Categorías
Especial: Balance 2011 / Artículos / Crítica

Lo mejor del 2011: «El Mocito» y «Anónimo»

Por: Luis Horta / 19 de febrero, 2012

El Mocito, de Marcela Said y Jean de Certeu

Mucho se ha hablado de “El Mocito” como una de las grandes películas de 2011. Sinceramente no creo que sea así. Más bien es una película correcta, claro, pero que si comenzamos a leerla ideológicamente puede contar con algunos aspectos cuestionables. ¿Cuál es el fin de replicar la estrategia de la épica, del pequeño héroe anónimo, cuando el personaje trasciende arquetipos? La historia documenta la vida de quien fuera empleado de los centros de tortura de la Dictadura, rol que cumple sin saber a ciencia cierta de que se trata, hasta que toma conciencia de ello hoy, casualmente con la película. Es ahí donde encontramos dialécticamente una concepción de sociedad, punto de vista revelado únicamente con el montaje. La condena aparente de un ser miserable, que no puede insertarse en la sociedad y debe huir sin poder establecerse, es finalmente la condena a un régimen oculto tras el velo del drama humano. Aún así, cuando el personaje decide aportar antecedentes a una familia sobre el paradero de uno de los suyos aún desaparecido, ¿Qué se obtiene con la mitificación formal que se instala al final de la película, con esta epopeya anónima pero no resuelta como lo son la tortura y las ejecuciones realizadas por más de diecisiete años? Indudablemente “El Mocito” es una película interesante, la primera experiencia netamente cinematográfica de la dupla Said-De Certeu, distanciándose del periodismo de sus anteriores films que era precisamente lo que las perjudicaba. Es un paso adelante en cuanto a utilización de recursos. Pero aún queda desprenderse de los vicios propios de aquella profesión, y descubrir que es el personaje el que propone, más que el director, porque la vida es demasiado compleja como para encasillarla tras un objetivo o una obsesión personal.

Categorías
Especial: Balance 2011 / Artículos / Crítica

Lo mejor del 2011: «Efectos Especiales» (Dir: Bernardo Quesney)

Por: Luis Horta / 19 de febrero, 2012

En cine, los efectos especiales son las ilusiones y trucos creados para crear una nueva realidad, sólo verosímil dentro de una obra. Son artilugios y mentirillas técnicas imperceptibles dentro de la lógica de una película.

«Efectos Especiales» es también la nueva película de Quesney, un casi estudiante de cine que ya tiene dos largometrajes y varios videoclips de bandas onderas, bastante para cualquier joven veinteañero. Puro empeño y eso se valora: hacer más que teorizar. Su segunda película está dirigida para un pequeño grupo, cineastas y amigos de cineastas, estudiantes de audiovisual y teatro. No busca llenar salas (su estrategia fue rotar por cualquier lugar menos en una sala de cine, incluso una función por www.disorder.cl) ni ser nominada a los Altazor, sino más bien reírse. Reírse y hacer reír. ¿Con qué? Con la forma en que se hace cine en Chile.

«Efectos Especiales» no es una gran película ni es una obra revolucionaria, pero algo tiene que nos permite no solamente reírnos del circuito en que el cine chileno hoy se maneja: grupúsculos de pequeño poder, movidas, grupillos de elite que manejan lo que se debe y no se debe ver de nuestro cine más allá de las fronteras del país. Quesney, que no tiene nada que ganar ni nada que perder, escoge al menos cinco elementos que los cineastas chilenos han explotado en los últimos veinte años, y se ríe de ellos. A saber:

1. Explotar recurrentemente el Golpe de Estado
2. La sexualidad reprimida proyectada por sus autores
3. El campo y la imagen artificial de lo popular
4. La moda mundial del cine contemplativo
5. Las arbitrariedades pseudo artísticas de relatos que no van a ninguna parte.

Juntando todo eso, más un par de actrices dispuestas a hacerlo todo, y un joven director arrogante egresado de las lucrativas escuelas de cine, y “que hace videoclips de Javiera Mena”, es finalmente “Efectos Especiales”, una película de riesgo, que podría haber sido más provocativa aún, es cierto, pero que dice lo que nadie había dicho, pero sí pensado. La película es una hipotética filmación realizada en tiempo real con un jovencito director arrogante y burgués, una actriz de publicidad y otra entusiasta actriz. La historia que filman en el campo es ridícula y antojadiza, y cambia como cambia el ánimo del director. Todo concluye en un ataque histérico de quien encabeza esta joven y alocada filmación, cerrándose todo en un largo y contemplativo plano hecho para públicos europeos. Sin embargo este hilo narrativo no hace justicia a lo que ocurre dentro del film, develando una sátira al clasismo imperante en un medio que se caracteriza por imponer vicios propios del subdesarrollo.

«Efectos Especiales» es restrictiva, y eso es parte del riesgo. Quien no se interese en el cine chileno básicamente se aburrirá, le será indiferente e incluso el ejercicio narcisista le parecerá grotesco y fuera de lugar. Y es cierto, porque Quesney se exhibe a tal punto que se pseudo interpreta pero a la vez burlándose de quizá cuantos compañeros de cuantas escuelitas de audiovisual que juegan a hacer buen cine sin conocer siquiera a Glauber Rocha. Sin embargo, la carencia de «Efectos Especiales» se encuentra en el discurso, donde no busca cambiar nada y termina por transformarse en una anécdota. El final, una cita a las edulcoradas películas contemplativas tan de moda, probablemente será vista por estos mismos cineastas con un gesto cómico, pero nada más. El no quedar “tan” mal es el pecadillo oculto de este film, que por cierto gana en todo lo otro: subvierte el sistema de las producciones nacionales con una pieza medio improvisada, filmada en un solo día pero con la claridad de la sorna y el sarcasmo. En concreto, es develar los efectos que reitera el cine oligárquico para tratar de ser chileno, como si ello fuese una marca exportable y rentable.

En su original forma de subvertir ciertos cánones, lecturas del país y de una cinematografía-espejismo muchas veces inflada por teóricos sin ideas y sin calle, la película es uno de los aciertos de 2011, pero también un golpe a la comunidad cinematográfica empotrada en oficinas iguales a las de Luciano Cruz Coke, que rigiéndose por estándares folklóricos aportan poco y nada a la producción, y que en su vanidad poco lo sentirán, pero quedará para ser leído con el correr de los años en su real dimensión.

Categorías
Especial: Balance 2011 / Artículos / Crítica

Lo mejor del 2011: «Nostalgia de la Luz» (Dir: Patricio Guzmán)

Por: Pablo Inostroza / 19 de febrero, 2012

La insistencia de Patricio Guzmán por la memoria necesitaba una reformulación, para no agotar los recursos históricos que nos contextualizan y nos salvan de convertir el pasado en un museo estéril y aséptico. Esta reinvención llegó de un modo enrevesado pero sumamente ingenioso, con esta película que hilvana diferentes pesquisas en el desierto de Atacama; un lugar esencialmente enigmático, que sirve como escenografía y pretexto para reunir a heterogéneos personajes que viven del pasado y desde sus cavilaciones nos explican las particularidades de sus búsquedas. Este motivo de vida, tan honestamente contrario a la ideología chilena del progreso que sobrepone el olvido para seguir fortaleciendo el modelo de desarrollo neoliberal, pone en tensión el mismo paso del tiempo y la forma en que habitamos un presente que físicamente no existe. Patricio Guzmán observa la distancia entre el cielo y el suelo con el asombro de un extranjero. Sabemos que es un director que gusta de poetizar las cosas sencillas. En “Nostalgia de la luz”, el paso del tiempo funciona como el hilo conductor que sutilmente concatena las experiencias y cosmovisiones de un astrónomo, un arqueólogo, un grupo de mujeres familiares de detenidos desaparecidos y dos ex prisioneros políticos.

Desde su poético título, esta obra tiene una presentación ambiciosa. La identidad autoral de Patricio Guzmán demuestra su reposada madurez y se conjuga con la vastedad de la pampa y los cielos del norte, resultando una película necesariamente multifacética, cuya atmósfera meditativa conduce a una introspección colectiva –si cabe- cruzada por aquellas grandes preguntas en torno a la historia y la existencia que sólo parecen surgir en profundidad gracias la distancia de la sociedad y su frenético ritmo. El gran valor de esta cinta es que no se enreda en la teorética elevada que aleja a la filosofía de las personas corrientes. Que el calcio de las estrellas sea el mismo de los huesos humanos, de los científicos que controlan los telescopios y de los detenidos desaparecidos a quienes buscan sus familiares, abre con sencillez una perspectiva universal sobre la deuda de nuestra comprensión de los crímenes políticos y las fisuras morales de una nación cínica.

Si bien ya habíamos visto la estética de solitud y desgaste de Atacama en piezas como “La sombra de don Roberto” (Juan Diego Spoerer y Håkan Engström, 2007), aquí el uso de las fotografías fijas, la reconstitución subjetiva de las experiencias de prisión política, y una muy idónea banda sonora original sitúan con pericia la majestuosidad del desierto en el terreno de la interrogación, con algunos abusos en los efectos de las transiciones, que sin embargo no opacan el resultado final: la obra más lúcida que Patricio Guzmán podría hacer en el siglo XXI para preguntarle a Chile sobre qué suelo cree estar caminando.

Categorías
Especial: Balance 2011 / Artículos / Crítica

La Mejor Película del 2011: «Quiero Entrar» (Dir: Roberto Farías)

Por: Guillermo Jarpa / 19 de febrero, 2012

Es posible diagnosticar que la tendencia del cine contemporáneo a difuminar los límites institucionalizados entre “ficción” y “documental” – tendencia que en el cine chileno contemporáneo ha tenido gran protagonismo – , responde a la necesidad de desestructurar los discursos oficiales, en un intento por promover una historicidad alegórica, más bien descentrada y provocativa. Aquel movimiento conlleva una reflexión sobre la imagen audiovisual, en tanto dialéctica que enfrenta su estatuto como representación – la verosimilitud de la imagen: la estrategia – con su historia – cómo la imagen representa y de acuerdo a qué condiciones: la táctica. Quiero Entrar (2011), la ópera prima del actor Roberto Farías, expone con lucidez e intencional desgarbo  estos modos de comprender la imagen contemporánea: un fantasma que fragmenta la memoria. No obstante, su característica más personal y notable – y que permite el rutilante zigzagueo entre el drama alegórico-documental y la risa cruel – es la interpretación que realiza de los mecanismos opresivos con que la televisión aprovecha las pulsiones de los sujetos, para instalar ideologías acordes a sus lógicas fatalmente modernizadoras. En ese sentido, Quiero Entrar es una película sobre los sueños que la imagen puede arrendar. Nada más ilustrativo que Felipe Avello diciendo, en el estelar de la reina Cecilia Bolocco: “¿y qué pasará mañana con él?”.

No es baladí el hecho de que la película esté dirigida por un actor; lo que se desprende en un primer momento cuando nos enfrentamos a la historia de Eduardo Orellana, es presenciar la de-construcción del método actoral: aquello que divide, relaciona y confronta el acto del sujeto, la figura del actor, y el gesto del personaje. Estas tres dimensiones mantienen su jugueteo a lo largo de la exposición seudoficcional/seudodocumental, gracias a una hábil construcción sintáctica que permite diferenciar entre la pose de Eduardo – aquellos momentos en que describe su deseo de “querer entrar” al mundo de la televisión como animador -, y la memoria de Eduardo – aquellos otros momentos donde su casa se atiborra de fantasmagorías que representan las cargas de una memoria fragmentada que no terminan de consolidarse como proyecto; alegoría política del Chile contemporáneo. Ambos espacios se develan carnavalescamente dantescos, como si la caída al infierno de las imágenes contuviera dos anillos que se miran especularmente, pero no se tocan. Dos caras de una moneda espectacular.

Existe otra imagen que aparece a intervalos, y que, en cierto sentido, marca la diferencia entre una película que se piensa como un experimento audiovisual, y una película que intenta bucear en los límites de la imagen para construir una crítica. Las imágenes de Eduardo en los programas, ficciones y comerciales televisivos adquieren, en la estructura de la película, toda la fuerza de un testimonio trágico, en línea con la idea del poder evocativo-nostálgico de una fotografía: aquí estuve yo, aquí ya no estaré más. La televisión realiza el mismo ejercicio, pero estableciendo un “aquí estuve” masivo, que así y solo así entra al tejido de la memoria: existo por que la televisión me lo permite. No es la idea demonizar la televisión, como lo podría realizar una crítica conservadora de la cultura, sino examinar las lógicas que determinan su cualidad de “bien simbólico”: ahí donde la imagen establece el límite entre lo visible y lo in-visible: la televisión como la puerta que permite la entrada a los sujetos a una modernidad contradictoria, de señuelos y espejos vacíos. Aquel lugar donde todos queremos ser reinas:. Chile es Cecilia Bolocco; todos somos Eduardo Orellana.