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Chicago Boys, de Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano: Junten Odio, camaradas

Por: Catalina Moya + Pablo Inostroza

Las amplias expectativas que crea la aparición de un documental sobre los economistas chilenos que instalaron el neoliberalismo en este territorio, son ajustadas estrictamente al valor histórico de sus propios testimonios en primera persona. Porque quizás la denuncia de los golpeados no reverbera tan fuerte como la honesta arrogancia de la burguesía, es que hay que tener los pulmones bien llenos de aire frente a esta película, pues el desparpajo de los ricos revela su ignorancia del mismo país que quisieron modelar.

Chicago boys es una obra a la que deberíamos procurarle la más amplia circulación para descifrar el teatro político contemporáneo, porque su vocación periodística es absolutamente contraria a aquella que signa lo que comúnmente denominamos periodismo. Su valor reside en la configuración de estos personajes a partir de lo que ellos mismos dicen de sí, precisamente, en tanto personajes de un proceso. Es decir, en tanto artífices de una economía privatizadora basada en una filosofía del individualismo, y que devino una moral y una cultura que son la frontera y el pavimento de lo posible políticamente hasta el día de hoy en Chile.

No estamos, sin embargo –y es justo aclararlo– delante de una cinta que examine esas transformaciones políticas, económicas y culturales que la experiencia de la dictadura cívico-militar instaló y sedimentó. Antes bien, se trata de un documento histórico, construido principalmente desde la entrevista, pero también desde archivos –fragmentos de otros documentos que habían permanecido celosamente guarecidos en colecciones personales e institucionales. Hilvanado en tres capítulos, con una narrativa sobre todo cronológica, la película abre y cierra apelando de manera bastante timorata y superficial a los conflictos del presente. Los drones en los cielos de Apoquindo y las imágenes más festivas de las manifestaciones de 2011 resultan finalmente prescindibles, cuando no demuestran otra lejanía respecto de las resistencias y contradicciones al capitalismo en los últimos años. No obstante, esto en ningún caso merma la potencia reflexiva que desatan los testimonios de los discípulos chilenos de Milton Friedman.

¿Quiénes son y qué dicen los Chicago boys?

Como es sabido, el título del documental es el mote con que se conoce a los más destacados estudiantes de economía de la Universidad Católica de Chile, quienes, seleccionados por sus profesores, fueron a realizar estudios de postgrado a la Universidad de Chicago desde 1954, en el marco de un convenio entre ambas casas de estudios. La cinta aborda los testimonios de Sergio de Castro, Ernesto Fontaine, Carlos Massad, Ricardo Ffrench-Davis, Rolf Lüders y quien se convirtió en el padrino de estos entusiastas: el profesor Arnold Harberger, a quien los refinados ingenieros comerciales llaman tiernamente “Alito”.

– “Queríamos mejorar la economía chilena”.

– “Hablábamos poco de política”.

El primer capítulo, titulado La semilla, refiere los años previos al gobierno de la Unidad Popular, precisamente cuando los recién titulados economistas viajan a Chicago y, en paralelo a su formación universitaria, desarrollan un sentir común, que podemos resumir en el American dream o ethos norteamericano de la libertad individual. Anecdóticos pero muy ilustrativos resultan los recuerdos sobre la estrechez de la beca, que no les permitía comprarse más de un abrigo al año, o sobre la vida fuera del estudio: la esposa de Carlos Massad, les cocinaba dulcemente a él y sus compañeros, mientras éstos jugaban a la rayuela en el antejardín de su búngalo. Conjugando los registros en 8mm filmados por ellos mismos con sus alegres memorias de camaradería, juegos y discusiones, se comienza a prefigurar una unidad en torno al grupo. Se autodenominan “mafia” y admiten importantes afinidades valóricas, a pesar de que según sus propias palabras no tocaban temas políticos. En esos años compartidos de lecturas, juventud y whisky, se estimularon recíprocamente, seguros de que volverían “a cambiar la economía chilena y latinoamericana”.

Dedicados a la vida académica, hicieron escuela en la Universidad Católica de los ’60, introduciendo las teorías monetaristas de Chicago con la intención de “elevar el nivel” de la forma como se enseñaba la economía en Chile. El documental, sin embargo, no tiene mucho interés en explicar los principios de las teorías económicas de la Escuela de Chicago, los cuales se basan en la irrestricta defensa del libre mercado y en oposición a cualquier participación del Estado en las industrias y demás ramas de la economía. Para la campaña presidencial de 1970, escriben un primer manuscrito de El Ladrillo, como es conocido el programa político de “libertad económica” que le presentaron al candidato conservador Jorge Alessandri. Pero el último patriarca del latifundio lo desestima, y señala categórico que es “demasiado radical”.

Los principios éticos para defender esta reforma están respaldados por lo que ellos llaman insistentemente “libertad”. Pero detengámonos aquí, en la cosmovisión liberal que es la matriz de los Chicago boys. Antes que todo, hay que comprender la perspectiva que para ellos dota al mercado de un carácter autónomo, como una sustancia que no fuera mediada por el hombre y que se adapta y acomoda, sostenida por una potencia interior. “The market knows” decía Friedman en sus clases, asignando al mercado una vida propia que debe desplegarse libremente. Los Chicago boys postulan la existencia de un Estado mínimo, jibarizado, que no intervenga en el devenir del mercado más que para asegurar el derecho de la propiedad. Tanto los primeros liberales económicos (Adam Smith, John Stuart Mill) como sus paladines más modernos (Milton Friedman, Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek) afirmaron que el motor de esta regulación espontánea serán la ambición y el bienestar egoísta de los individuos. Todo esto sobre la filosofía hobbesiana de un individuo que preexiste a la sociedad, y para el cual el resto de la humanidad no son una comunidad posible sino los potenciales enemigos frente a los cuales hay que resguardarse y competir.

Friedman llegará a decir que “no existe sociedad sino la suma de sus individuos”. Tal ilusión fundamenta la utopía neoliberal (en el decir de Jorge Vergara), que se presenta como una cuestión estrictamente económica, técnica, lejana del campo de la política; que es lo que están diciendo permanentemente los Chicago boys. Convencidos de que el individuo busca el éxito, el reconocimiento y la acumulación de dinero, los neoliberales fomentarán la ambición, transfigurando los conceptos económicos que el desarrollismo había sostenido en América Latina hasta los años setenta. Desarrollo, finanzas y competencia: economía abierta. Éste es el esplendor del sistema neoliberal, sus raíces y potenciales superestructuras. Las leyes del mercado justifican sus consecuencias: la brutal desigualdad y la miseria que azota a los desposeídos son fruto de su propia pereza y falta de ambición. El pobre es pobre porque no se esfuerza lo suficiente.

Si la libertad es la ausencia de coacción de Hobbes –como pretenden los neoliberales– entonces todos los proyectos que se basen en un principio de bienestar común les son ajenos y enemigos. Desde el republicanismo rousseauniano a los socialismos modernos. El éxito neoliberal sólo es posible en la conquista de esta libertad. Si en el Chile de los años sesenta no había una tienda donde Fontaine pudiera comprar la misma camisa que tenía De Castro, entonces el país era simplemente una mierda. Pero, como queda en evidencia, la libertad capitalista es demasiado trivial como para perseguirla. Entroncar la realidad a este tipo de aspiraciones, reducir la causa eficiente del hombre al cumplimiento de sus deseos materiales individuales, ¡como si algo similar fuera posible!, es un despojo total de sus capacidades y de la potencia humana. La ontología moderna del capital presenta la opción de la “libre elección” como libertad real, dentro y sólo dentro, del mercado como mundo total. ¿Puede ser, entonces, la economía algo distinto de la política, tal y como lo plantea cada uno de estos personajes, cuando les preguntan por su rol durante la dictadura?

Criminales de escritorio

El desenlace de estas fuerzas está trágicamente inscrito en nuestra carne, porque la historia no le pertenece al pasado, como quieren creer aquellos que gustarían se dejase de hablar de la tortura y los desaparecidos, porque lo más importante –dicen– es mirar hacia adelante.

Allende ganó las elecciones y, por no haber llevado la revolución hasta el final, la burguesía actuó de la única forma que sabe: haciendo pagar con sangre el susto que el pueblo le hizo pasar, en las palabras del viejo Malatesta. Mientras Agustín Edwards volaba a Washington para reunirse con Henry Kissinger, los ingenuos Chicago boys cumplieron con la orden de terminar el manuscrito que habían comenzado para Alessandri. Pero Sergio de Castro “no tenía idea” que ese apuro, procedente de la Cofradía Náutica del Pacífico Austral, buscaba la más pronta aplicación material de las doctrinas contenidas en El Ladrillo, cual es también el título del segundo capítulo de este documental, cuya parte más polémica pretende ser la pregunta sobre el nivel de conocimiento que tenían los tecnócratas sobre la masacre eufemísticamente llamada “violaciones a los derechos humanos”. Para su problematización, permítasenos un salto histórico, ya clásico a estas alturas.

La experiencia histórica del Tercer Reich trascendió en la buena conciencia occidental como el más aberrante de los proyectos políticos, por cuanto llevó la técnica a su mayor potencialidad destructiva, al exterminar industrialmente a más de diez millones de personas durante el holocausto. Sobre los campos de concentración europeos, uno de los tantos intelectuales judíos alemanes que huyeron del fascismo hacia Estados Unidos, sentenció: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Y, otra filósofa judía alemana en América, hizo las veces de periodista cuando, descubierto un criminal de guerra nazi en Buenos Aires, fue llevado a juicio en Jerusalén por los servicios secretos de Israel y finalmente ejecutado. Lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal” no es sino el estricto cumplimiento del deber del funcionario, por lo tanto la refutación de que los criminales de guerra y torturadores son enfermos mentales o víctimas de pasiones desaforadas. Allí donde la circunstancia de su trabajo es la guerra y su objeto la población, el funcionario acusa no ser culpable por ejecutar la masacre.

Por supuesto, esto explica también cómo los miles de soldados que sustentaron la dictadura militar chilena, así como los agentes de los cuerpos de seguridad, con el fundamento de la doctrina de seguridad nacional, se escuden hoy ante los tribunales señalando que sólo cumplían órdenes.

Pero llevemos el argumento más allá.

Adolf Eichmann, el ex SS capturado por el Mosad en la Operación Garibaldi, se defiende en su juicio afirmando que él ocupaba un cargo administrativo en la solución final a la cuestión judía. Es decir, era un técnico, alguien que hacía su trabajo y se preocupaba de hacerlo bien. Haya sido esto llenar formularios con los nombres de los seres humanos que recorrían media Europa para terminar de morir en los campos de exterminio, o bien la elaboración y ejecución de un plan económico que despojaba a la población chilena de todos sus derechos sociales, vendiendo a precio de huevo las industrias del Estado y sometiendo a la población a sueldos de hambre con los programas de Empleo Mínimo (PEM) y de Ocupación para Jefes de Hogar (POJH).

La paradoja es indiscutible. La mentada libertad económica que sustentan todos los tenaces defensores de este nuevo esquema social se implanta sobre una montaña de cadáveres. Las cifras de los informes de verdad y reconciliación sólo aportan evidencia de que la verdad nunca podrá traer reconciliación.

Una pintura de Francisco Papas Fritas dio en el clavo: El carpintero Milton Friedman sostiene en su mano derecha al títere que es el militar chileno Pinocho. Pero fueron sagaces internautas quienes completaron el meme de la distopía, añadiendo a la pintura un texto que decía: “Capitalismo y fascismo: una linda historia de amor que los liberales fingen que no existe”. Puesto que no sólo se trató de una masacre brutal sobre la clase trabajadora a manos de los militares, sino del acabo total de la vida política y el saqueo de los empresarios a los bienes nacionales, es que los Chicago boys no pueden sino ser agentes de la dictadura, de la misma forma que un Mamo Contreras pero sin mancharse las manos directamente. Por mucho que insistan en que no sabían de las torturas, asesinatos y desapariciones, y que ellos estaban dedicados a los asuntos estrictamente económicos en sus oficinas de los ministerios de hacienda y economía, y definiendo las políticas monetarias desde el Banco Central, su participación activa en el gobierno de la Junta Militar los hace criminales, los devela como inmediatos enemigos de los explotados.

La periodista Carola Fuentes le hace la pregunta a cada uno de los entrevistados con la misma sospecha: “¿De verdad no sabían de las violaciones a los derechos humanos?” Pero sobre la negación prevalece la sinceridad de los tartamudeos y el nerviosismo corporal habla con más verdad que cualquier excusa. Después de todo, la muerte les fue necesaria para infundir el miedo y la sumisión que les permitiera desplegar su programa económico con mucha menor resistencia, pero luego les sobrevino como incomodidad. Era mejor que los nuevos gobernantes vistieran de traje y no de uniforme. La dictadura perfecta del capital se llama democracia.

Las consecuencias

Chicago boys nos otorga el testimonio visceral de las energías que movieron lo que hoy conforma el medio donde se desarrolla nuestra vida. Es absolutamente necesario conocer las fuerzas performativas detrás de aquello que cuestionamos día a día. El film nos entrega un testimonio que puede llegar a desgastarse en su carácter excesivamente explícito. Se vuelve indispensable digerir un discurso que suena categóricamente violento, con frases como: “No me interesa la desigualdad, el problema es la pobreza (…) hay que disminuir la envidia, eso es todo”.  Esta pieza audiovisual nos da posibilidad de mirar de frente aquella banalidad que esta progenie ha querido disimular, cometiendo el error de sostener el mito de una despolitización en la economía. Chicago boys nos permite tocar con las manos el fulgor de lo fútil y abyecto que puede llegar a ser el motor para fundar un sistema económico tan malogrado como el que nos domina.

Cuando “Alito” Harberger se refiere a la represión militar en la reformación que ha padecido el país desde hace más de cuarenta años, advierte que no era necesaria tal fuerza para instalar y ejecutar el sistema económico neoliberal. De esto, el ejemplo más ilustrativo han sido los gobiernos de la Concertación y Nueva Mayoría, los cuales han perfeccionado el escenario del capitalismo, lo que no quiere decir que el derramamiento de sangre no haya sido la condición de posibilidad para su despliegue más brutal. Como plantea Naomi Klein en su Doctrina del Shock, recogiendo los principios básicos de la guerra de Sun Tzu, el terrorismo de Estado contra un pueblo que estaba organizado y poseía un elevado nivel de conciencia de clase, le quitó a este mismo pueblo su disposición a la lucha. Los militares allanaron el camino a los nuevos empresarios, cuyo paradigma ya no era la aristocracia ni la vieja Europa sino el mall, Miami y la promesa de la felicidad por la vía del consumo.

Lo que el documental no logra decir es que la consecuencia del neoliberalismo en Chile es un sistema de eterna esclavitud basado en la lógica del esfuerzo individual y en la moral del trabajo, en el sistema financiero y el endeudamiento, en la carencia de derechos sociales y en la mercantilización de todas las dimensiones de la vida, en la extracción ilimitada de los recursos naturales y su consiguiente destrucción de la tierra, en la mitología del libre mercado que encubre en realidad un mercado desregulado bajo el control de oligopolios coludidos en su conciencia de clase dominante; todo lo cual ha enriquecido a los mismos ingenieros sociales que modelaron este sistema, y a una pequeña casta político-empresarial, que gobierna las ruinas humanas heredadas de Friedman y Pinochet.

Fuentes

VERGARA ESTÉVEZ, Jorge (2012): La utopía neoliberal y sus críticos. En: https://polis.revues.org/6738

DIBAM (s/f): Dossier La transformación económica chilena entre 1973-2003. En: http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-719.html

ADORNO, Theodor (1951): Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. En: http://www.archivochile.com/Ideas_Autores/adornot/esc_frank_adorno0004.pdf

ARENDT, Hannah (1963): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. En: http://www.psicosocial.net/grupo-accion-comunitaria/centro-de-documentacion-gac/areas-y-poblaciones-especificas-de-trabajo/tortura/864-eichman-en-jerusalen-un-estudio-sobre-la-banalidad-del-mal/file

KLEIN, Naomi (2007): Doctrina del shock. En: https://youtu.be/KLu7aAPhxAk

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Vacaciones en familia, de Ricardo Carrasco Farfán

Por: Luis Horta / 27 de Enero, 2016

La tensión entre público y audiencia ha sido un tema de debate en el medio audiovisual chileno. Tanto por la supuesta precariedad en la asistencia a salas, como en la necesidad de compatibilizar con obras de nicho y valor estético. Con un sistema comercial copado por las cadenas norteamericanas, la ausencia de salas regionales o planes fortalecidos y pluralistas en la formación audiovisual, la comedia se ha transformado en un territorio exploratorio en la vinculación con los públicos: no solo lo atrae, sino que los satisface. El éxito de audiencia evidenciado en las películas dirigidas por Stefan Kramer o Nicolás López, generan el espejismo sobre una industria local y, curiosamente, merecen el mutismo de la crítica especializada. Se trata de películas populares, que tratan temas de una comunidad que se ve sublimada más que representada en acciones grotescas o burdas, pero que provocan aquello que el modelo niega, como es el placer de pasarlo bien ,el exitismo de un cine simple y sin mayor expectativa que el disfrute efímero.

“Vacaciones en familia” es una película que toma distancia de los modelos comerciales en el género, y propone una ácida crítica al modelo neoliberal en clave de comedia. Narra la historia de una familia de clase media alta, “Los Kelly”, que vive de las apariencias al nivel de llevarlo al delirio. La familia aparenta irse de vacaciones a Brasil, pero en realidad no tienen dinero y organizan un artificio que consiste en encerrarse en su casa para dar la sensación de estar de viaje. Esto no les permite enmascarar su patetismo, el cual se va fracturando por la emergencia de una familia que encuentra en el encierro los códigos de convivencia que aíslan a la madre y principal impulsora de la farsa. Su delirio concluye de la peor forma: desenmascarada y ridiculizada ante la comunidad, es identificada como pobre.

La representación de un mundo corrupto es uno de los móviles fuertes de una película cuyo humor negro aborda de manera inteligente problemas contemporáneos, dando cuenta de una condición de clase híbrida y poco definida, pero latente. La película transcurre casi íntegramente al interior de una casa, la cual opera como una fortaleza de la vanidad, de la misma forma que “El Castillo de la Pureza” de Arturo Ripstein, un drama filmado en México en los años setenta y que propone la historia de un padre que no deja salir a su  familia de su casa, con el objetivo de conservar los valores morales ante una sociedad perdida. “Vacaciones en Familia” apunta a lo mismo, pero en el mundo contemporáneo donde la representación del poder se personifica en la imagen, e instala de manera tácita el valor del capital y las apariencias como moneda de cambio cotidiano.

La película inicia con imágenes de altos edificios de los barrios empresariales de Santiago, posmodernidad que culmina con el ícono del consumo y neoliberalismo chileno como es el edificio Costanera. El final de la película es un primer plano de la madre mirando a cámara, completamente alienada y desquiciada por sus ansias de aparentar y que nadie se de cuenta que no tienen dinero. Esta metáfora visual es la esencia del discurso de la película, una aguda reflexión sobre una comunidad capaz de llegar a lo indecible por la imagen, que vive en ella y se autoconstruye vanidosa y cínicamente frente a un otro. No es necesario viajar a Brasil si se puede inventar este viaje en “photoshop”.  Es inútil el triunfo si no existe un otro con quien presumirlo.

“Vacaciones en familia” es el segundo largometraje argumental de Carrasco Farfán, quien con una vasta trayectoria en el cine documental parece tener una cercanía real con el sujeto popular y su cotidiano, lo que se ve proyectado en la película. Sin embargo, ella no está construida desde la comodidad anecdótica ni la mera contemplación de clase, sino más bien desde el desagrado y el malestar que significa el sistema. La película funciona como una representación de una clase dominada por un modelo que controla los hábitos del sueño y reinventa la geografía, pero que interpela al “espectador” sobre su condición en la sociedad. Aún así, el final es críptico e inquietante, ya que los sujetos quedan adormecidos mientras el modelo permanece inamovible.

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La Madre del Cordero, de Rosario Espinosa y Enrique Farías: Por un cine sin mitos autorales

Por: Camila Pruzzo Moyano / 27 de Enero, 2016

La Madre del Cordero” de Rosario Espinosa y Enrique Farías, nos permite percibir el trabajo colectivo en torno a la creación de un relato y cuestionarnos a su vez la necesidad de referirnos (como autores) exclusivamente sobre aquello que conocemos desde la experiencia personal. Largometraje realizado en el marco del egreso universitario, ésta obra retrata las problemáticas de una vida adulta que parece muchas veces olvidada no sólo por el cine, sino también por una sociedad cada vez más materialista e individual. Jóvenes autores que no superan los 25 años, construyen su discurso a través de la necesidad de volver visibles las historias cotidianas que muchas veces sólo cubre la televisión por breves minutos, fomentando el aislamiento, catalogando nuestro estado actual como enfermizo y criminal, la generación de nuestros padres, tíos, abuelos, sobrevivientes del Chile en dictadura y neoliberal. Basta con hacer el ejercicio y pensar la historia de ésta película como si se tratase de un titular en el periódico, o un reportaje en el noticiero de las 9. Se diría entonces, que Cristina (interpretada por María Olga Matte), no es más que una mujer solterona y solitaria que tras años de represión, atenta contra la vida de su madre para poder vivir en paz. O que Carmen (Shenda Román), tras una larga enfermedad que la mantiene prácticamente postrada, es asesinada por su propia hija, quien busca darle fin a su sufrimiento. Pero el cine se plantea, así como otras artes, como un espacio de cuestionamiento, como una ruptura sobre aquello que parece ser evidente a nuestra vista y oídos, nos permite desarticular las certezas y crear preguntas. Es gracias a esa relación que se construye entre la obra y los espectadores, que podemos apreciar una película no sólo por lo que parece evidente en ella, sino por sus múltiples posibilidades, por el registro y resguardo de un tiempo que es dotado con la inmortalidad de la reproducción, y en ella nuevas miradas, nuevas preguntas planteadas desde una generación a otra.

La Madre del Cordero” construida a través de un lenguaje conocido y algo ya estandarizado en las producciones nacionales, no resta méritos en la representación de un mundo cercano a nuestra realidad social, con una insistencia en la duración de los planos que reafirma el tiempo de espera de muchas personas en la vida, el anhelo de que “ocurra algo diferente”. La constante incomodidad de los espacios y los personajes, las tonalidades y decisiones en la iluminación de los entornos, el silencio de los espacios cotidianos entendidos no como la ausencia de ruidos, sino como el estado interno de la protagonista, versus la representación de los espacios de distención y excesos, como el Casino Monticello, o los bares juveniles, absorbidos por la música y la saturación. Todo nos parece conocido, incluso tratándose de una localidad regional, pudiendo ser cualquiera al sur de la región Metropolitana, detenida en un tiempo entre los años 90 y 2000. Lo particular entonces se transforma en aquello que no podemos ver, en lo que intuimos de los pensamientos y sentimientos de Cristina. ¿Cómo es que no deja a su madre en un hogar? ¿Cómo es que no tiene una enfermera en casa ayudando? ¿Por qué se deja pisotear una y otra vez por el machismo errado de su entorno? ¿Cuándo va a reaccionar?. Más sorprendente resulta encontrarnos en aquella situación, cuestionando fácilmente las decisiones tomadas por el personaje, en vez de preguntarnos por las condiciones en que muchos hombres y mujeres se encuentran por causa del abandono y el sistema económico que rige nuestras vidas, ¿acaso incluso tratándose de jóvenes, no hemos ya vivido las injusticias de la vida posmoderna? ¿Cómo será entonces cuando dejemos de ser útiles para el sistema, como Cristina, como Carmen?.

Podríamos decir que a simple vista, el film no es otra cosa que una escalofriante pero realista representación de un sector de nuestra población, de todos aquellos seres solitarios que ponen una gran pausa a sus vidas para cuidar de sus padres, sus hijos, sus familiares enfermos. Y en parte lo es, pero no nos quedemos con lo evidente. De las producciones de cine chileno de ficción de 2015, como mencionaba en un comienzo, “La Madre del Cordero”  rompe con el mito de esa frivolidad autoral de sólo retratar los problemas de una juventud aislada e insensible, apartada de un mundo afectado por la economía y las malas gestiones de sus gobiernos. Como ha dicho Carlos Ossa en otras ocasiones, una película no es menos política que otra por no tratar de forma evidente la política como un tópico, y como se dio también en el cine foro posterior a la muestra de éste largometraje en el Cine Club de la Universidad de Chile, el público asistente, las actrices de la película y el equipo técnico, guiaron una conversación que decantó en la necesidad de ampliar las posibilidades al momento de realizar una película, encontrar en ellas no sólo el retrato e interpretación de una realidad sino de todas aquellas que no están siendo representadas por las instituciones como la televisión y el cine exclusivamente comercial que llega a las grandes cadenas en los centros comerciales. Un cine que no sea exclusivo para festivales extranjeros, que de no ser nominados por Cannes o San Sebastián, no llegaría a ser visto por la mayoría de la población, a través de la publicidad en carteles, la televisión, los noticieros dedicándoles dos minutos en un reportaje breve sobre espectáculos.  El cine chileno merece ser analizado y visto por su propia población, encontrar ahí un espacio de reflexión y disidencia, devolverles a través de la mirada su propia existencia, porque no todas las producciones retratan sólo un porcentaje de nuestra población, cuando la realidad es radicalmente lo contrario; Chile está envejeciendo, la esperanza de vida ha ido aumentando y es inevitable saber que todos llegaremos allí.

Lo bueno, dentro del panorama cinematográfico, es que somos capaces de salir de aquel mito de un cine exclusivamente para una juventud cada vez más hastiada y autorreferente.  Un cine descentralizado, con una mirada a centímetros de la realidad conocida, llena de pequeños deseos, de personajes con esperanzas de luchar y salir de aquello que los condena a la rutina, aunque eso no signifique la glorificación o la satisfacción moral que uno esperaría del cine compensativo propio de las fórmulas aprendidas de Hollywood.

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La Once, de Maite Alberdi: Un rito en Escena

Por: Isidora Torrealba / 27 de Enero, 2016

Nuevamente Maite Alberdi («El Salvavidas»), logra documentar un mundo íntimo a través de personajes entrañables. Esta vez apelando a la nostalgia y el paso del tiempo. «La Once» muestra un grupo de mujeres -entre ellas a su propia abuela-, de avanzada edad que se reúnen sagradamente una vez al mes a tomar té. En este ritual femenino conversan de sus vidas, del amor, de los cambios y opinan de los temas contingentes del agitado mundo postmoderno. A pesar de que pertenecen a una generación bastante alejada de los jóvenes, en sus conversaciones toman partido y se hacen cargo de la actualidad desde una mirada propia de aquellas mujeres que crecieron en un contexto bastante machista.

El film se sustenta casi por completo en los primeros planos de las protagonistas, a pesar de que alguna salga de cuadro en algún instante. Esto hace que se produzca una enorme inmersión en cada una de ellas, logrando potenciar la expresión de quien está escuchando a la otra o de quién conversando. En este sentido el montaje de Sebastián Brahm y Juan Eduardo Murillo, genera diferentes atmósferas dependiendo de los momentos emocionales de la película, logrando que el espectador se sienta uno más de aquella sagrada reunión, empatizando poco a poco con cada personaje y su propia historia.  Si bien es un documental que trata un encuentro entre amigas, también trata sobre la despedida, ya que debido a su avanzada edad, algunas de ellas abandonan este mundo a medida que avanza el filme. Maite Alberdi asume un desafío muy grande al momento de grabar a su propia abuela, quien además fallece antes de que terminara el rodaje, dándole un valor sumamente personal hacia el final de la historia. Sin duda Maite ejerce una dirección admirable al decidir colocar esa parte de su vida considerando el vínculo que tenían.

«La Once» retrata a estas cinco mujeres sostenidas en el tiempo, aferradas a la actualidad con sus recuerdos, repitiendo una y otra vez los mismos temas de conversación, como una foto, un instante detenido que lamentablemente debe avanzar. Es imposible no pensar en nuestras propias abuelas, quienes al igual que estas mujeres, han pasado por infinitas historias, enfermedades, muertes y nacimientos. El film crea una atmósfera tan acogedora que dan unas ganas enormes de estar tomando once junto a estas señoras rodeadas de ricos pastelitos que son filmados de una manera magistral por Pablo Valdés.

Es interesante cómo el 2015 nos trajo varios documentales íntimos, donde las realizadoras abren el mundo interior de sus familias para contarnos historias desde la cotidianidad para hablarnos de diversos temas como la raíz de la identidad («Genoveva» de Paola Castillo), la relación con la familia de un ícono político («Allende, mi abuelo Allende» de Marcia Tambutti) y la amistad en «La Once». Ese síntoma demuestra que el documental contemporáneo chileno ha logrado hacer que la cotidianidad se ha convertido en mundo extraordinario, donde nos sentimos identificados.

La amistad representada en el documental de Alberdi, genera risas y llantos. Es precisamente ese viaje emocional, el que nos hace identificarnos sin importar la edad, tanto de los personajes representados como de los espectadores. La Once, fue uno de los documentales más vistos el 2015, y tiene pergaminos de sobra para que haya sido así.

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La importancia de la conversación en la formación de audiencias

Por: Monserrat Ovalle Carvajal / 27 de Enero, 2016

La siguiente escena no parece extraña: Fin de semana en un mall de alguna comuna alejada del centro de la ciudad, con filas enormes de personas dispuestas a pagar más de cinco mil pesos para ver el último estreno del gran Hollywood en una sala con butacas móviles, pantalla en 3D y aire acondicionado. Nada fuera de lo común. Otra escena nada de extraña: Día de semana en una biblioteca pública de la misma comuna, con menos de diez personas esperando para ver un documental sobre el problemática mapuche al sur de Chile. La entrada es gratuita.

Lo primero que podemos preguntarnos al comparar ambas escenas es ¿en qué estamos fallando? A la falta de público para asistir a ver películas de corte no comercial y gratuitas, podemos fácilmente frustrarnos por ello y comenzar a dar películas comerciales o bien desistir en el trabajo de divulgación de un cine escondido de las pantallas del mall. Sin embargo, en la repetición de las exhibiciones, en las conversaciones de los cine-foros, en el crecimiento en la cantidad del público asistente, y la fidelización de algunas personas que vienen siempre, se llega a un punto de no retorno en donde es imposible dejar el trabajo. Sólo queda buscar otras maneras en las cuales seguir la ruta ya trazada: la de la divulgación del cine y la formación de audiencias. Porque hay un cine más allá de Star Wars, sin hacer un juicio de valor al respecto, un cine joven y tampoco tanto que ha pasado al olvido y que como experiencia artística/estética/informativa necesita ser visto y re-visto.

Quizás lo que buscamos no es tener una fila enorme de público esperando por ver una película de animación en stop motion filmada a principios de los ochentas, aunque sería magnífico, pero sí nos interesa que al menos un puñado de personas pueda ver esa película y emocionarse o discutir al respecto, quedando con ansias de más. Ahí nos topamos con uno de los pilares fundamentales al inicio del trabajo de formación de audiencias, que es la discusión al finalizar las exhibiciones. En un cine común la gente se va rápidamente de sus asientos al final de la película, viendo apenas los créditos. Pero en una función más reducida es posible e imperante hablar sobre lo que se ha visto, compartir opiniones, socializar la experiencia vivida con otro, con alguien que vio lo mismo que yo a mi lado, pero comprendió algo distinto. Algo quizás extraño en estos tiempos de virtualidad e inmediatez… qué es eso de conversar con un desconocido al terminar una película. Es mucho y es impresionante. Para la muestra un botón: Cierta vez se exhibió “Recado de Chile” con Pedro Chaskel, montajista de la obra, como invitado. Ese día estaba lloviendo, apenas vieron el documental 10 personas. Sin embargo al finalizar la gente estaba emocionada, incluyendo a una niña de 6 años que no paraba de hacerle preguntas a su madre sobre el exilio y las personas desaparecidas. Todas las personas asistentes nos dieron sus propio relato sobre vivir en dictadura, algunas parientes de desaparecidos, otra quien su padre era el encargado de cincelar los nombres en un memorial de DD.DD., y así se creó un ambiente de intimidad como en una pequeña sobremesa familiar. El montajista se fue agradecido, todas las personas se despidieron de él afectuosamente dándole las gracias por su trabajo, por contar una parte de la historia. Y eso es impagable, una función única.

Al exhibir películas en lugares comunitarios, no sólo recae la importancia de formar audiencias que puedan mirar películas fuera del circuito comercial, pudiendo también aprender sobre lenguaje audiovisual, sino que especialmente se abre un espacio de reflexión íntima donde las personas que viven en un mismo lugar puedan conocerse y reconocerse en un espacio distinto alejado del tumulto de la calle. Así el cine se transforma en una experiencia distinta capaz de acercarnos unos con otros, a reunirnos a ver una película y conversare en funciones únicas, a veces emocionantes, que el dinero no puede pagar. No hay que olvidar que el arte es también una forma de hacer comunidad, que la cultura la hacemos nosotros, y nos puede permitir una pausa en nuestras ajetreadas vidas para vivir una experiencia que es mejor si es compartida.

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El Club, de Pablo Larraín: Las penitencias de la iglesia Chilena

Por: Triztán Zamora / 27 de Enero, 2016

Pablo Larraín debe ser sin duda alguna el cineasta chileno más galardonado de los últimos tiempos, teniendo además como antecedente una histórica nominación a los premios Oscar con la cinta “NO” (2012). Así mismo, su última película no estuvo exenta de logros y las críticas – tanto nacionales como internacionales- lo hacen notar, es una cinta que ha conquistado a las audiencias, sin embargo este logro no es una mera casualidad, sino que responde a la contingencia temática y al crudo tratamiento de ésta.

“El Club” nos muestra una casa de acogida en el litoral central en donde cuatro sacerdotes se encuentran pagando penitencia por sus abusos bajo la mirada de una misteriosa cuidadora, llenos de variadas comodidades el castigo parece inexistente, beben, ven televisión y apuestan con su galgo de carreras, teniendo una vida sin grandes complicaciones, similar a unas eternas vacaciones. Hasta que la paz se ve interrumpida con la llegada y el posterior suicidio de un quinto sacerdote tras enfrentarse cara a cara con su pasado, un otrora niño violado. Lo que provoca la llegada de un sexto religioso, quien se encuentra cerrando todas las casas de acogida en el país. La verdad empieza a salir a la luz y nuestros personajes, acechados por la constante presencia del pasado, harán todo por evitar dejar su hogar de penitencia.

La temática no se queda en lo contingente y nos muestra un lado poco explorado, incluso tabú de la iglesia. No son sus casos de corrupción sino el después de estos, el después de los criminales y el de los abusados, son los horrores que pasan inadvertidos, más bien aislados en la sociedad. Varias son las aristas que enaltecen esta historia. Por un lado, una estética visual sumamente sensitiva que nos entrega una constante asfixia a través de primeros planos, en donde las actuaciones y el elenco de primer nivel se lucen bajo una densa atmósfera cargada del terror producido por los relatos de un lenguaje que se encuentra siempre en el filo de lo inmoral y lo repudiable.

Es imposible no pensar en cómo la historia de abusos del país se ve replicada en esta casa del señor: están los criminales (no solo religiosos sino incluso de la dictadura) quienes tergiversan la historia o simplemente no la recuerdan, el que busca castigo y la verdad con resultados casi nulos y el abusado a quien no le queda raciocinio, solo gritos desesperados como denuncia de lo vivido. La redención surge al final de la historia y el pasado surge como solución para todos, el abusado se queda con los abusadores, quienes deben cuidarlo y a cambio mantener su preciada casa, penitencia pagada y volvemos a la normalidad, a la casita en el litoral central donde un grupo de sacerdotes que han errado del camino del señor, habitan. No hay intenciones panfletarias solo la búsqueda identitaria de lo que ya es una realidad nacional ante la presencia de monstruos creados por el silencio.

Una historia imperdible que seduce durante 98 minutos, “El Club” debe ser el mejor estreno de ficción chileno del año saliente. La catapulta perfecta para la carrera de Larraín al éxito. Sus nuevas producciones, una de ellas su primera película hollywoodense, se encuentran entre los estrenos más esperados de este 2016 y es que no tan solo esperamos buenas historias si no qué perspectivas diferentes, oscuras y cautivadoras que muestran lo peor y más indiscreto de la sociedad.

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El Botón de Nácar, de Patricio Guzmán

Por: Daniel Miranda Acuña / 27 de Enero, 2016

Para nadie es extraño que el documental chileno contemporáneo ha tenido un aumento tanto en la producción, audiencia, premios y sobre todo diversidad temática y formal.

Nuevos documentalistas han sorprendido al mundo entero en los festivales, logrando importantes galardones para el cine nacional en el extranjero. En definitiva vivimos un buen momento del género. Sin embargo, documentalistas de la vieja escuela, que han tenido una importancia histórica en nuestro cine han seguido realizando y estrenando historias que aportan sobre todo, a la memoria política del país. Son los casos de Pedro Chaskel y “De vida y de muerte: Testimonios de la Operación Cóndor” y Patricio Guzmán con “El Botón de Nácar”, precisamente este último ganó el Oso de Plata a mejor guión en la Berlinale del pasado año.

“El Botón de Nácar” es la segunda entrega de la trilogía de la metáfora, comenzada hace unos años con la potente “Nostalgia de la Luz” (2010). En esta entrega, Guzmán continúa con la poética de la asociación; el personaje es el mar y como este con sus sentidos ha sido protagonista desde la matanza y el exterminio indígena en la Patagonia hasta los detenidos desaparecidos que fueron lanzados al océano desde los helicópteros de la FACH en la dictadura militar.

Esta asociación resulta de una belleza poética gracias a tres elementos que podemos identificar como fundamental en la constitución de este documental.

Primero, el guión. El método de Patricio Guzmán es constante en todas sus películas, el trabajo desde la voz en off como hilo narrativo que apoya el montaje de las imágenes que observamos. Si bien el tono es algo inconfundible y parte de la identidad del director, es en este filme donde logra quizás una madurez cinematográfica importante. El uso de imágenes de efectos del espacio, planos poéticos largos y sobre estetizados no serían del todo emotivos sin la voz en off que conjuga esa asociación que tanto insiste. Se nota que el trabajo desde el pre-guión hasta el armado final debió haber sido larguísimo, ya que la palabra se transforma en el guión documental.

Segundo, ya hablamos de la poética de la imagen. Si en su anterior documental el desierto y el cielo tenían una importancia en la puesta de escena, en esta segunda entrega el mar toma más potencia visual cuando las historias que oímos se convierten en un catalizador de la memoria.  El material de archivo y la puesta en escena se acoplan al sonido que también juega un papel fundamental en sentir la oscuridad de nuestra historia.

Por último, el tema. El cine de Guzmán mantiene su misma dirección; la memoria como elemento fundamental para entender nuestro pasado, presente y futuro. Algunos encontrarán repetitivo, pero es parte de la identidad de este director que ha basado su carrera en entender como nuestro país vive en una constante memoria frágil y obstinada. Es el cine el medio posibilitador para recordar que en Chile se exterminó no solo en la dictadura, sino también a nuestros pueblos aborígenes.

Un botón que se encuentra en un carril oxidado, encontrado hace unos años atrás y que con el peritaje adecuado se determina que pudo ser uno de los lanzados por los militares en dictadura; un botón como el de un indígena que perdió su identidad, un botón que podría haber sido de detenido desaparecido, es precisamente ese botón que observó Patricio Guzmán en Villa Grimaldi el que dio origen a la asociación de historias no cerradas en nuestro país.

“El Botón de Nácar” es uno de los mejores documentales del 2015. Quizás debió tener mayor apoyo tanto de la audiencia nacional, como de distribución y como de la critica especializada. Porque, aunque algunos traten de no darle importancia a lo que pasó, es la memoria lo único queda para entender nuestra identidad como país. Y en eso, el cine juega un papel fundamental.

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Dossier Nº 10: Estudios Ghibli, visualidad y discurso

Por: Editor /26 de Julio, 2015

Entre el 13 y el 24 de Julio se realizó el 2º Ciclo de Animación Japonesa organizado por la Cineteca de la Universidad de Chile y la Corporación Cultural La Florida. La actividad estuvo dedicada a estudiar y revisar la obra de los Estudios Ghibli, conocidos por ser una de las compañías de cine de animación más importante en el mundo, premiada internacionalmente y reconocida por su cuidado estético y conceptual.
A partir de las sesiones de visionado, hemos creado un dossier especial que integra los resultados de algunas reflexiones estéticas y discursivas que se encuentran en las obras, y propone abrir un campo de estudio sobre la visualidad en el cine japones.
Índice
El Cine de los Estudios Ghibli: Una fantasía sobre la realidad por Camila Pruzzo.
Las heroínas de Miyazaki por Monserrat Ovalle
Las máquinas: Porco Rosso y los objetos técnicos por Luis Horta.
El espacio en el universo de Totoro por Luis Horta
Enlace externo: Entrevista a Hayao Miyazaki por Erwan Higuinen en revista Los InRocks
 
 
* La actividad se acogió dentro del marco legal establecido en los artículos 71 N y 71 Q de la Ley 20.435 Sobre Propiedad Intelectual.
 
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El espacio en el universo de Totoro

Por: Luis Horta / 26 de Julio, 2015

Un mundo comienza en una buhardilla: al subir, las pequeñas niñas encuentran un espacio oscuro lleno de presencias, seres que desaparecen cuando se les toca, se transforman en hollín. El espacio se eleva para proponer una nueva dimensión de lo real adosado al universo infantil que es capaz de proyectar dimensiones nuevas sobre lo real.
“Mi vecino totoro”, emblemática película del cineasta japonés Hayao Miyazaky, propone una curiosa lectura sobre el espacio y las relaciones de los sujetos con una invisibilidad presencial. La muerte, en este caso, presupone un cotidiano sin conflictos mayores, y la entretención prefigura un espacio de dialogo con sujetos imperecederos, las “presencias” de otras realidades. De acuerdo a esto, el paisaje juega diversos roles de lectura, ya sea como un juego de oposiciones del agreste y campesino poblado al que llega a vivir una familia nueva, como en los vericuetos de una casa abandonada y antigua. Rincones, rendijas, buhardillas y habitaciones son motivo de inquietud y curiosidad por parte de dos niñas que no dudan en ingresar y apropiarse de estos lugares ínfimos, con la sorpresa de encontrar ya otros habitantes en ella, lo cual sirve como pie para el relato principal.
La película se inicia con el desplazamiento, narrando la historia de un padre de familia que se traslada a su nueva casa junto a sus dos hijas pequeñas. Atraviesan los bucólicos paisajes hasta llegar a una derruida casa, donde el desplazamiento no acaba, ya que las pequeñas niñas curiosean todo este mundo nuevo. Se trataría de un viaje con un carácter espiral, que finaliza con el descubrimiento de “algo raro”: los seres del polvo que habitan entre rendijas y que desaparecen cuando se les toca.
Lo mismo ocurre en el bosque, donde reina el espíritu encarnado en la imagen de una especie de gato gigante, que viaja en un “gatobús”, un particular medio de transporte cuya velocidad lo hace casi imperceptible para los humanos. El ensueño en que permanentemente parece instalarse el relato genera una lectura de la espacialidad como un medio que linda entre lo real y lo imaginario. Una especie de vigilia prolongada y estetizada, más allá que la metáfora, como una forma de proponer un relato visual psicológico.
Si los espacios elegidos funcionan como reducto, en “Mi vecino Totoro” los personajes se vinculan con estos desde una alteridad dada por la permanente movilidad, la cual es limitada y engañosa, ya que a pesar del constante desplazamiento de los sujetos en el espacio, estos quedan suspendidos y dependientes de éste, por ende no traspasan sus fronteras de forma clara, sino que abren nuevas dimensiones para expandirlo o contraerlo. En este concepto es importante la relación con la vigilia y el sueño, como un terreno donde la especialidad se proyecta hacia lo subjetivo más que a una forma de racionalidad puntual y específica.
“Mi vecino Totoro” es una película compleja a nivel visual. Tal como los grandes relatos clásicos, también se camufla tras la imagen del cuento infantil, para proponer claves alegóricas sobre el espacio y lo real, como en este caso. La inmensidad revestida por la intimidad familiar, la relación de la vida y la muerte como cotidiana y desprovista de dramatismo, son conceptos visuales que se vinculan finalmente a la necesidad de albergues y cobijos. La ausencia de madre, la presencia de los espíritus y la inmensidad del bosque son, por ejemplo, motivos visuales  que amplían la imaginación. Senderos, rincones y escondites son la tónica de una película espesa y analítica sobre el mundo de lo real.
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Las máquinas: Porco Rosso y los objetos técnicos.

Por: Luis Horta / 26 de Julio, 2015

Realizada en el año 1992, “Porco Rosso” es una emblemática película de Hayao Miyazaki, y que devela las pequeñas obsesiones por las que habitualmente transita su cine. La historia es un pretexto para montar una serie de artificios visuales y temáticos: ambientada en la Italia del año 1929, un piloto de la primera guerra mundial ha recibido un hechizo que lo convierte en un cerdo con apariencia humana. Vive una especie de auto exilio en una isla abandonada, y trabaja como cazarrecompensas a bordo de su hidroavión.

En la película, existe un placer particular por establecer un diálogo entre sujeto y tecnología. La particularidad de contar como protagonista a un antropomorfo cerdo rosado, presupone una clave de irrealidad en el tono del relato que va acompañado de la curiosidad que despiertan sus hábitos. A bordo de un hidroavión, como quien se desplaza en un automóvil, “Porco Rosso” genera una vinculación con su espacio desde el punto de vista de una representación de época estetizada. No sólo parece evidenciarse una exacerbación estética por la maquinaria, sino que conceptualmente se instala como mediador en las relaciones entre sujetos. La maquinaria no es únicamente un instrumento, sino que establece auráticamente una nueva forma en que se desenvuelven los sujetos en los mundos que habitan. “Porco Rosso” no solamente es piloto de su avión, sino su propio mecánico, por tanto la lectura de la autosuficiencia engreída va de la mano con la perspectiva de un mundo convertido en un avión: controlable, desarmable, manejable a voluntad. En la película, el mundo interno de la máquina como objeto, es el mismo mundo del personaje. Por tanto existe una organicidad que presupone una relación que escapa al interés meramente utilitario del objeto, sino que prácticamente se ubica como un elemento cultural.

La máquina no es la representación de un mundo futurista, sino más bien la construcción permanente de lo real. El control sobre un mundo estetizado y vintage, construido en torno a la ausencia de progreso sino más bien con la autosuficiencia del control.

Los aviones, al igual que el cine, son máquinas de vanguardia cuya evolución ha estado al servicio del desarrollo social, y no parece curioso que una de las primeras películas creadas en la historia, sea el registro de una fábrica. La tecnología se auto representa, y por tanto se instala como un aparato consiente de su lugar y su contexto, tiene la capacidad de construirse a si mismo de manera racional.

En “Porco Rosso” existen instalados los problemas visuales sobre el sentido de la existencia de la tecnología, pero curiosamente vinculándola con la utilidad estética. No solamente se trata de emplear tecnología cuya finalidad es concreta, sino que se hace abstracta al instalarse como medio de goce estético e identidad.