, el año 67. Venían muchos argentinos ahí, como Fernando Birri, Raimundo Gleizer. Frente a una terrible situación en Argentina, en donde había ocurrido ese mismo año el golpe de Onganía, un gobierno lleno de represión hacia los jóvenes, Chile y ese festival era el lugar en donde todos anhelaban ir. Le encantó la bohemia, caminar, turistear, conversar, hacer chistes. El chileno es muy ingenioso, es divertido cuando quiere. Eso le encantó y decidió quedarse a vivir. En el Festival además estaban Aldo Francia, Raúl Ruiz… Fue entonces donde arma una gran amistad con Raúl, con quienes ya se conocían desde la Escuela de Santa Fé, adonde Raúl había ido. Fue por entonces también donde nosotros nos conocimos. Yo lo acompañaba a todos lados, siempre juntos y así vi como hacían el cine chileno. Era una vivencia tan linda, gente tan convencida de lo que estaba haciendo.”

Los amigos, los tigres y Valparaíso

“Raúl lo invitó a hacer el Tango del viudo, una película que nunca terminaron. Eran jóvenes de 23, 24 años, y a esa edad estaban marcando el paso del cine chileno. Marcando realmente el paso, eran bastante cercanos, al punto que Ruiz invitó a Diego a vivir a casa un tiempo, cuando no tenía mucho para subsistir. Fue entonces cuando hicieron Tres tristes tigres. Era una simbiosis perfecta, eran iguales, no hablaban mucho, pero se entendían por completo. Se iban a un rincón y conversaban, planificando lo que iban a hacer. Era tanto esa complicidad que los actores se molestaban un poco. Recuerdo perfectamente cuando se rodó la escena de las botellas. Lo conversaron a solas un rato y Lucho Alarcón le decía a Shenda: “qué estarán hablando ya los hueones”. De esas conversaciones salían cosas como el paseo de los curados, que era como el de la cueca chilena. Todas esas cosas yo vi como nacieron, las viví muy profundamente con Diego. Después la película tuvo muchos problemas, problemas con el laboratorio porque las copias salieron negras y el sonido no se entendía nada, aún así la película funcionó. Nadie puedo haber marcado más el lumpen chileno que Raúl. Después ellos se distanciaron un poco, porque todo el mundo quería trabajar con Raúl, quien se rodeó de mucha otra gente.

“Luego vino Valparaíso mi amor. Una de las cosas que más me ha emocionado ver, es cuando Diego bajó esa escena inicial de Valparaíso mi amor. Yo estaba recién en pareja con él e iba a verlo los fines de semana. Con esa escena del escape por los cerros, Diego dejó su huella. Aldo Francia siempre fue un agradecido de Diego, sabía que Diego con, su mirada, le estaba dando un valor sumamente grande a la película. Ya en dictadura, Aldo vino a visitarnos antes de un homenaje que le harían en el Festival de La Habana. Él ya estaba bastante afectado por el parkinson y aceptó viajar. Fue un reencuentro algo triste por el estado de Aldo, pero recuerdo que su mujer me dijo: “hace años que no veía a Aldo tan feliz”. De hecho, le dijo a Diego que quería hacer otra película con él. Pero su estado ya era grave y le costaba mucho hablar.”

El sueño de la UP y la oscuridad de los golpes

“Diego se dedicó después a la docencia en la Escuela de Cine de Viña en 1969, que había formado Aldo Francia. También comenzó a trabajar en los noticiarios de Chile Films y en algunos documentales. Luego apoyó a Allende, en las campañas del gobierno. Fue por ese entonces cuando realizó ese bello documental con José Román llamado Reportaje a Lota. Diego para esto creó una moviola para editarla, así con carretes de madera, todo artesanal. Ese documental terminó ganando la Paloma de oro en el Festival de documentales de Leipzig en 1970. Fue un trabajo hermoso con José, un director de alma, con quien habían forjado una fuerte amistad, real. Entremedio, quedaron varios trabajos truncados, como el proyecto de hacer una película sobre Balmaceda, con Fernando Balmaceda. También hizo la fotografía de la película de su amigo Enrique Urteaga, Operación Alfa.

“Y llegó el golpe, algo muy duro. Todo se vino abajo. Diego cayó detenido en el Estadio Nacional y como era extranjero lo expulsaron. El problema es que el 76 se vino el golpe en Argentina y Diego volvió a caer preso por causa del Plan Cóndor: dos años preso, aunque lo podíamos visitar. Reservado con las cosas terribles, nunca contó su pasar por ambos centros de detención. Si lo torturaron, los posibles abusos, nada de eso nos contó. Si ayudó a otra gente que se vino de Chile a Argentina, si salvó películas (como se dice sobre La Batalla de Chile, que él salvó negativos), menos. Hubo muchas cosas que él no me dijo, para protegerme. No digo que él era un guerrillero o algo así, pero hubo muchas cosas hermosas que él las hacía anónimamente.”

El lejano Chile y la injusta muerte

“Luego de esos días negros, intentó cosas, hizo una película con Eliseo Subiela, la primera de él, La conquista del paraíso. Trabajó en otras películas, la mayoría fracasos. Y por entonces nació el videoclub, el que se transformó en un lugar de referencia cinéfila. A Chile sólo volvimos después de visita y nunca a vivir, se sabía que las cosas estaban bien distintas en Chile. Algunas amistades permanecieron, como la de Pepe Román, que ya estaba más dedicado a la crítica y a la docencia. Existieron algunas ofertas para trabajar en cine, como Miguel Littin que le ofreció a Diego trabajar en Acta general de Chile. Circulaban muchos proyectos, pero nunca nada se concretaba. Tuvo conversaciones con Valeria Sarmiento, por ejemplo, como también tuvo la posibilidad de hacer cursos en San Antonio de los Baños en Cuba. Pero Diego no buscaba el éxito, no buscaba figurar y hay una anécdota que grafica totalmente esto, fue en el Festival de Viña del Mar en el año 93. Se hizo un homenaje a realizadores argentinos y empezaron a nombrar a los homenajeados, salió su nombre y brotaron grandes aplausos. Entre la fila, el que estaba al lado de él, le dijo: “¿y ese quién es?.

“En 1998, Diego estaba en un proyecto estatal, justo en su natal Santa Fé, en donde había que hacer unas plantaciones y Diego registraría aquello. Era un proyecto que lo tenía muy contento. Pero tenía muchos problemas de presión y no se cuidaba mucho. Fue por allá que le vino un derrame cerebral y se fue. Justo allá en Santa Fé.

“Recuerdo lo que me dijo Pepé Román cuando supo la noticia: “se me murió el único amigo que tuve”. Él como vivió murió, era demasiado humilde para un sistema que tu tienes que mostrarte, hacer boato, él no era así.”

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Artículos Especial: Dossiers

Neruda en el corazón: a 40 años de la muerte del poeta

Por: Monserrat Ovalle / 08 de septiembre, 2013

El gran poeta chileno, el segundo premio Nobel de poesía chileno, el político, el maestro de las palabras, el mujeriego, el gran amigo. Esos son algunos de los adjetivos con los cuales reconocemos de lejos la figura de Pablo Neruda. Ningún chileno es indiferente a su nombre y desconoce sus versos, todos sabemos de memoria: Me gustas cuando callas porque estás como ausenteVoy a escribir los versos más tristes esta noche. Tampoco se nos olvida la voz con la cual recitaba sus poemas. De una u otra forma, la figura del vate ha trascendido la historia de Chile marcándola con sus metáforas de amor y de sangre. Porque no sólo son los “Veinte poemas amor y una canción desesperada” lo que se recuerda de él, también los extractos de su “Canto General” que fueron musicalizados por Los Jaivas  aún resuenan en Chile y el resto de Latinoamérica. Por mencionar lo más popular de su repertorio.

Luego de la Guerra civil española, la poesía de Neruda adquiere tintes mucho más políticos: “Preguntaréis por qué su poesía no nos habla del sueño, de las hojas, de los grandes volcanes de su país natal. Venir a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles, ¡venid a ver la sangre por las calles!”. Desde ahí su compromiso político y social con el pueblo se reafirmó, hasta el punto de destacarse como miembro del Partido Comunista chileno y formar parte del gobierno como embajador en diversos países. Incluso fue detenido y exiliado del país por injuriar al presidente González Videla, quien estaba al mando de la persecución de aliados comunistas amparado bajo la ‘Ley de defensa del Estado’. Debido a esto huye del país de forma clandestina.

Todas estas anécdotas son retratas en el documental “Neruda en el corazón” de Pedro Chaskel, Jaime Barrios y Gastón Ancelovici), en el que diversos amigos de él hablan de su historia a través de sus propias experiencias con Neruda. Así el documental va entretejiendo una narración sobre el poeta que lo hace más cercano, lo humaniza, aunque sin bajarlo del pedestal que ocupa. Con las imágenes de la reconstrucción de la casa en Isla Negra, vídeos de Neruda y la recitación de sus poemas, se va formando un homenaje al poeta de quienes lo recuerdan. El documental toma el valor de resguardar la memoria, dejando un registro audiovisual de las conversaciones de estos artistas que hablan sobre Neruda desde su lado más íntimo. Nos hablan de sus amoríos, su viaje a España, sus amistades con grandes artistas como García Lorca, sus bromas, sus comidas favoritas, sus paseos, las fiestas, lo retratan como un hombre detallista, observador y callado que más que hablar, escuchaba. Decía lo justo y necesario. Algunos dicen que pasear con él era como ver el mundo de nuevo, detenerse a mirar lo que había en el camino y redescubrir cada flor a su paso.

Creo que el gran acierto de este documental es el aire intimista que encierra, los artistas nos hablan de Neruda como si escucháramos a nuestra propia abuela hablar de sus hijos. Esto compensa la carencia de documentales y películas que nos hablen de la persona detrás de la figura imponente de Pablo Neruda, donde haya más Neftalí Reyes (su nombre de pila), el amigo, el fiestero, el enamoradizo.

A cuarenta años de su muerte, se hace necesario recordar estas piezas del puzzle Neruda. Y es aquí donde quiero detenerme para también hacer memoria de su pérdida, la cual se halla bajo un velo de misterio. A doce días del golpe militar, el vate muere. Según la información oficial, producto de un cáncer de próstata. Según palabras que han aparecido hace pocos años, producto de un inyección fatal. Actualmente, se está investigando el caso. De todas formas, tal como dijo el novelista Antonio Skármeta: “Es una coincidencia anecdótica entre la libertad y la poesía. Pues la anécdota de la muerte del Presidente Allende, la muerte de la democracia y la muerte del poeta (…) parecía una metáfora ofrecida por la historia (…). Muere la democracia y muere la poesía”[1].


[1] Skármeta, Antonio. Los años del silencio: Conversaciones con narradores chilenos que vivieron bajo dictadura. “El golpe fue matar un mosquito por la bomba atómica”. Ed. Cuarto Propio, Santiago. Pp. 243-244.