¿Cuán fundamental es estar conectado permanentemente y ser invadido por datos e información que pasan a proliferarse de manera indiscriminada? El loop constante en el que se sitúa Isaak, la figura central de 8:30, la cinta de Laura Nasmith y Philip Leitner –quien, a modo de anécdota, estudió con Harun Farocki–, y que obtuvo el premio a la Mejor Ópera Prima en FICTALCA, nos traslada a un espacio que se asimila a una cárcel pese al feedback incuestionable que la tecnología y los equipos puedan facilitar; una prisión que no obliga a someterse a la inmovilidad, pero, al igual que el tren en el que viaja Isaak, no da giros superiores para hurgar, para explorar en la realidad concreta.
Isaak se encuentra inserto en una comunidad que no luce esencialmente como una geografía fantasmagórica en la que abunda la opacidad. Todo calza, todo cuadra, todo es regular, todo está elaborado desde una base simétrica, de tonalidades pasteles que vuelven casi todo uniforme. Incluso Isaak, quien se desempeña como vendedor, junto a sus colegas logran fusionarse y entramarse en este diseño. El mutismo, el espacio silente es clave. ¿Qué quiebre se puede pedir frente al poder de los medios tecnológicos que entorpecen el acto comunicativo? No es una interrogante reciente ni novedosa. No obstante, el ejercicio de integrarlo, de depositarlo dentro de un medio expresivo como es el cine, genera un valor relevante, que consigue articularse como ejercicio de construcción y desplome del lenguaje.
Isaak ni siquiera puede iniciar un intercambio real de ideas con sus colegas. Solamente entiende que el código establecido es la funcionalidad para forjar desde la economía, desde el trabajo mismo. Es un observador, consciente del universo del aislamiento imperante. Un observador silencioso que paso tras paso ingresa en una esfera de cuestionamiento, aunque fijando una cierta distancia ante alguna posibilidad de hacerlo explícito.
En otro segmento, y de acuerdo a una intervención planteada por otra figura de la cinta, es de interés pensar y analizar una evidencia del fenómeno de la sobreinformación: los obituarios presentes en los medios impresos se dotan de “más pureza y verdad” que el resto de las secciones de un periódico. De esta forma, se vuelve a detectar y reubicar la premisa de que las noticias enunciadas en las empresas informativas, en su mayoría, nunca han procurado ocuparse por una “pureza totalitaria” en su rol de guía, desvirtuando y confundiendo a los núcleos sociales. Por ende, se realzan los síntomas de la manipulación y el adormecimiento a los que son sometidas las masas. Aparentemente, para esta segunda figura perceptiva la verdad proviene, procede, mucho más desde los muertos que de los vivos. No deja de ser menor igualmente la localización de la niñez como testigo de la seudo-destrucción de los lazos, de los enlaces humanos; de la esfera fácil de penetrar en el que se instala de forma arrasadora y consistente la fuerza de la desconexión, de la indiferencia en la misma capa social.
Los zoom a los rostros a modo de examinación, los dígitos, las antenas, el elemento políglota/cosmopolita, las pantallas encendidas que emiten un sobre abuso de material ante los ojos de Isaak, que aturden, que dan la sensación también de cámaras ocultas tan invasoras y atrapa vidas como aquellas que dominaron formatos televisivos arrolladores como Gran Hermano; que conducen a una sensación, a una atmósfera quizás similar a la del territorio de The Truman Show (1998, Peter Weir), se convierten en simbologías excepcionales en este mapa. Tanto como la presencia del tren que corre a toda velocidad –la metáfora de la rápida e inmediata circulación de datos–; la del estancamiento, del acorralamiento, del aislamiento de un individuo en una especie de isla que él mismo se encargó de diseñar, y en el que queda confinado; y la del individuo que en ocasiones y voluntariamente se entrega y se extravía en un cosmos estilo Second Life.
Así, la arquitectura del espacio virtual indeleble se demuestra desde un punto de vista de “enajenación” del ser frente a su hábitat, su entorno y frente al otro. Incluso el hecho único de inclinar la cabeza ante el objeto tecnológico determina y representa un rasgo de subyugación en esta era. ¿Es más beneficiosa la proliferación de mensajes que evitar ser sometido? 8:30 en buena parte de su metraje responde que sí. ¿Por qué? Por la ausencia casi absolutista de cuestionar al sistema, a los lineamientos mercantilistas actuales, y por la conformidad fehaciente del individuo ante un aparato explicado por la funcionalidad, que va directamente de la mano con el estado de esclavitud que impide y que se aleja con violencia y radicalidad de la naturaleza del individuo como animal pensante.
8:30 se traduce como una zona concebida desde la reflexión y el movimiento cuestionador sin dejar de considerar su engañador y aparente ánimo inerte. Sus definidos rasgos de incomodidad, aunque creamos que nos dirige a un ámbito de hiperconectividad mediante el uso/abuso de redes, de información y de un “síndrome de Diógenes del sistema binario”, nos sume en un sitio sombrío, de cierta soledad y deshumanización. Por esta razón, la preferencia para dar un giro, para disociarse o no de la dominación es exclusivamente propia.
El ser humano normaliza, naturaliza lo que aprende. Así es como ha “funcionado” desde hace miles de años y lo seguirá haciendo. Así es como ha construido la realidad que habita y reproduce día a día. Por esa razón, el que estemos rodeados de imágenes, como probablemente nunca antes lo habíamos estado en nuestra historia, no constituye rareza alguna.
Convivimos con ellas, las capturamos, las transformamos, compartimos o almacenamos. Y seguramente, si de un día para otro desaparecieran, buscaríamos el modo más rápido para comenzar a producirlas de nuevo, en ese casi instinto por trascender, dejar constancia que se estuvo “aquí”, de vencer la muerte.
A través de las imágenes conocemos el mundo, nuestra ciudad, una parte del pasado, o podemos ser partícipes de algo sin siquiera movernos de nuestro hogar. Gracias al streaming, a un celular e internet, está la posibilidad de “ir” a un concierto o a una protesta. Nos acerca y nos aleja de nosotros, como comunidad, todo en un mismo movimiento.
Pero más allá de esas consideraciones, nos detendremos en el hecho de que “sólo necesitamos” (no podemos obviar la parte monetaria implícita en estas tecnologías) de un celular y una conexión a internet para hacer esta transmisión en directo. Ya no requerimos de un estudio móvil, ni de grandes equipos humanos. La calidad de imagen y sonido podrá no ser la mejor, pero lo que importa es la inmediatez (el “estar” ahí) y la facilidad para lograrlo, que en sí misma ya es una inmediatez, concepto tan propio de nuestros tiempos.
Treinta años antes, más menos, la irrupción del video analógico puede decirse que provocó una revolución parecida a la de ahora. Quizás la palabra revolución resulte un tanto exagerada, pero es innegable que a partir de ese momento más personas podían tener la posibilidad, por los menores costos, de realizar una película, dejar registro ya no sólo en fotografías de hechos importantes para la sociedad, o bien de reuniones familiares que importaba inmortalizar.
Hoy en día aún más personas tienen dicha posibilidad con el video digital. Los costos son más bajos, e incluso está el “milagro” del crédito. Así, resulta cierto que, tal como ocurrió en su momento con la fotografía, la imagen en movimiento progresivamente se ha ido democratizando, teniendo muchos ya la oportunidad de dejar algo, de perpetuarse a través de ella.
Ahora bien, las mayores preguntas, y cuestionamientos si se quiere, debiesen hacerse en este momento, antes que se produzca una nueva “revolución” tecnológica, antes que podamos grabar, por poner un ejemplo, videos en 3D con los celulares u otro aparato de bajo, o relativo bajo costo (si es que aquello ya no es posible).
Registramos todas estas imágenes, cosa que llame en lo más mínimo nuestra atención y, casi por automatismo, presionamos “rec”. Pero para qué, ¿con qué fin queremos grabar? ¿Es porque realmente nos parece importante hacerlo, porque creemos que lo que está frente a nosotros es relevante o pudiese llagar a serlo? ¿O sólo lo hacemos porque podemos, porque tenemos los medios para registrar todo lo que esté a nuestro alcance?
Puede que esa actitud no sea otra cosa que la satisfacción de un cierto deseo, o más bien necesidad, inmersa en esa misma lógica de la inmediatez. Un método de defensa, quizás, ante el miedo que ese momento se vaya tan rápido, sea tan irrepetible, como casi todo lo que nos rodea.
Conocemos muchas veces el mundo sólo a través de una pantalla, de los ojos de la cámara, que son limitados, y por estar tan pendientes de registrar cada instante, no ponemos atención a lo que ocurre fuera del cuadro, que puede ser aún más importante y trascendente desde diversos puntos de vista. Finalmente acumulamos imágenes sin saber muy bien para qué.
Quizás nos falta más reflexión, y preguntarnos por lo que de verdad deberíamos registrar, hacer perdurar. Ser más calmos al momento del “rec”. Recuperar ese cuidado de antaño, en donde sólo filmabas lo que considerabas verdaderamente importante, porque sabías que el material era costoso y que por ende no podías registrarlo todo.
Vivimos en una época (¿o economía?) donde la imagen cada vez se democratiza más en su acceso, en su producción, pero en la cual la misma se ha transformado, al parecer, en una suerte de tirano.
“La política empieza en tu propio cuerpo” decía un rayado con spray en una farmacia del sur de Santiago. La consigna debe haber durado muy poco en el muro de ese lugar. Yo recuerdo haberla leído hace casi un año, y entonces entendí que la lectura de la política que ese pensamiento proponía, escrito en un local donde se venden productos que prometen la salud y la higiene, revelaba la comprensión de otras formas de dominación, diferentes de la violencia explícita de los femicidios, el desempleo y los lumazos policiales. Formas de dominación más sutiles, podría pensarse, como las regulaciones de los cuerpos (y, por lo tanto, de los comportamientos) por parte de la industria farmacéutica y las instituciones de la salud, que generalmente no se cuestionan como asuntos políticos, sino en términos de gestión o de colusión. Formas que trasladan el modo de pensar lo político desde las instituciones al “propio cuerpo” que apelaba ese rayado.
En alguna medida, El destapador (2012, 20 min) de Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda parte de esta misma idea: la de expandir el terreno de pensabilidad de la política hacia los cuerpos, problematizando también los espacios de relaciones sociales, los modos de resistencia y las posibles representaciones.
Sobre el cine de Sepúlveda y Adriazola (El pejesapo, Mitómana, Aztlán) se ha escrito bastante[1]. Sin duda han iniciado una ruptura en el conservador y muchas veces reaccionario campo del cine chileno contemporáneo. Pero, asimismo, hay ciertas ideas en las numerosas críticas y estudios de su obra, que parecen recorrer solo la superficie de sus producciones. Se dice que es un cine que habla de los márgenes de la sociedad, de los sujetos excluidos, de la imposibilidad de surgir. Que es un cine “antisocial” más que “social”, como el Festival que ellos mismos organizan. Que está en los márgenes de una industria audiovisual que todos ponen en duda. Incluso, se dice que Raúl Ruiz[2], tras ver El pejesapo en alguna ciudad europea, habría afirmado que se trataba del “único cine de vanguardia en Chile en ese momento” y que “tal vez Sepúlveda no era consciente del valor cinematográfico de su cine, porque le importaba más su función política”.
Pero, ¿cuáles son los márgenes de la sociedad?, ¿qué hace a un sujeto estar excluido?, ¿de qué se encuentra privado Daniel SS o los cuatro personajes que habitan la casa okupa en El destapador? Y volviendo a la opinión que se atribuye a Ruiz, una vieja pero siempre necesaria pregunta sobre las vanguardias: ¿qué hace político al cine político?, ¿la reflexión, la explicitud, la novedad?, ¿el discurso incendiario, el ensalzamiento de un líder, el retrato de las masas populares?
No pretendo dar respuesta a estas cuestiones. Sólo las traigo a colación porque deberían ser preguntas constantes en la reflexión del obligatorio nudo cine-política.
Antes de continuar, quizás haya que decir algunas cosas más precisas sobre El destapador. La primera versión que tuve ocasión de ver era bastante diferente de este corte final. Fue pre-estrenada en 2010 en la Universidad de Chile, para la quinta versión del FECISO, en el marco de una tanda titulada “Nuevas narrativas”, junto a Señales de ruta de Tevo Díaz. En esa instancia, la película fue presentada por Luis Mora[3], profesor de la Universidad ARCIS, a partir de un texto sobre conflicto y contradicción, que valoraba la obra por su estructura exploratoria y no normativa, lo que podía conseguirse solo desde el alejamiento de la tradición narrativa agonal.
Esta estructura de búsqueda, de preguntas y no de respuestas, de contradicciones que no se resuelven con el triunfo de una postura sobre otra, está también presente, por lo menos, en los cortos Aztlán (2009, 25 min), Vasnia (2007, 30 min) y Mano armada (2002, 21 min), y los largometrajes El pejesapo (2007, 98 min) y Mitómana (2009, 100 min). Esta perspectiva interrogatoria abre un tipo de relación distinta entre el espectador y la obra. Las películas de esta dupla, lejos de pretender la enseñanza de una posición moral, exponen unos personajes y unas situaciones que generan muchas más dudas que certezas. Se dicen que son cintas “incómodas”, pero eso es cierto, precisamente, en relación al cine dominante. De alguna manera, apelan al sentido crítico de los espectadores, en el sentido de que buscan la reflexión: el acto del individuo de volverse sobre sí mismo. Y aquello se traduce finalmente en una acción política, más importante que la visibilización de los barrios marginales y los “problemas sociales” como el narcotráfico y la violencia de género.
El destapador es un concentrado de preguntas sobre los modos de relación de las personas y los cuerpos, siempre en la tensión de las posiciones dominantes y las resistencias. Dos mujeres y dos hombres habitan una casa okupada. Dos mujeres, en alguna medida, opuestas. Una joven lesbiana y una adulta homofóbica. Dos hombres, en la misma medida, menos opuestos. Uno –que parece tener más antigüedad en la casa- se atraviesa ganchos en la piel para colgarse y quedar suspendido en el aire, otro –que reconoce la soledad como problema existencial- le extrae sangre con una jeringa para intentar venderla. Todos conviven en una antigua casona y cada uno parece tener su propia forma de ver y afrontar esa circunstancia, lo que expresa diferentes posiciones, que chocan, que producen problemas. El compromiso y la soledad. La cámara recorre el interior del espacio. Siempre es subjetiva pero no tanto en el sentido de que represente a un personaje, como en el hecho de que en su movilidad nunca vacila, siempre sabe hacia dónde ir, sabe qué mostrar. Tiene un punto de vista que no es la preferencia por el discurso de un personaje sobre otro, sino precisamente la contradicción de las posturas. Un guardia tapa el lente con su mano, en una escena que nos recuerda mucho la del Registro Civil en Aztlán. El banco de sangre al que llegan es el resumen de la institución, una sinécdoque del Estado. Protocolo, norma y regulación. “No puede grabar acá”. “¿De dónde salió esa sangre?”. “¿Cómo lo va a cambiar por un carnet de hombre?”.
La sangre se la extraen al sujeto que está colgando. La suspensión es su modo de experimentar el dolor para abrir paso a nuevas formas de conocer el cuerpo. ¿Para qué quieren vender la sangre?, ¿realmente esperan que un hospital se la compre?, ¿qué “significa” aquí la sangre? Lo que importa es cómo se devela el dispositivo de la salud, las operaciones burocráticas mediante las cuales se procura la asepsia, la higiene, el control por parte de la institución del cuerpo al que se le saca sangre. Y cómo estos modos procedimentales de concebir y “tratar con” el cuerpo, articulados a un sistema social de organización y gestión de la salud pública, aparecen en oposición a la acción individual, aislada, contemplativa, del hombre que decide atravesar su piel con ganchos y quedar suspendido, en el oscuro subsuelo de una casa okupada.
Luego, hay otro afuera en El destapador. Ambas mujeres van a una marcha, llevan un lienzo que dice: “Mujer = Trabajo igualitario”. El guanaco disuelve la marcha. Un helicóptero policial sobrevuela. Se refugian de los gases lacrimógenos en una tienda. Es el ejercicio tradicional de una política que se ha vuelto obsoleta. El lienzo, la marcha y la represión como expresiones de una movilización circunstancial, de una causa que quiere entrar en el orden de lo posible. El fetiche de la izquierda por las fechas y conmemoraciones que cada vez inspiran menos la posibilidad de un proyecto colectivo. Nuevamente el lienzo, que uno alcanza a leer con la suma de tres tomas: “Mujer”, “trabajo”, “igualitario”. Políticas de la igualdad, políticas de la paridad. En el capitalismo contemporáneo, este reclamo puede entenderse así: que las personas médico-legalmente asignadas como mujeres “tengan el derecho” a ser sometidas a las mismas condiciones de explotación que los asignados hombres, en el régimen actual de producción y acumulación de riquezas. Esta operación de un afuera, también se configura en oposición a una forma disruptiva e interior de la política, que cristaliza en la secuencia final.
La misma casa okupa se presenta como un espacio de indefinición. La vida allí es una excepción con respecto a la vida productiva y de consumo que impera en la norma. Hay roces entre los que allí viven, hay volás distintas, hay molestia por el desorden, por que no se cumplan las expectativas. Y son el honesto testimonio de estos efímeros intentos por construir una comunidad, a la vez dentro y fuera de la sociedad. Ejemplo arquitectónico y psicológico del margen, como la construcción de la autopista Acceso Sur en Mitómana. La cámara transita por los detalles de la casa. Al comienzo, una muñeca Barbie cuelga del techo como luego se cuelga el sujeto. Allí la cámara enseña un efecto de gran angular pero sólo en el centro del plano. La Barbie se presenta distorsionada, torcida, alterada. Es la geografía excepcional de la casa okupada la que posibilita ciertas exploraciones en el ámbito de lo subjetivo, del uso del cuerpo y del cruce entre cuerpo y discurso.
Se puede decir que esta mujer a la que no le gusta la volá “de andar besándole la zorra a otras hueonas”, que va a la marcha a pedir trabajo igualitario, a la que la joven lésbica no puede desear porque es más madre que mina; podemos decir que ella no es el único personaje que representa el discurso normativo. En una discusión entre los dos hombres, el que se cuelga le espeta al solitario su falta de compromiso. El solitario no quiere que le digan qué tiene que hacer. “Como hemos sido criados, todos tenemos algo de fascistas”. No hay sujetos puros: esta síntesis de cuatro personajes son la contradicción, entre ellos y frente al afuera.
La narrativa aristotélica del cine, propia de las producciones espectaculares, pierde sus posibilidades políticas en la anulación del espectador. Así, un cine considerado en gruesos términos como político, un Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, Operación Ogro) o un Costa-Gavras (Estado de sitio, Z, Missing), leídos hoy día, reflejan mucho más el fracaso de los proyectos emancipatorios del siglo XX que las posibilidades de revolucionar el injusto orden establecido.
Lo que tiene de subversivo El destapador y este subterráneo y honesto cine que hacen Adriazola y Sepúlveda, es la coherencia entre sus condiciones de producción, su estructura narrativa, su potencial reflexivo y la circulación que le dan. No van a meterse a las locaciones con la distancia que comporta una puesta en escena con decenas de operadores con funciones muy específicas[4]. Presentan temáticas necesarias y urgentes, construyen personajes emocionalmente muy poderosos, dan un excelente uso al tiempo fílmico, ponen los acentos allí donde el cine dominante nunca se atreverá (y cuando lo ha hecho resulta una caricatura): el cuerpo, el género, la violencia, la institucionalidad. Su objeto parece ser lo otro de la norma. Revelan el engaño de las categorías binarias hombre/mujer, cuerpo/mente, ficción/documental. Y aunque pueda decirse con razón que cierta filosofía y otras disciplinas transitan desde hace tiempo por la comprensión política del cuerpo, El destapador no es un film teórico. Desprecia el elitismo. Y destapa algo –atrévanse otros a decir qué- ocultado durante mucho tiempo por la cultura dominante.
El concubinato era algo que los Romanos intentaron erradicar proscribiéndolo tanto social como legalmente. Considerado una mala costumbre aprendida de los liberales y excéntricos griegos, al parecer lo encontraban primitivo y muy alejado de su forma de concebir el orden, más distante aún de lo que los helénicos llamaban democracia. Hablando de la democracia, era el placer de los Romanos y ex-Romanos por ser dominados siempre bajo un yugo, un emperador oligofrénico, un dictador fascista o un empresario mafioso, pero en una comunidad que dice ser católica y que al mismo tiempo conserva plazas y estatuas con alegorías sodomitas, pasado de juergas dantescas de una Roma que era más fiesta que imperio. Así es la contradictoria Italia referente de la moda y cuna del neorrealismo, conceptos tan dicotómicos tan incongruentes como la misma Roma, donde es difícil no pensar en todo esto al momento de hablar de Fellini, responsable de una tan sincera y demente inconsecuencia como tambien lo es el pueblo que representa.
Fellini al parecer era un tipo excéntrico, al parecer muy similar al personaje que interpreta Peter Seller en “tras la pista del zorro”, un hiperventilado cineasta cuya forma de dirigir era cómica, y no esa versión metrosexual que se buscaba representar siempre reflejándose en un actor como Marcello Mastroianni. Es imposible no conectar 8 ½ con Italia y con el mismo Fellini, asi comoes difícil culpar a un cineasta de que Italia sea como es… pero sí es más fácil culpar a una película.
Guido es Fellini. Un famoso cineasta que al parecer se encuentra realizando un film de naves espaciales en donde lo único que está claro es que tienen un escenario en un desierto a medio armar, aparte de que no sabe qué hacer con la película de la misma manera que no sabe qué hacer con su esposa. Tampoco sabe qué hacer con su amante, ni si le atrae la joven novia de su gran amigo, no sabe si extraña su pasado, no sabe qué hacer con su amor platónico, no sabe si lo que siente es nostalgia o si debe culparla de sus temores del presente, si quiere escapar de todo. Guido tiene las cosas menos claras que Hamlet, y a pesar de todo tiene que aparentar frente a sus productores, periodistas y amigos, de que si va a hacer una película. Fellini siempre admitió ser un mentiroso. El cine es un oficio de mentirosos, de escritores maquillados que no saben escribir y que por eso hacen cine, o personas que disfrazan su procedencia y la vuelven en cine. La película se concentra en cómo esta madeja de problemas se van combinando con su nostalgia, con sus momentos oníricos y la realidad que no dejan en ningún momento de ser uno o lo otro.
Es un filme de brillantes contradicciones, no solo es una reflexión individual de un director que no tiene claro qué hacer con su vida, pero termina siendo un ensayo de qué es el cine. La palabra «cine» no solo simboliza un grupo de anticuados haciendo películas de duelos, galanes de ojos delineados y buscadores de tesoros. La palabra cine, en su origen, significa movimiento, y esta película cuestiona los elementos estáticos que se ha impuesto la sociedad, en especial, en el viejo continente donde también creen ser creadoras de las rígidas directrices que fijan los cánones de moralidad, basado en la demencia de algún emperador guerrero incoherente fanático cristiano.
Vida y Muerte… siempre vemos ese juego, la sensación de soledad, a pesar de estar rodeado de un zoológico de seres extraños, sus personalidades y estereotipadas vestimentas nos recuerdan a la etapa de caricaturista de Da Vinci. Fellini desde niño amaba los circos. Para él, el mundo que lo rodeaba era sólo un circo con personajes extraños, tanto en su forma como en sus acciones. La ausencia de la partida de alguien, o tal vez de su propia partida, de esa eterna sensación de que la película habla de un autoexiliado, de un mundo onírico ahogado en el presente y en las ausencias del pasado, en esa búsqueda de lo que se a perdido en el tiempo de vida avanzado. Esa sensación de ser una reflexión madura a portas del final, algo que siempre queda como sensación en los filmes de Fellini cuando sus protagonistas quedan mirando el horizonte con ese sentimiento encontrado y con un desaire de partir, dando a entender que esa parece ser la única opción.
La mentira nunca pudo aproximarse tanto a la verdad. Con música de Nino Rota que resume todo ese espíritu de Fellini, llena de diferentes pasajes y con variados sabores, aromas, esa melodía nos da la sensación de que de lo cómico y sin sentido es como avanza el mundo, esa sensación de ver a Marcello Mastroianni como siente que ya no es él, y que no sabe quien es ese hombre que esté en el espejo, trata de armar a Guido, o recrearlo, con sus recuerdos, e intenta de completarlo con hologramas que ve de él en esas mujeres que dice amar o desear. La semiótica de los personajes es una flora que crea como espejos que se convierte en cuadros de su pasado, y eso se combina con los juegos de elipsis en espacio y tiempo, donde el presente no es lineal, es circular vuelve a los recuerdos y hasta se pasea por los sueños.
Las mujeres de Guido. Cada una de ellas representan sabores, aromas, colores, texturas. Una visión machista y sincera, un machismo que entiende que no sabe qué domina, ni si se domina a si mismo, filosofía primitiva y salvaje. Más que quererlas, amarlas, desearlas o extrañarlas, él quiere esos momentos, esas pasiones, esa vida. Pero ese duelo de vaqueras está principalmente entre su esposa y su amante, aunque son más los bandos involucrados. Su esposa es el simbolismo de todo lo rígido, y al mismo tiempo la necesidad de estabilidad que busca el hombre desde que se volvió sedentario y la usó como cimiento, cuando empezó acotar el mundo evitando las cajas de Pandora. La amante, es la diosa de los demonios, libre, loca incontrolable. ¿Su esposa fue alguna vez así? Claro, cuando jugaban, cuando estaban locos y borrachos. Siempre existe un esplendor, ese instante, ese que se persigue, se obsesiona, se lucha. Y cuando esto ocurre… después se intenta volver a recordar o extrañar.
Tal vez volviendo a ese momento en que los protagonistas de los filmes de Fellini reflexionan, entendiendo que es ese el esplendor que buscan, que al final solo son esencias, y que tal vez como la Luz se tiene que entender que se es aura y carne, que se tiene que entender esa Dualidad. Fellini tiene razón en algo: el cine no se escribe, el cine se maneja de otra forma… el Cine es Luz, y del papel queda lo que fosilió la luz. Ambos tienen su sentido casi opuesto. En 8 ½ se a apela que el cine tiene que buscar su forma de luz. Por otro lado, éste es el Fellini mas criminal de criminales, nos dió una película que al igual que otros hitos suyos, es el Fellini que vende Italia como marca, esa Italia de multitienda, esa Italia estereotipada, esa Roma que sirve para la cámara de turismo. Pero también podemos sentir más que un Fellini sofisticado, que come en platos con diseño de Restaurante Internacional de cinco tenedores, un sabor campestre y una fiesta de manteles de tela escocesa, cocineras gritando “pasta al pesto!!!”, hombres gritando por que la pasta estaba fría. Ese sabor con mas sapiencia, con tonos fuertes y una formula propia que nunca se parece cada vez que se vuelve a cocinar. Pero todo es, a la vez, 8 ½, esa película de ese cineasta tan amante de las tetonas como Russ Meyer.