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Artículos Colaboraciones + Estudios + Opinión Especial: Dossier GEFAUCH

Dossier Nº 11: Filosofía, Ciencia y Ficción

Por: Editor / 22 de Noviembre, 2015

Durante el mes de Octubre, el Cine Club de la Universidad de Chile junto al Grupo de Filosofía Analítica Universidad de Chile (GEFAUCH), desarrolló el ciclo «Filosofía, Ciencia y Ficción: Cuatro Miradas». Ésta actividad trajo posteriormente la creación de un dossier realizado por Gabriel Vallejos, Vicente Medel, Manuel Vargas, Miguel Álvarez y Francisco Castro, miembros de GEFAUCH, ensayos cuyo enfoque relaciona el trabajo de la filosofía con el cine, a través de la revisión de obras enmarcadas entre los años 60 y la actualidad.

Filosofía y Cine: Caminos Inseparables. Por Francisco Castro R.

Ex Machina y la vigencia de Alan Turing. Por Manuel Vargas T.

Cuando el argumento se sigue: la inesperada virtud de la Lógica en el cine. Por Inti Perdurabo y Miguel Álvarez

Creatividad y Copia. Por Vicente Medel

Viajes en el tiempo y aportes del cine a la reflexión filosófica. Por Gabriel Vallejos B.

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Filosofía y cine: caminos inseparables

Por: Francisco Castro / 22 de Noviembre, 2015

Desde los principios de la filosofía, incluso hasta nuestros días, han habido debates sobre las diferencias, convergencias o alcances que puedan haber entre pensamiento filosófico, científico y artístico. Platón fue destacado por sostener una de las primeras formas de, podría decirse, realismo idealista, donde los caminos de filosofía y arte se separan esencialmente, como aproximaciones radicalmente distintas abordar la realidad. La filosofía, para Platón, así como para muchos filósofos a través de la historia, es una actividad científica por excelencia, por oposición a una actividad artística. Su rol es representarnos la realidad tal como ella es, determinando los límites y alcances generales de nuestro acceso a ella, y proveyéndonos de métodos certeros para abordarla. El arte, por contraste, sería un ejercicio imitativo de la realidad, cuyo fin no es representarla, sino adaptarla a nuestras pasiones, gustos, aspiraciones individuales, emocionales y más idiosincráticas.

El cine, como una forma de arte, sería visto como una actividad centrada, incluso atrapada, en el reino de la mera ilusión, de lo puramente sensible y contingente, esto es, una arena de caprichos y pasiones. En una línea distinta, pero semejante y emparentada con esta forma de pensar, muchos filósofos, hasta bien entrado el siglo XX, objetaron la posibilidad de que el cine fuera considerado un medio propiamente filosófico. Otros han considerado que el arte, en particular el cine, podría tocar temas filosóficos, sirviendo como para ilustrar ejemplos relevantes para la filosofía (como la función cumplida por los experimentos mentales), pero no siendo él mismo una actividad filosófica. Otros han considerado que el arte es de suyo una actividad filosófica. Más allá de lo interesante que puedan ser estos debates (que pueden ser encontrados sumariamente enel artículo enciclopédico Philosophy Through Film de Christopher Falzon), en este breve artículo asumiremos que la filosofía y el cine, tanto como las ciencias y las artes en general, inevitablemente comparten muchos de sus medios, fines, y temas. Mal que mal, todas estas actividades se hacen por mor de cierto tipo de realización humana, para lidiar con nuestra inevitable condición de entidades biológicas conscientes. En lo que viene, revisaremos brevemente algunas razones para pensar al arte del cine como una actividad cercana, comparable y hasta cierto punto emparentada con la filosofía, y algunos ejemplos conocidos que ayudan a ilustrar este apasionante y prometedor cruce de perspectivas.

Una razón bastante inmediata para considerar que el cine, en tanto actividad narrativamente cargada, es por tanto filosófica en un sentido importante, se puede encontrar al revisar el trabajo del lógico y filósofo Willard Van Orman Quine, destacado exponente de la llamada tradición “analítica” de la filosofía contemporánea. Quine, en el marco de sus investigaciones en la filosofía de la ciencia y del lenguaje, nota que todo el lenguaje humano, en tanto organización e implementación práctica de distintos sistemas de creencias, está cargado de conceptos y consideraciones filosóficas, particularmente del tipo que los filósofos llamamos ontológicas metafísicas: conceptos y consideraciones sobre la naturaleza de la realidad, sobre cuáles son los componentes básicos y elementales del mundo que habitamos, en su dimensión general y abstracta (por ejemplo, el espacio, el tiempo, o las cosas, su estructura y propiedades fundamentales). Esto implica, entre otras cosas, que nuestra forma de describir y representarnos el mundo nunca puede ser plenamente neutral; siempre nos vemos obligados a tomar una decisión, explícita o implícita, sobre cómo hay que entender el mundo en sus componentes generales, y esas decisiones no pueden estar directa y unívocamente fundamentadas en una experiencia humana prístina y despojada de apreciaciones teóricas primitivas (similarmente, una brillante combinación de argumentos por parte de Nelson Goodman y Ernst Gombrich pueden ser ocupados para establecer un caso similar para las artes “representacionales” – revisar el artículo Aesthetics  de Barry Hartley Slater, sección 8). Un poco de atención meticulosa a lo que decimos todos los días, en cualquier tipo de contexto, puede ilustrar muy bien cuántas referencias explícitas o implícitas hay sobre cosas tan amplias y abstractas como la naturaleza humana y de la mente, la naturaleza de las relaciones sociales, la organización política de nuestras sociedades, etc. (por extensión, si el cine es alguna forma de discursividad, o implemente alguna forma de discursividad, el cine no está excento de consideraciones filosóficas abstractas en su fabricación). Consideraciones similares sobre la naturaleza del conocimiento y del lenguaje pueden encontrarse y trabajarse a partir del trabajo de filósofos como Martin Heidegger, o, más aun, en su sucesor crítico, Jacques Derrida y otros exponentes del nunca bien ponderado e identificado “estructuralismo” francés y otras tradiciones asociadas. Similar y análogamente, en las últimas décadas hay creciente consciencia del rol que juegan las metáforas en el conocimiento filosófico y científico, un rol que no es necesariamente auxiliar y secundario.

Dado esto, no es extraño que, a diferencia de lo que pasó en la filosofía anglosajona (ampliamente marcada por la filosofía analítica e inspirada en una concepción ampliamente más cientificista sobre la labor del filósofo), la filosofía llamada continental puso atención al cine desde comienzos del siglo XX, empezando tempranamente con Henri Bergson, y continuado en célebres exponentes como Gilles Deleuze, Jean-Louis Schefer, Jacques Ranciere y Slavoj Žižek. Pero tampoco es sorprendente que más temprano que tarde, filósofos formados en la tradición analítica se sumarían y continuarían esta tradición de comentario filosófico del cine. Los debates y temas que cruzan a esta aventura intelectual son variadas y a veces un poco complejas (para un panorama, revisar Philosophy of Film: Continental Perspectives de Thorsten Botz-Bornstein). Pero antes que eso, me quiero enfocar en algo mucho más básico y directo: presumiblemente, la mayoría de los espectadores más entusiastas del cine consideran o sienten que su relación con él tiene un componente reflexivo muy amplio, y cuyos niveles de abstracción suelen colindar con esos mismos niveles que son propios de la filosofía profesional.  Así, es evidente que «Matrix» (1999), tanto como «The Truman Show» (1998) o, mejor aun, «Abre los ojos» (1997), a su manera son la puesta en escena de una forma de la problemática cartesiana sobre la existencia del mundo real y nuestra problemática capacidad de acceder él, y a nosotros mismos (además de protagonizar debates altamente relevantes y técnicos como la posibilidad de una inteligencia artificial o de una ciencia/ingeniería cognitiva completa, temas centrales de la filosofía actual). Y son, por lo mismo y tanto como la filosofía, una expresión abultada y apasionada de la simple idea (muy presente en la imaginación de los niños, y de cualquiera), de que nuestra existencia podría ser ilusoria en cualquier grado de generalidad: desde que en realidad seamos pilas-humanas conectadas a una gran máquina que se apoderó de la tierra, hasta el dificultoso reconocimiento de que nuestras creencias más fundamentales resultaron ser inadecuadas para lidiar con nuestra realidad personal o la situación política de nuestro tiempo.

Asimismo, es evidente y notable cómo las películas de Ingmar Bergman tocan y exploran a fondo los rincones de la psiquis humana, tematizando con maestría algo que en la filosofía es trabajado, desde Hume, como el problema de la identidad personal, y, vinculado al psicoanálisis y las ciencias cognitivas, el problema del subconsciente (algo que puede ser explorado hasta la náusea en los interesntes comentarios cinematográficos de Žižek). Como casos menos abstractos pero igualmente fascinantes, películas sencillas como Nightcrawler (2014) de Dan Gilroy, o la extravagante Natural Born Killers (1994) de Oliver Stone pueden y deben empujarnos a tematizar los límites éticos del periodismo, la crisis moral de la familia y el alcance extremo del indolente morbo humano y la mercantilización de la vida que reflejan los medios de comunicación y el sistema carcelario; series como Mad Men, más allá de los rellenos inevitables para el estado actual de la industria de teleseries, pueden reflejar, a momentos y de manera magistral, situaciones científica y filosóficamente centrales como la explotación humana, los falsos lugares comunes de la meritocracia, los conflictos de clase, género y raza en general, y la situación de alienación estética y moral que adolecen las personas incluso de clases sociales más privilegiadas durante el capitalismo tardío (algo que obligatoriamente hemos de relacionar con la llamada “condición posmoderna” de Lyotard en adelante). Una obra como True Detective no debería pasar desapercibida para un aficionado al cine, pero tampoco para un filósofo de la moral, un sociólogo o un psicólogo, pues resulta un retrato maestro del crimen y la alienación radical en las sociedades industriales que tanto fascinó a personajes como Émile Durkheim (El Suicidio) o Sigmund Freud (El Malestar en la Cultura), aparte de protagonizar a un detective nihilista que hace las veces de un profundo y apasionado filósofo. A su vez, un filósofo de la religión de inspiración atea y naturalista como Daniel Dennet o Alain de Botton (o el mismo Durkheim, desde la sociología), ha de encontrar, en series como Vikings, un retrato ejemplar de los mecanismos naturales que impulsan el surgimiento del pensamiento teológico y su ubicuidad en el mundo humano, en sentido fenomenológico y psicológico, histórico, social y político. Como ejemplo notable de estos cruces interdisciplinares, el mismo Alain de Botton protagoniza, en su notable trabajo del canal de youtube de The School of Life, una serie de amigables trabajos de difusión que abordan las humanidades desde una perspectiva integral y radicalmente interdisciplinaria, donde las artes, la filosofía, y las ciencias sociales van intrínsecamente conectadas.

Asimismo, la brillante comedia de «Existenz» (1999) está plagada (en medio de sus chistes grotescos y sexuales, y sus graciosos guiños a la imaginación tecnológica de nuestra generación) de amigables y graciosas reflexiones e incluso referencias filosóficas. Particularmente notable es la conversación en el restaurante, donde aparecen en muy pocas líneas y de manera muy inteligente, el problema de la identidad personal y el del libre albedrío, reflejando perspectivas que bien podrían ser abordadas con fascinantes trabajos en filosofía de las ciencias cognitivas e inteligencia artificial (como en el Natural-born Cyborgs de Andy Clark), o los argumentos de Galen Strawson en contra de las teorías narrativas e individualistas de la identidad personal –revisar su publicación en la revista online Aeon Magazine–), y en contra (!) del libre albedrío. O también cuando los protagonistas notan que fueron traicionados por uno de los personajes del juego, el personaje de Jude Law pronuncia un breve y exagerado discurso cargado de desesperación y nihilismo, en un gesto que podría ser perfectamente una referencia cómica al existencialismo europeo del siglo XX y que es, de una u otra forma, parte de la conciencia histórica de nuestro tiempo.

Para mi corta experiencia en este tema, y en relación al afortunado y notable ciclo de cine que tuvo ocasión de realizar el Cine Club de la Universidad de Chile y el Grupo de Estudios de Filosofía Analítica de la misma universidad, me parece que hay un momento cúspide de reflexión filosófica en la reflexión que hace Evan Puschak (en su canal Nerdwriter1) sobre Ghost in the Shell, en un video titulado Ghost in The Shell: Identity in Space (como parte de su notable serie Understanding Art), donde propone una forma de dilucidar e interpretar la película a partir de la larga escena musical y ambiental que está en medio del film, mostrando cómo la película aborda de manera notable los tópicos de la identidad personal y la vida humana en el capitalismo avanzado, con una notable referencia al concepto de heterotopía en el historiador y filósofo francés Michel Foucault.

La experiencia parece mostrarnos de manera más o menos directa que la relación entre filosofía y artes, y en particular con el cine, llegó para quedarse, y que esa relación no es meramente accidental ni caprichosa. Me parece que este proceso de aceptación del arte como una labor intelectual profunda (y viceversa, incluso) es semejante al proceso mediante el cual aquellas artes que antaño se consideraban mera artesanía, como el comic o los videojuegos (¡O la pornografía!), pasan, lentamente, a ser consideradas parte integral del panteón de las artes y labores humanas fundamentales.

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Ex machina y la vigencia de Alan Turing

Por: Manuel Vargas T. / 22 de Noviembre, 2015

¿Es posible que una máquina exhiba inteligencia? ¿Qué nos permite y qué nos impide decir que una máquina piensa? ¿Podríamos llegar a sentir lástima o incluso amor por un computador? O más incómodo aún, ¿podría una máquina enamorarse de nosotros? Claramente, el objetivo no es resolver estas preguntas, sino establecer algunas consideraciones útiles para abordarlas.

Las preguntas recién planteadas corresponden al ámbito de la Inteligencia Artificial, temática que es abordada en la película Ex machina, la cual se estrenó este año y que sacó a la luz uno de los sucesos más interesantes para la Filosofía de la mente contemporánea y la Inteligencia Artificial, el Test de Turing. A continuación, una breve sinopsis de la película: todo comienza cuando Caleb, un joven programador de la empresa Bluebook (en honor al Cuaderno azul de Ludwig Wittgenstein), es seleccionado para pasar una semana con el presidente de la compañía, Nathan, quien se encuentra trabajando en un proyecto altamente confidencial en un centro de investigación ubicado en algún lugar aislado, alejado de la civilización. La tarea de Caleb es aplicar el Test de Turing a la androide Ava, el proyecto ultra secreto de Nathan. En la película, este Test es formulado de la siguiente manera: un humano interactúa con un computador, si no se da cuenta de que es un computador y cree que es un humano, entonces pasa la prueba, por lo tanto, el computador tiene inteligencia artificial. Puesto en estos términos, podemos decir que el Test de Turing permite determinar si una máquina tiene o no inteligencia artificial. Pero esta formulación no es precisa, además, el test original fue formulado hace varias décadas y desde entonces ha recibido duras críticas, lo que lo hace cuestionable. Entonces, ¿qué tan válido es el Test de Turing tal como es expuesto en la película?, ¿les sirve a los protagonistas para determinar si Ava es o no inteligente?

Así las cosas, es necesario ver la formulación que Alan Turing nos da en su artículo de 1950, Computing machinery and intelligence: imaginemos dos habitaciones separadas (se trata de un experimento mental, los que abundan en filosofía analítica. Son situaciones ideales donde podemos hacer todas las modificaciones necesarias al experimento para que funcione como queremos), en una hay dos personas, un hombre (llamémoslo A) y una mujer (llamémosla B); en la otra hay una persona (llamémosla C); y puede haber una cuarta (D), fuera de ambas habitaciones. El objetivo de C es determinar los sexos de las otras dos personas, es decir, si hay dos hombres, dos mujeres, o uno de cada uno. Para lograrlo, debe hacerles preguntas, pero lo lógico es que no las vea ni oiga ni tenga ninguna otra pista más que las respuestas que le den, por lo que la comunicación es por medio de escritura en un computador o por medio de D, quien tendría el rol de moderador. El objetivo de A es tratar de hacerse pasar por mujer, mintiendo, mientras que el de B es ayudar a C, diciendo la verdad. Entonces, si C determina, luego de unos minutos de conversación, que en la otra habitación hay dos mujeres, A pasa la prueba. Ahora bien, debemos modificar el experimento un poco para llegar a nuestro test: supongamos que en lugar de A hay un computador (recordemos que debemos imaginar todas las condiciones ideales que sean necesarias para que funcione, por ejemplo, el computador tendría la capacidad de oír o leer y de poder dar respuestas coherentes, incluso la habilidad de mentir, entre otras cosas), y en lugar de determinar los sexos, C debe descubrir si hay dos humanos o un humano y un computador. Así, A debe hacerse pasar por humano y B debe decir la verdad. Si C cree que habla con dos humanos, A pasa la prueba. Este experimento es conocido como El juego de la imitación, puesto que lo que se busca es que la máquina imite o simule el comportamiento de un humano. Este es el Test de Turing.

Cabe señalar tres cosas: 1) como puede apreciarse, Turing no estaba pensando en los computadores de su época, sino más bien en los computadores y máquinas “inteligentes” que supuestamente tendríamos en los próximos 50 años (pronóstico que él mismo hace en su artículo). Así, hay que imaginar libremente una máquina que pueda dar respuestas satisfactorias a las preguntas del interrogador. Por otro lado, Turing afirma que no importa la constitución física o, digamos, el cuerpo de la máquina. Puede ser una máquina antropomórfica o una caja gris que solo sirve para imprimir respuestas. Lo único que interesa es que se comporte como un humano, que simule serlo. Esta es una diferencia notable con respecto a la versión del test de la película, donde la máquina sí tiene un cuerpo, pero ya volveremos sobre esto; 2) el creador del test tampoco estaba de acuerdo en que estaba ofreciendo una prueba definitoria de inteligencia, sino más bien algo como una forma de tener indicios de una posible inteligencia, por lo que el experimento no es concluyente; y 3), Turing ideó este test para responder a la pregunta de si una máquina es inteligente o no de tal forma que se evitaran los enredos conceptuales asociados a palabras como “consciencia”, “pensar”, “inteligencia”, “comprender”, entre otros de entre los llamados términos mentalistas. En otras palabras, lo que hace es reemplazar las preguntas “¿puede una máquina tener inteligencia?” y “¿puede pensar una máquina?” por la pregunta “¿pasó el Test de Turing?”, es decir, ¿puede imitar el comportamiento de un humano? (por lo demás, se trata solo del comportamiento lingüístico) De esta manera, podemos decir que para Turing, la imitación (o simulación) es suficiente para decir que hay inteligencia, aunque lo más probable es que no se esté refiriendo a la inteligencia en su sentido más amplio y habitual, sino más bien a inteligencia artificial. Habiendo dicho todo esto, veamos ahora qué sucede en Ex machina y tratemos de revisar de nuevo las preguntas planteadas al inicio del texto.

            Claramente, en la película no se está aplicando el test de Turing tal como acaba de ser expuesto. Caleb sabe que Ava es un robot, lo que marca una diferencia notable con la versión original. En esta nueva versión, Ava no tiene que hacerse pasar por una humana y tratar de imitar su comportamiento, sino que debe convencer a Caleb de que es una máquina consciente (quizá el término más preciso sería autoconsciente). Ahora bien, ¿qué significa que Ava tenga inteligencia/consciencia o que pueda pensar? Podríamos simplemente adoptar el punto de vista de Turing y decir “si la máquina imita convincentemente el comportamiento de un ser humano, entonces es inteligente”. Sin embargo, a diferencia de lo que se buscaba en el test original (inteligencia artificial o mera imitación del comportamiento lingüístico), en la película lo que se busca es inteligencia humana, consciencia, entendiendo estos términos tal como los entendemos cuando decimos que un humano es consciente o que puede pensar. Ahora bien, como ya se dijo, el Test de Turing tiene muchos críticos, entre ellos John Searle, quien formula otro experimento mental bastante conocido, La habitación china,con el que intenta demostrar que el que una máquina se comporte como un humano no implica que podamos adscribirle inteligencia, pues no comprende realmente lo que hace (el experimento aparece en su artículo de 1980 Minds, Brains and Programs). Pero el test de la película es distinto, y aunque podamos aplicar las mismas críticas que al test original, presenta algunas diferencias que podrían hacernos dudar acerca de la supuesta invalidez o poca confiabilidad que nos podría transmitir. Por ejemplo, Ava tiene un cuerpo antropomórfico, rostro, tono de voz particular, lenguaje corporal, y no solo responde preguntas, sino que también las hace e interactúa de muchas maneras. Son muchos los factores que influyen en la comunicación, a un nivel tan complejo que se asemeja mucho a la que ocurre entre seres humanos.

Volvamos a las preguntas iniciales, a saber, si puede o no una máquina ser inteligente, cómo saberlo o, incluso, si podríamos involucrarnos sentimentalmente con ella. Pues bien, habiendo reformulado nuestro Test de Turing según Ex machina, podríamos aplicar la misma estrategia que usó Turing y reemplazar estas preguntas por “¿pasó Ava el test?”.

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Cuando el argumento se sigue: la inesperada virtud de la Lógica en el Cine

Por: Inti Malai Perdurabo + Miguel Álvarez / 21 de Noviembre, 2015

La palabra “argumento” se utiliza en varios sentidos, pero al menos en dos: en primer lugar, la usamos para referirnos a las razones con que sostenemos una opinión; y en segundo lugar, nos referimos con ella a la trama de una película. En este breve artículo quiero jugar un poco, libremente, con esta afortunada anfibología.

La Lógica es la disciplina filosófica que estudia los “argumentos” en el primer sentido. Se trata de un estudio bastante árido y poco conocido, y ¿por qué no decirlo? También bastante aburrido, al menos para quienes no están acostumbrados a sus discreciones. Tal vez por lo mismo, no es un valor que se suela apreciar en una buena película.

De partida, sabemos que seguir el argumento de una película no es lo mismo que seguir un argumento filosófico. A menudo en las películas importa más la forma que la historia misma, porque esta última no es sino la “excusa” para mostrarnos lo que es verdaderamente importante: aquello que se pretende que sea bello, emotivo, inquietante, que nos haga pensar, etcétera. Esta es, casi siempre, la excusa con la que le perdonamos a nuestras películas favoritas sus pequeños errores de continuidad o sus ligeras inconsistencias narrativas, como cuando nos cuentan historias que, desde el punto de vista de las decisiones de los personajes, resultan ser perfectamente evitables.

Sin embargo, en algunas ocasiones el cuidado y la prolijidad lógica pueden darle a una película un valor insospechadamente bello. Las películas sobre detectives y misterios, viajes en el tiempo, diálogos profundos o de “final sorprendente” necesariamente deben estar estructuradas en torno a una firme y consistente base lógica, o no lograrán convencer ni entretener su exigente y despiadado público.

Desde este punto de vista, The Man from Earth, la no siempre bien ponderada obra póstuma del escritor Jerome Bixby dirigida por Richard Schenkman, se nos aparece como una verdadera obra maestra. La película en su totalidad transcurre dentro de una pequeña cabaña, y nos hace asistir a la cariñosa despedida de un grupo de profesores de universidad a uno de sus colegas del departamento de historia. En la intimidad de la velada, el querido John Oldman les hace una confesión increíble: él es un hombre de Cro-Magnon que por razones desconocidas dejó de envejecer a los treinta y cinco años y que desde entonces se la arreglado para pasar desapercibido (y no tanto) durante los últimos ciento cuarenta siglos. Toda la película es, de ahí en adelante, una profunda conversación entre un grupo de intelectuales que no pueden refutar ni confirmar lo que dice su amigo (que tiene “una respuesta para cada pregunta”).

Otro ejemplo notable es Primer, la película del ingeniero y matemático Shane Carruth. La cinta contó con un acotado presupuesto (al igual que The Man from Earth), pero lo compensa con una complejidad argumental que bordea peligrosamente el límite entre la genialidad y la locura. La visión y comprensión que tiene su creador de las paradojas de los viajes en el tiempo es tan sofisticada, que en comparación otras películas del mismo género nos resultan casi pueriles (como Back to the Future, cuya versión del viaje en el tiempo es tan inverosímil como el hecho de que la máquina para viajar a través de él sea un DeLorean).

En el medio del mainstream encontramos también películas muy bien diseñadas desde el punto de vista lógico. Por ejemplo en Minority Report, película de Steven Spielberg interpretada por Tom Cruise (!) inspirada en un cuento de Philip K. Dick, nos encontramos al final con una simple pero entretenida encrucijada lógica: el villano desea a toda costa salvar el proyecto Precrimen, un ala de la policía que predice crímenes antes de que ocurran para arrestar a los futuros responsables mientras todavía son inocentes. Sin embargo, la única manera de hacerlo es matando al protagonista, razón por la cual los videntes de Precrimen lo señalan como un futuro asesino. Y he aquí el dilema: si nuestro villano mata al protagonista, Precrimen funciona pero él va a la cárcel; y si no lo hace, entonces Precrimen no funciona, y por tanto los verdaderos crímenes fueron los secuestros de todos los “presuntos” futuros culpables.

Un director del círculo comercial que da que hablar por sus tramas complejas y bien armadas es Christopher Nolan. El ejemplo más obvio es Interstellar, otra maravillosa odisea del espacio con loops en el tiempo y cadenas causales cerradas; pero hay otras menos conocidas, como The Prestige, que aprovecha de una forma sobria y convincente la consistencia lógica para darnos un absolutamente sorprendente.

Nolan estrenó en 2010 la película Inception, que a pesar de haber sido bien recibida por el público y la crítica, desde el punto de vista lógico no tiene un argumento muy interesante. Su juego de recursiones no logra sorprender a alguien que la ve con atención, y hablar de “final abierto” es un poco apresurado. Fuera del mainstream podemos encontrar otras películas que juegan con el mundo de los sueños de una forma mucho más convincente e interesante. En Abre los Ojos, por ejemplo, Alejandro Amenábar nos presenta, entre otras muchas cosas, una de las propiedades lógicas más intrigantes de los sueños: la posibilidad de albergar dialecias o “contradicciones verdaderas”. En la trastornada vida y mente de su protagonista vemos cómo una y la misma mujer pasa a ser a veces su amada Sofía y otras la psicótica Nuria, en un juego de intercambios sutiles y giros argumentales que nos hacen atestiguar en primera persona el lento descenso de un hombre hacia la locura.

Pero si de sueños y dialecias se trata, quien se lleve el oro en la categoría debe ser el gran Luis Buñuel. En una de las secuencias de su filme de 1974, Le fantôme de la liberté, el maestro surrealista nos pone delante de un absurdo increíble: la historia de una niña que ha desaparecido y no ha desaparecido, al mismo tiempo y en el mismo sentido, de su sala de clases. Este atrevido e hilarante pasaje es un desafío (bastante original) a la vieja ley lógica que prohibía las dialecias y que durante al menos veinticinco siglos fue considerada la piedra de tope de la racionalidad; antecedentes que sin duda nos abren vías de lectura y comprensión a un género fílmico bastante oscuro, pero que suele guardan pequeñas joyitas como ésta.

Una buena película, como toda buena obra de arte, debe ser capaz de decirnos mucho, si sabemos leer mucho en ella. Por lo tanto, ninguna perspectiva es en principio “mala” para examinar una película, aun cuando bajo ella muchas películas resulten ser “malas”. La perspectiva lógica, tanto ante el cine como ante la vida, no sólo nos da un criterio para distinguir buenos argumentos, sino también para ponernos a resguardo de los malos.

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Viajes en el tiempo y aportes del cine a la reflexión filosófica

Por: Gabriel Vallejos / 21 de Noviembre, 2015

Es indudable que el cine y la filosofía tienen mucho que aportarse mutuamente. Por un lado está la relación obvia que tiene la filosofía con la reflexión acerca de los fundamentos de cualquier disciplina o actividad, lo que incluye al cine. Sin embargo, el cine también ha aportado y tiene mucho que aportar a la filosofía. Las obras cinematográficas han sido fuente de inspiración para los filósofos, pero también pueden proveer situaciones que ponen a prueba teorías filosóficas, analizando sus consecuencias y llevándolas a la práctica en un mundo de ficción.

En la filosofía se recurre muchas veces a la imaginación para investigar teorías o postulados. Se utilizan suposiciones contrafácticas (qué pasaría si…, supongamos qué…) y experimentos mentales. Se procede planteando situaciones diversas y a veces fantásticas, como universos con solo dos elementos, Tierras duplicadas, personas sin conciencia, expertos en la ciencia del color que solo ven en blanco y negro, etc. Muchas veces estos planteamientos no encajan con el mundo tal como lo conocemos y en ocasiones hablan de mundos con características totalmente diferentes. Pero al plantearlos nos permiten poner a prueba nuestras teorías filosóficas y comprender así aspectos del mundo real, ya sea del lenguaje, la conciencia, la práctica científica, la naturaleza humana, etc.

Es en este punto donde la ficción ha servido como herramienta (voluntaria o involuntariamente) para la filosofía, planteando escenarios que llevan al límite las teorías filosóficas o generando situaciones donde la filosofía tiene mucho que decir. Incluso ha habido autores que inspirándose en reflexiones filosóficas han plasmado en sus obras consecuencias insospechadas de alguna idea.

Donde esto es más notorio es en la Ciencia Ficción, tanto en la literatura como en el cine. Conocido es el caso del escritor Isaac Asimov, que se inspiró en la filosofía de la historia para escribir su saga “Fundación”, o en la filosofía de la moral para escribir su saga de los Robots. Por otro lado películas como Dark City (1998), Existenz (1999) o Matrix (1999) nos han mostrado que puede haber razones para dudar de la existencia del mundo exterior, de la demostrabilidad el pasado y de la validez de nuestros recuerdos. Y así podrían nombrarse muchos otros casos.

Dentro de las temáticas filosóficas abordadas desde la ciencia ficción, hay un tópico que ha producido excelentes obras tanto literarias como cinematográficas que han cautivado a la audiencia y dado mucho trabajo a los filósofos: Se trata de los viajes en el tiempo. El tema es relativamente nuevo en la filosofía, habiéndose comenzado su estudio hace menos de un siglo, a diferencia de otros temas tratados por la ciencia ficción que han sido parte central de la filosofía desde su nacimiento como disciplina.

Los viajes en el tiempo, especialmente hacia el pasado, plantean muchas dificultades lógicas. Si bien físicamente parecen ser imposibles, la filosofía se ha dedicado a investigar sus consecuencias. Su ocurrencia traería como resultado contradicciones y paradojas. Por ejemplo, uno podría ir al pasado y matar a su propio abuelo antes de que uno haya nacido. Entonces ¿Cómo es posible haber podido viajar al pasado para matar a nuestro propio abuelo si al matarlo uno no podría nacer? (Esto se conoce como la “paradoja del abuelo”). Hay dos salidas a este problema. La primera postula que si uno viaja al pasado para matar a su abuelo no lo logrará, ya que de lograrlo éste moriría antes de que uno nazca, por lo que uno no podría nacer, y por ende, no podría viajar al pasado con el fin de ejecutar dicha acción. Básicamente, si una persona viaja al pasado, entonces formará parte de los eventos que ocurrieron en ese tiempo y que causaron el futuro tal como lo conocemos, incluyendo nuestro viaje hacia el pasado. Pero esto trae serios problemas, ya que estaríamos frente a lo que se conoce como una cadena causal cerrada (A causa B, que causa C y C causa A), lo que tiene como consecuencia un evento que es causa de sí mismo (representado con una analogía, sería como que uno se tomara en brazos a uno mismo). Esto también podría dar origen a eventos no causados o a objetos sin origen. Tomemos el siguiente ejemplo: una persona se roba una máquina del tiempo de un museo, viaja al pasado con ella y una vez allí, dona esta máquina al mismo museo para que en unos años más él mismo pueda robársela y viajar al pasado. ¿Cómo se originó esta máquina del tiempo? Estas y otras paradojas parecen no tener fácil solución.

La segunda perspectiva es la que recurre a los muchos mundos posibles: Uno viaja al pasado, encuentra a su abuelo (al que se odia y hay tiene buenas razones para no quererlo vivo) y efectivamente lo asesina. En este caso uno inaugura un nuevo mundo en donde nuestro abuelo muere joven y uno no nace. En este caso el viajero en el tiempo quedaría atrapado en este nuevo mundo que ha inaugurado, en este nuevo pasado donde nuestro abuelo fue asesinado. Sin embargo los problemas que plantea el viaje en el tiempo no terminan ahí. Por ejemplo, uno podría volver al pasado cercano y acabar duplicado, encontrarse con uno mismo en el pasado, etc.

Son muchas las obras del séptimo arte y la literatura que se han adentrado en estos problemas y que se han situado en alguno de los escenarios expuestos. Un ejemplo reciente que se destacan por su coherencia e implacabilidad lógica es la película española Los Cronocrímenes, escrita y dirigida por Ignacio Vigalondo el 2007. A lo largo del filme, que sorprende por su sencillez y claridad, el espectador se ve enfrentado a un escenario de dudas y suspenso constante. El protagonista, un hombre que lleva una vida tranquila y rutinaria, sale de su casa para seguir a una muchacha que observó a lo lejos en un bosque. Este simple paso precipita una serie de eventos inesperados que culminan con un viaje en el tiempo. Permanentemente uno se pregunta cuál de todos posibles escenarios de viaje temporal se está desarrollando. Por un lado está en manos del protagonista decidir si modificar o no el pasado, pero a la vez surge la duda si tal modificación es posible, y temiendo que, de serlo, pueda llevará a consecuencias irreversibles.

Esta pieza cinematográfica puede ser vista como un experimento mental que explora las consecuencias de un viaje hacia el pasado inmediato. El autor conscientemente toma partido por un posible escenario (que el espectador no conocerá hasta el final), y lo fundamenta a través de su obra. Pero las reflexiones filosóficas no terminan cuando se acaba la cinta. Esta obra incita al espectador a preguntarse por otras posibilidades, a generar suposiciones contrafácticas en base a la misma trama, y a reflexionar sobre otros temas relacionados, como el libre albedrío, la causalidad, el “efecto mariposa”, las cadenas causales, los mundos posibles, etc.

Cuando la película finaliza la reflexión filosófica no ha hecho más que comenzar. En ese sentido, la obra sobrepasa su estatus de pieza cinematográfica, convirtiéndose en una herramienta para la reflexión filosófica y en un excelente ejemplo de como a la ficción, y concretamente el cine, ha dado valiosos aportes a la filosofía.