“Cartas Visuales” se proyecta hacia el espectador como su nombre lo indica, no hay dobles lecturas ni farsas, son cartas leídas en voz alta con música de fondo e imágenes que las acompañan. Sin embargo, tanto la música como la voz y las imágenes conforman parte importante del registro, llevan al espectador a sumergirse dentro de los recuerdos del remitente. De eso se trata esta trilogía de documentales, de la urgencia de dejar testimonio del pasado y el presente, de proyectarlos al futuro de una manera vívida a través de grabaciones y voces en off. Hay un urgencia porque la memoria quede plasmada en un lugar. Si los recuerdos son una imagen, el olvido debe ser ceguera, exceso de sonido y luz. En éstas cartas visuales y sonoras el silencio predomina, pero dice mucho, dentro de él se pueden encontrar aquellas memorias intentando proyectarse en un futuro mediatizado por una repetición de presentes, donde el pasado es el protagonista. Tal como dice la canción: Esto lo estoy cantando mañana. Las cartas se repiten en un bucle audiovisual que se renueva con cada espectador, así la memoria se mantiene latente, el recuerdo queda dando vueltas en espiral en un universo mediado por las pantallas.
Éstas son las cosas que no quiero olvidar: el olor a eucaliptus en invierno. Mi abuelo sentado en su sillón favorito. Cáscaras de naranja en el bolsillo del delantal escolar. Dejar secar mi pelo al sol. Las montañas después de la lluvia. Mi abuela regando el jardín. El olor de la almohada de mi papá. Tus dientes chicos. La primera vez que escuché su corazón.
El documental de Panizza se sumerge en la poesía, convirtiendo el medio fílmico en una declamación literaria. De por sí ésta mezcla viene anticipada en el título, como si la directora quisiera leernos sus cartas a su modo: el lenguaje cinematográfico. De esta manera cada imagen, cada música, es parte de las letras que se van tejiendo en las cartas, parte del significado que rememoran. Mis recuerdos ¿de dónde vienen? No sé si son fotografías, o historias que alguien me contó, o sueños de algún día. Pareciera que la trilogía quisiera interpretar los recuerdos convirtiéndose en ellos, en un collage de imágenes y voces desconocidas donde el autor dispone de todo en un orden aleatorio. Aún de esta forma, queda en claro que son selecciones de pasajes distribuidos en un orden identificable.
Lo más importante de ésta trilogía de poesía documental, como me gusta llamarle, es la capacidad de compartir lo personal a través de relatos íntimos en su búsqueda de plasmarse en distintos espectadores para preservarse, y esconderse del olvido. La memoria es identidad, lo que recordamos nos define porque: Nada se olvida, pero sólo algunas cosas se recuerdan.
El documental de Paola Castillo, nos invita a un viaje por las raíces de su familia, en las cuales hay un vacío que nadie pareciera recordar, su bisabuela Genoveva. Pero lo que comienza como una búsqueda personal, termina siendo una búsqueda sobre la identidad de nuestro país, quien ha olvidado por completo el origen de nuestra sangre, la del pueblo Mapuche.
La película parte con Matilde, la hija de Paola, quien apenas siendo una niña nota una diferencia entre ella y su madre: el color de pelo, ya que ella lo tiene mucho más claro. A partir de este momento se arma la pregunta ¿por qué esta distinción, en un primer momento, pareciera ser tan importante?.
El origen de nuestra cultura no tiene raíz en pieles blancas ni menos en cabellos claros, eso es algo que se sabe por historia: antes de que llegaran los colonizadores aquí estaba la gente de la tierra, los mapuches. Luego vino la interrupción (y no el descubrimiento) de Latinoamérica. A partir de entonces, nuestra identidad se volvió mestiza, pero durante años, muchos renegaron el origen de la sangre mapuche, y es justamente este punto el que tiene lugar en “Genoveva”. Borrar la memoria, ocultar el recuerdo parece ser que fue lo que ocurrió con su Bisabuela.
Es interesante cómo a partir de una única imagen de Genoveva, se reconstruye un imaginario completo, que abordan diferentes testimonios de la familia, y que a través de datos concretos, como por ejemplo la misma tumba o las huellas digitales, se va reconstruyendo el recuerdo. La misma figura de Genoveva, es sacada de la foto y puesta en otro contexto, reencarnada a través de Anita Tijoux quien imita la misma posición de la foto original, de esta forma se revive a Genoveva, quitándola de al foto y colocándola en un fondo mucho más simbólico: el sur y sus araucarias.
Genoveva nos invita a la reflexión acerca del imaginario indígena que se tiene hoy en día. Los medios siguen hablando de terrorismo, algunas personas siguen catalogando de “feas” las facciones originarias. La causa de su lucha va mucho más allá de armar revueltas en terrenos privados. Chile desde hace ya tiempo debería mirar sus raíces, y declararse un país plurinacional, pero pareciera que todavía queda bastante para esto.
Formas de salir de casa: el archivo como puesta en escena [1]
Catalina Donoso Pinto
Universidad de Chile
Desde que hace algunas décadas las feministas radicales levantaran como estandarte aquello de que lo personal es político, situando la cuestión del poder también en el espacio doméstico, la separación tajante –además de arbitraria- entre el ámbito de lo público y el de lo privado ha estado en permanente cuestión. Por otra parte, el llamado “giro afectivo” que ha permeado el pensamiento académico de los últimos años, viene a su vez a poner énfasis en el lugar de las emociones como materia privilegiada de conocimiento, y sobre todo a desmantelar estructuras que ubican al componente afectivo en un espacio imaginado como interior. Una de sus principales exponentes, la investigadora australiano-británica Sara Ahmed, cuestiona los modelos que han estudiado las emociones ya sea como un movimiento que va del interior al exterior (“inside out” model of emotions) o del exterior al interior (“outside in” model of emotions), para proponer uno en el que éstas son las que nos permiten crear superficies y límites desde los cuales distinguir dichos espacios. Las emociones no serían, entonces, simplemente algo que “yo” o “nosotros” poseemos, sino que es a través de ellas que estos límites se perfilan y se moldean (10).
En nuestra pequeña parcela local, la discusión en torno a los cruces entre privado y público, personal y colectivo, ha tomado relevancia en los últimos años, debido a la proliferación de los denominados “documentales autobiográficos”, muchos de los cuales se hacen cargo, además, como temática, del pasado político reciente. Ya a fines de los noventa surge lo que Jacqueline Mouesca denomina el “Nuevo documental chileno” (129), caracterizado porque la subjetividad tiene mayor preeminencia que los contenidos o temáticas escogidos por el autor y por la presencia de una visión crítica desde y frente a la cultura (en palabras del director Cristián Leighton, citado en Mouesca 129). En 2010, Constanza Vergara y Michelle Bossy publicaron de manera virtual Documentales autobiográficos chilenos, trabajo de investigación que puede considerarse el primer catastro analítico más exhaustivo acerca de una tendencia que ya se veía clara en el circuito documental nacional: la revisión audiovisual del periodo dictatorial desde una voz personal. Las obras están agrupadas en “relatos del presente”, “retratos familiares” y “trabajos de memoria”. Las autoras afirman que la selección que organiza el corpus, así como la motivación para poner en marcha esta investigación, deriva de la siguiente premisa: “una lectura genérica (es decir, desde el género) era productiva y necesaria. Nos parecía que muchas de las investigaciones y de los libros publicados eran de carácter monográfico o histórico. Nosotras queríamos hacer una lectura que considerara el contexto y que situara la producción, pero también que se interrogara sobre el repertorio formal de un género en particular. (…) De esta manera, nuestra indagación se ha planteado como un intento por describir ciertas tendencias en la producción autobiográfica nacional y, desde allí, analizar y discutir una creciente serie de documentales”. (Vergara y Bossy, “Documentales autobiográficos chilenos”).
Como resulta evidente, de las últimas realizaciones documentales chilenas hay un número no despreciable que se ha constituido como territorio propicio para albergar la tensión entre lo íntimo y lo colectivo, desestabilizando así también los límites del propio documental en cuanto discurso de la verdad o la objetividad. Estos documentales dialogan con el pasado reciente desde la experiencia personal, al mismo tiempo que revisan los cruces e intercambios entre la ficción y el documento. “La palabra yo es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más palpable y por tanto la más honesta, tan infalible como guía y tan severa como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de rodillas” (56) escribe Andrés Di Tella en su artículo “El documental y yo”, citando a Witold Gombrowicz, para reivindicar una inscripción personal del discurso audiovisual documental, su validez y su necesidad.
Alisa Lebow en su introducción a la colección de artículos The Cinema of Me. The Self and Subjectivity in First Person Documentary señala que la designación “film en primera persona” es un modo discursivo: estas películas “hablan” desde el punto de vista articulado del realizador, quien ya reconoce su posición subjetiva (1). Esta “primera persona” puede ser singular o plural. De hecho, muchas veces estas no son películas del “yo”, sino sobre alguien cercano, querido, amado o alguien fascinante, pero incluso en estos casos estas películas nos informan sobre la noción que el realizador tiene de sí mismo. Lebow toma de Jean Luc Nancy la formulación de “singular plural”, en la que el yo individual no existe nunca solo, siempre está acompañado de otro, lo que equivale a decir que ser uno no es nunca ser singular sino plural: el “yo” es siempre social, siempre está puesto en relación, y cuando habla -como lo hacen los directores de estos films en primera persona- el “yo” de la primera persona singular es siempre ontológicamente una primera persona plural, un “nosotros” (3).
Así, los documentales chilenos autobiográficos de la última década, sin duda enfatizan la relevancia de esa voz propia, íntima, que construye y resignifica el espacio de lo público y de la historia escrita con mayúsculas. Discursos audiovisuales que, más bien, instalan la importancia de pensar lo colectivo como un tejido inseparable de la experiencia personal.
Ahora, es importante no desconocer que el fenómeno no es nuevo, hacerse cargo del diálogo entre el documental chileno de los últimos años y una tradición que lo antecede, en un mapa vivo donde los cruces son los que constituyen este territorio fílmico y su historia. Así, por ejemplo, es fundamental mencionar Journal Inachavé (1982) de Marilú Mallet, como una de las piezas cinematográficas pioneras en el ejercicio de poner en tensión la violencia política (encarnada en el exilio), y la experiencia cotidiana (encarnada en la pequeña historia doméstica y emocional de la directora y su familia).
En esta discusión cobra especial relevancia el uso del archivo, dispositivo considerado tradicionalmente como prueba testimonial de los hechos que se presentan. Así, en este tipo de documentales (subjetivos, en primera persona, autobiográficos), que renuncian a las lecturas unívocas o determinantes de la historia, el uso del archivo aparece desafiando su estatuto de verdad absoluta, para utilizarse de manera expresiva, como continente de lecturas no monumentalizantes. La archivación -escribe Derrida- produce, tanto como registra, el acontecimiento (24). El “mal de archivo” al que se refiere Derrida en el título de su libro es la pulsión de muerte que posee todo archivo: “Ciertamente no habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido que no se limita la represión. […] no habría mal de archivo sin la amenaza de esa pulsión de muerte, de agresión, de destrucción. (27)
Siguiendo esta línea de reflexión, al problematizar el archivo como depósito monumental y definitorio de las imágenes, Georges Didi-Huberman, propone que “el archivo suele ser gris, no sólo por el tiempo que pasa, sino también por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y que ha ardido” (17). El archivo sería así un “certificado de presencia” habitado también por múltiples ausencias y silencios, y por lo tanto, vinculado a lo real de un modo que no es directo ni transparente. Según Sven Spieker, el efecto del archivo es de una dispersión radical, una oscilación persistente entre distintos marcos de referencia, entre organización y entropía (184).
En El otro día el material de archivo audiovisual no emerge en su cualidad de documento que da cuenta de lo real extra fílmico, sino que de la obra documental del propio autor, adquiriendo también el carácter de obra en sí mismo. La narración se construye desde la primera persona pero en permanente diálogo con los otros, ya que la premisa del documental es conversar y seguir hasta sus hogares a las personas que tocan el timbre en la casa del director. En este cruce entre lo personal y lo social, el archivo encuentra un terreno productivo para situarse a medio camino entre el discurso probatorio y el imaginativo. Los fragmentos de otros films, utilizados como insertos en el relato, se descuelgan de la voz autobiográfica pero no descansan en ella, y tampoco son individualizados a través de intertítulos como pertenecientes a una obra mayor, y de esa manera, material de archivo. El archivo es aquí también narración, “estar siendo”.
De las dos piezas fílmicas que constituyen este tipo de archivo en el documental de Agüero, Sueños de hielo tiene una aparición recurrente. En los créditos está consignado sólo como “Archivo personal del autor” ya que se trata de material descartado en el corte final (compartiendo así identidad con la breve secuencia en que graba a la madre de su hijo Raimundo, leyéndole un cuento antes de dormir, y desmontando los límites rígidos entre aquello personal y lo que se hace público). Estas apariciones surgen generalmente asociadas a la reconstrucción de una memoria familiar, marcada por la figura de su padre marino. Las imágenes del mar habitado por el hielo, de un barco que lo cruza filmado desde la perspectiva del navegante, de un naufragio, se inmiscuyen en el relato de la voz en off, como ensoñaciones, como visiones de un recuerdo que es también imaginario. En este sentido, la referencia a la película original, Sueños de hielo, se desvanece pero a la vez reaparece para el espectador, como imagen que es velo y revelación al mismo tiempo, o dicho en palabras de Leonor Arfuch “la duplicidad del término pantalla, que es a la vez refracción y veladura” (19). Así, el doble juego de toda imagen mediada por un soporte que la proyecta, se refuerza aquí por la decisión de no identificar la procedencia de la imagen, convirtiendo a este archivo en uno que reniega de su carácter de testimonio de un hecho, para resignificarse en la experiencia subjetiva del narrador (su padre era marino y su hermano gemelo fue torturado por marinos después del Golpe Militar), pero tampoco pertenece enteramente a ésta. Su procedencia no deja por ello de existir, sino que se transforma en una referencia tácita que lo ubica en un territorio indeterminado, en el que la imagen va y viene de lo privado a lo público, de la ficción al documento.
En su artículo “Estrategias para (no) olvidar: notas sobre dos documentales chilenos de la post-dictadura” Elizabeth Ramírez analiza dos filmes que pueden catalogarse como autobiográficos: La quemadura (2009) de René Ballesteros y Remitente: una carta visual (2008) de Tiziana Panizza. Señala Ramírez: “lejos de la grandilocuencia y de los discursos militantes, adopta, desde la esfera privada, diversas estrategias audiovisuales para reflexionar sobre la memoria y su fragilidad y evocar el trauma cultural de la dictadura”. En su artículo -uno de los primeros de la crítica nacional que aborda este asunto- puede asumirse el reconocimiento de una tendencia, una búsqueda que no es aislada por validar la memoria individual como clave legítima desde donde leer el pasado: “Este tipo de narración, en el cual podemos localizar los documentales de Panizza y Ballesteros, se opone a la autobiografía tradicional ya que no solo se centra en la vida de un individuo en particular, sino que, al contrario, busca recorrer las interconexiones entre lo personal y lo público” (51). Así, Ramírez, enfatiza este cruce entre lo íntimo y lo colectivo, que además permite pensar lo político desde un marco menos rígido, y por el contrario, analizar la historia política del país, en su dimensión más cotidiana y omnipresente.
En Remitente: una carta visual, quiero destacar el uso de metraje encontrado (found footage), en el que re-significa fragmentos visuales de otros, apropiándoselos al incluirlos en sus propios recuerdos, a través de una narración en primera persona y una banda sonora particular, revelando de este modo el estatus de “documento” en el contexto contemporáneo. Panizza recupera imágenes que han sido descartadas, para exponerlas en su documental engarzadas unas con otras en una suerte de relato no unificado pero coherente, donde su voz y su propia memoria articulan el discurso que las hermana. Sobre esto reflexiona de manera explícita en Al final: la última carta. Son imágenes de otros pero propias al mismo tiempo, sus recuerdos atesorados florecen ante la mirada de estos otros, abandonados, hoy parte de nuestra memoria de espectadores. Este gesto ha sido leído también como uno político, que desafía los límites de la individualidad, para poner en evidencia los cruces de las subjetividades y nuestra construcción como sujetos en virtud del encuentro con otros sujetos y con sus producciones simbólicas.
Así, es en este cruce entre lo personal y lo colectivo, donde la memoria articula los fragmentos y surge a nuestro juicio, el espacio de lo político: este giro autobiográfico produce una mirada intimista a la política y a la historia oficial, pero al mismo tiempo, produce una politización de lo personal, lo íntimo y lo privado: en esta articulación de la memoria estas esferas no están separadas, sino que forman parte de la construcción de la subjetividad. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las manifestaciones callejeras filmadas para Remitente y Dear Nonna, en las que los tejidos de la historia individual y los hechos sociales, son hilos de la misma madeja.
En Genoveva asistimos a una reapropiación evidente del material de archivo. Las fotografías que representan, primero a su abuela y luego a figuras asociadas al mundo mapuche, son señuelos esquivos que la llevarán hipotéticamente a dar con la identidad de su antecesora. Sobre esto dos cuestiones: ya desde el inicio la fotografía de Genoveva, único objeto visual del que dispone para iniciar la búsqueda, es elusivo, ni siquiera sabe a ciencia cierta si corresponde a una imagen de ella o no. Como archivo encarna su propia falibilidad, sus porosidades, su inestabilidad. El archivo necesita de un interpretante para cobrar sentido y esa característica lo vuelve vacilante. En segundo lugar, el traslado desde esa instantánea hacia otras imágenes de mujeres mapuche -una ataviada con su traje típico y posando para un lente que busca delimitarla como sujeto cultural, la otra en plena transculturación transeúnte, moviéndose por la capital con sus rasgos indígenas y la vestimenta de la época- subraya las transiciones entre espacios de intimidad familiar y su carga como documento social. La historia de Genoveva es la historia de la familia Villagrán, pero es también la del pueblo mapuche, y esta última es fundamental para develar la de la desaparición simbólica de la bisabuela de la directora. Lo que hace Castillo con estas ambigüedades, estos vacíos, estos cruces entre ámbitos de lo social es recrear el archivo. A través de la puesta en escena de las fotografías, busca no tanto cuestionar su veracidad como invitar a su relectura, a resemantizarlas críticamente en un acto performativo que devela su construcción. Vemos a Anita Thijoux posando, siendo corregida, articulada, ensamblada para componer la escena. Estas secuencias constituyen una apropiación personal del material documental, pero para devolverle su carga cultural y social.
En definitiva, estos tres documentales, aquí brevemente analizados desde sus posiciones éticas y estéticas en relación al uso del archivo, se suman como propuestas discursivas que ponen en tensión la demarcación tajante que separa la experiencia íntima de su inscripción en lo social, revisando al mismo tiempo el estatuto de lo político como gran discurso cerrado y vociferante.
Fuentes citadas
Ahmed, Sara. The cultural politics of emotion. New York: Routledge, 2004.
Arfuch, Leonor. “Ver el mundo con otros ojos. Poderes y paradojas de la imagen en la
sociedad global”. Visualidades sin fin. Imagen y diseño en la sociedad global. Leonor Arfuch y Verónica Devalle (comp). Buenos Aires: Prometeo, 2009. (15-39)
Derrida, Jacques. Mal de archivo. Trad. Francisco Vidarte Fernández. Madrid: Editorial Trotta, 1997.
Di Tella, Andrés. “El documental y yo”. El cine de lo real. Labaki, Amir y María Dora Mourão (comps.). Buenos Aires: Colihue, 2011.
Didi-Huberman, Georges. Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2013.
Lebow, Alisa. (Ed.) The Cinema of Me. The Self and Subjectivity in First Person Documentary. London and New York: Wallflower Press, 2012.
Mouesca, Jacqueline. El documental chileno. Santiago: Lom Ediciones, 2005.
Ramírez, Elizabeth. “Estrategias para (no) olvidar”. Aiesthesis Nº47. Santiago: 2010.
Spieker, Sven. The Big Archive. Art from Bureaucracy. Cambridge and London: The MIT Press, 2008.
Vergara, Constanza y Michelle Bossy. “Documentales autobiográficos chilenos”. Web.
[1] Algunas de las ideas desarrolladas en este trabajo tienen su origen en dos proyectos en colaboración con Valeria de los Ríos (Pontificia Universidad Católica de Chile): un artículo sobre el documental chileno contemporáneo y un libro (pronto a publicarse) sobre la obra fílmica de Ignacio Agüero.
Primera Persona e intersticio; intervalos y fugas en los documentales “Cartas Visuales”, “El otro día” y “Genoveva.”[1]
Paola Lagos Labbé.
Instituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de Chile.
En el siguiente texto, aspiro a indagar en los recursos de (auto)representación poéticos de los documentales más recientes de los cineastas y académicos de nuestro Instituto de la Comunicación e Imagen, profesores/as Ignacio Agüero, Tiziana Panizza y Paola Castillo, y proponer ciertas lecturas que identifiquen en ellos algunas estrategias comunes para delimitar unas subjetividades que -desde sus inherentes particularidades- definen lo que sugiero como una estética intersticial.
El recurso más evidente que se encuentra presente tanto en “El Otro día”, como en “Genoveva” y “Cartas Visuales”, es aquel vértice intersticial que modela la oscilación entre la representación de la intimidad de los mundos privados de estos cineastas (el hogar, sea éste un espacio físico concreto, un espacio imaginado o un sentido de pertenencia), y las relaciones entre el “yo” y su locus en el mundo exterior (el espacio de lo público, el contexto social e histórico de Chile, el territorio, la ciudad y sus errancias). Y es que las vivencias que se enmarcan en el escenario de lo privado -lo cotidiano, íntimo, afectivo, emocional, sentimental, confesional-, se articulan necesariamente como vaso comunicante para establecer nexos con el mundo histórico, funcionando como bisagra entre la realidad del mundo y su evocación memorística por parte de los cineastas. En el caso de las “Cartas Visuales” de Panizza, este intervalo está marcado en “Dear Nonna (…)” por las manifestaciones mundiales a favor de la paz, en el contexto de la guerra liderada por Estados Unidos en contra de Irak y que Panizza registra desde Londres, en 2004. En el caso de “Remitente(…)”, en tanto, lo público está representado por la muerte de Augusto Pinochet y las celebraciones y manifestaciones que –tras dicho evento- dejaron en evidencia a un país dividido, con dificultad para articular su historia y su presente y con amnesia frente a su pasado: “Si los recuerdos son una imagen, el olvido debe ser ceguera”, reflexiona la autora. Por último, en “Al final (…)”, el tránsito entre lo privado y lo público se articula mediante las marchas estudiantiles de los últimos años en Chile, por una educación pública gratuita y de calidad.
En el caso de “El otro día”, los intervalos se metaforizan en objetos muy concretos, entre ellos, la puerta y las ventanas de la casa de Agüero y cómo éstas y sus umbrales demarcan los espacios entre el mundo interior y el mundo exterior del cineasta; la ciudad, aquella dimensión donde se encuentra la otredad y, en ella, las historias, los relatos, que son el espejo de la realidad social de Chile en la contemporaneidad. La puerta de la casa de Agüero y sus bisagras, se abren hacia paseos que el cineasta emprende guiado por la casualidad, los avatares y las contingencias más cotidianas, adoptando el azar como método de indagación. Al interior de la casa, Agüero y su cámara son interrumpidos por quienes llegan a tocar la puerta, interrupciones que son parte esencial de la sintaxis estructural de “El otro día”. Llama a la puerta el cartero, mendigos, familiares; diversas personas portadoras de relatos. Así como ellos acuden a tocar la puerta de la casa del cineasta, éste concurre a sus hogares como un recolector de experiencias.
En “Genoveva”, en tanto, la historia íntima de la búsqueda de la bisabuela se entrelaza con la historia pública y política de Chile, particularmente en torno al denominado conflicto mapuche. Las demandas y reivindicaciones alrededor de la tierra y otros derechos de nuestros pueblos originarios, la radicalización de los enfrentamientos con la fuerza pública, la aplicación de la Ley Antiterrorista por parte del Estado, la banalización y vandalización del movimiento indígena de la que el pueblo mapuche ha sido víctima por parte de los propios chilenos, son algunos de los tópicos que –desde la contingencia- examina Castillo en “Genoveva”. Es así, pues, como la construcción de la identidad personal de la cineasta respecto de su bisabuela, se da en forma correlativa a la de la identidad colectiva. Castillo comprende su historia privada implicada en procesos históricos y formaciones sociales mayores, y el ser –aparentemente- descendiente de una mujer mapuche en Chile, la hace adoptar una postura distinta, compleja, comprensiva, reflexiva, respecto al actual conflicto mapuche.
Sin embargo, y más allá de este rasgo, me parece que las estrategias intersticiales más sugerentes de estos tres autores descansan en las propuestas estéticas y poéticas con las que todos ellos, con diversos énfasis, reflexionan sobre el tiempo, la perdurabilidad, la memoria y el propio acto de filmar. Directamente vinculadas a operaciones temporales, las tres obras proponen un paralelo entre la imagen en tránsito y la construcción del tiempo de la memoria; un tiempo que a menudo se concibe mucho más como un devenir simultáneo en el que convergen presente, pasado y futuro –aquel instante fugaz capaz de concentrarlo todo-, que como la mera evocación del ayer.
Es el tiempo, como hemos visto, una de las preocupaciones más fuertes de las cartas de Tiziana Panizza, sobre todo en “Al final (…)”, documental que comienza precisamente con la siguiente reflexión al respecto:
“Hoy mis abuelas habitan un tiempo sin memoria, y mi hijo aún no puede conservar recuerdos. Este momento, ahora. Soy la única que recordará este momento. Filmar este momento. Filmar ahora. Vives en un tiempo sin memoria. Soy la única que recordará este momento. Un tiempo sin memoria, ¿es tiempo? (…) Un nudo contiene tiempo. El tiempo es un pañito a crochet”.
En otro momento de la misma película, se puede encontrar una escena particularmente expresiva que pone de relieve el potencial del Súper 8mm. como imagen intersticial y que se encuentra construida a partir de metraje encontrado. Se trata de un montaje que toma solamente las imágenes finales de las bovinas filmadas por diversos cineastas amateur. Mientras vemos cómo las imágenes se van a blanco (o a negro) en pleno desarrollo de las más diversas acciones -inconscientes de la aleatoriedad de su propio final; casi como si fuesen sorpresivamente tomadas por asalto por su propia muerte-, Panizza reflexiona:
“El mercado persa es una curva de tiempo para transferirse pasado ajeno. Curva de tiempo, para tomar y dejar pasado. Compro, cambio, transo imágenes; no sé de quiénes son, pero se parecen a mi vida y a la tuya. Filmar para olvidar lo que no filmé, lo que está entre tomas, la elipsis invisible entre tomas, lo que esconde el corte. (…) Todo transcurre en este momento y en el infinito. (…) Sólo se puede percibir el tiempo cuando algo termina, el final de una canción, cada vez que te quedas dormido, una puesta de sol, el final de un libro, la muerte. El final de cada rollo de película que compro aquí (Mientras se lee en la pantalla: Él dice: Cada toma es en el fondo un filme infinito)[2].
Así pues, sobre todo en el caso de Panizza y Agüero, estos documentales dotan de gran importancia a la materialidad de cine en tanto arte del tiempo y del espacio. Y en tanto arte de la luz. Luz sobre un soporte sensible que condiciona la aparición de una imagen re/veladaque –como la realidad y la memoria indócil- se fuga y se transmuta continuamente en el tiempo, volviéndose por ello inaprehensible, en un flujo constante que se resiste a ser fijado. Tomemos ahora por ejemplo “El Otro día” de Ignacio Agüero. La mirada de Agüero recorre las superficies de los estantes, sus fotos, sus libros de cine, de poesía, Godard, Darwin, Perec, sus películas, los cuadros en la pared, los dibujos hechos por su hijo Raimundo cuando niño. Las cosas, a su vez, le devuelven la mirada, lo observan también a él. Nuevamente el intersticio, ahora entre aquello que contiene, y lo contenido: la casa y la cosa. Este poner en relieve la materialidad de las cosas –las ventanas, las fotos, las sillas, las mesas- se ve reforzada en términos plásticos en el cometido constante que emprende Agüero por dar cuenta del tránsito de la luz: los rayos de sol que a diferentes momentos del día y del año penetran por la ventana, dibujan diversos cuadros e impresiones en las paredes interiores de la casa. La luz entre las ramas de un árbol frondoso y el juego de sombras sobre el pie de una mesa, o el contorno ondulado de una silla, herencias de su madre. Aquello que se encuentra entre las cosas, como el aire, como la luz, y que mágicamente da forma a composiciones aleatorias que surgen gracias a la existencia de la actitud imperturbablemente contemplativa de Agüero y su ejercicio paciente de dar el tiempo necesario a la mirada para observar -sin un propósito determinado- una realidad que, en respuesta, siempre nos sorprenderá haciendo emerger el milagro. En latín miraculum significa mirar y admirar; enfrentarse con asombro ante lo inefable, para que de pronto se manifieste súbitamente una revelación; una iluminación capaz de des/cubrir lo que subyace, lo que se encuentra latente a la imagen aparente. Al respecto, una escena sublime que me parece paradigmática en “El Otro día”, es aquella donde el reflejo del sol poco a poco va cubriendo la penumbra en la que se encuentra una foto de los padres de Agüero recién casados. La luz atraviesa muy lentamente la imagen, haciendo aparecer el instante de un tierno beso. Agüero reflexionará sobre esta imagen, con la voz pausada y casi a modo de susurro, lo que caracteriza varias de sus intervenciones en “El otro día” y que refuerza la idea de lo impreciso, lo inefable, lo innombrado, la fugacidad –en este caso- de la palabra implícita, como si se tratara de un secreto extraordinario que resuena entre el silencio y la voz, que queda a medio camino entre lo dicho y lo no dicho, como interrogante más que como certeza, y que no quiere perturbar la quietud de la casa y de las cosas, que parecieran comenzar a cobrar vida. El cineasta murmura:
“La coincidencia del otro día, de la posición de la fotografía en el armario con la luz del sol que la iluminó, con las hojas que le hicieron sombra, con el hecho de que yo estaba justo en ese momento ahí, filmando, coincidencia que se da muy pocas veces o quizás una sola vez, hace que sea aquí donde comienza la historia. Por ejemplo: puedo decir que los de la fotografía…” [Y entonces suena el timbre que interrumpe el relato de Agüero y da un giro a la representación].
Como tantas otras imágenes en el filme, la fugacidad de la luz sobre la foto de los padres, fruto –nos dice el propio Agüero- de procesos sincrónicos, da cuenta de la quintaesencia de una poética que –lejos de ser una estética de lo estático, a juzgar por sus planos fijos y sus tiempos dilatados- en realidad pone de relieve precisamente que todo está en constante movimiento pese a su quietud aparente, que todo cuanto puede abrazarse es la mutabilidad en un flujo continuo que oscila entre las imágenes y su sentido incierto; el asombro ante la mutación de una imagen que se diluye y se fuga hasta desaparecer ante nuestra mirada, en el devenir sutil y casi imperceptible del tiempo. Transitando entre la luz y la sombra; entre el movimiento y la quietud; Agüero representa lo dramáticamente frágil y efímero del tiempo de la vida, pero a la vez el modo en que los efectos atmosféricos permiten percibir sensiblemente momentos preci(o)sos en su levedad circunstancial.
“Pensé si la búsqueda de mi recuerdo era suficiente para construir una imagen”, reflexiona Paola Castillo en “Genoveva” un documental –aparentemente- más convencional que los de Agüero y Panizza. El filme se construye sobre la base de materiales y testimonios que intentan atestiguar los acontecimientos, privilegiando la existencia de rasgos indiciales y probatorios sobre la existencia de la bisabuela de la autora y su origen. Material de archivo, fotografías, entrevistas, registros de prensa, son recursos escogidos para contrarrestar la escasa evidencia directa sobre la figura de Genoveva. Pero, detrás de lo patente, esta obra también ofrece indicios para ser interpretada desde una dimensión que nos habla de ausencias, ocultamiento y apariencias.
“Si borrar es para ocultar o negar algo, quizás ver poco a alguien es para no crear una relación profunda, porque los afectos llenan, pero también duelen. Nunca sabré si mi abuelo borraba para no sentir o borraba para olvidar (…) Tal vez se puede ocultar un origen, se puede esconder un rostro que perturba, pero es difícil esconder quienes somos”
“Genoveva” responde de algún modo a lo que según Lejeune es la “función reparadora” de toda empresa autobiográfica a la hora de explorar en memorias familiares signadas por secretos, ausencias, traumas, vacíos, vergüenzas, mentiras y confesiones. Al dejar ventilar y entrar la luz en estos cuartos obscuros y enmohecidos de la intimidad del hogar, Castillo no sólo visibiliza eventos comúnmente ocultos –ausentes- o negados dentro del núcleo de la familia chilena, sino que además desencadena procesos de proyección, identificación y empatía que contribuyen a la aceptación y normalización de sucesos y situaciones rechazadas, dotando a esta obra de un considerable sentido político. Se da cuenta, así, de problemáticas identitarias atomizadas que aún se encuentran subrepresentadas desde las prácticas autorrepresentacionales del documental chileno y se contribuye al ejercicio de la disidencia ante a las tendencias estandarizantes de la cultura global, develando desde la subjetividad prácticas que proyectan la diversidad de la(s) realidad(es) –culturales, sociales, ideológicas, étnicas, etáreas, sexuales, de género- para el fortalecimiento de una sociedad plural. De este modo, “Genoveva” parece ratificar el potencial liberador de una narrativa de lo real capaz de restituir los tejidos de una memoria y una identidad trizadas, o al menos encontrar liberación mediante la canalización expresiva de aquellas experiencias que marcaron la vida de una familia. De allí que el desplazamiento físico de Castillo al territorio mapuche, pasa a ser metáfora de un movimiento interior, de un viaje hacia el autoconocimiento, un recurso narrativo para develar su identidad trizada y rellenar los huecos de su memoria familiar. Su movimiento es pues, cartográfico y espiritual, efectivo y afectivo, en el acercamiento hacia sus orígenes y en la construcción de una imagen que represente un cierto sentido de pertenencia. La búsqueda identitaria y genealógica de fondo que emprende, busca explorar en la identidad del “yo” y sus fisuras, interrogar las grietas de la memoria, recomponer la identidad escindida y corporeizar los espectros del pasado en personas concretas, lugares palpables, objetos y formas que se fijan y se prolongan ya no solo en la fragilidad de la memoria, sino en la materialidad del celuloide, en un tiempo y un espacio fílmicos.
Si consideramos todos los elementos anteriormente descritos, podemos dilucidar que la reflexión sobre las apariencias que realiza Castillo es, finalmente, una reflexión sobre el cine. “Creamos imágenes que ocultan los problemas reales. Porque una imagen puede ser la representación de un momento, pero tb puede ser falsa, xq a veces el momento es solo un deseo de apariencia”, nos señala la autora en “Genoveva”.
Y es que –como hemos sugerido- lo real, en su dimensión compleja, no responde simplemente al mundo material, concreto y tangible, sino a un universo de elementos cuya naturaleza no necesariamente es visible (las emociones, los afectos, el dolor, el trauma, el tiempo), y por lo tanto, contienen en sí mismos la imposibilidad de su representación mimética. Dado que lo real está vinculado a ese algo que va más allá de lo evidente, la imagen elaborada por estos tres cineastas sería consciente de su incapacidad, por lo que opta por evidenciar su inestabilidad y su propia contradicción, asumiendo una permanente búsqueda de aquello que se perfila como inasequible, escapando a toda posibilidad de sujeción. Lo real descansa en lo implícito y ha de ser develado mediante la construcción de una imagen cinematográfica que lo descubra.
No es circunstancial, entonces, que tanto Castillo, como Panizza y Agüero sitúen sus subjetividades cinematográficas más bien desde un lugar de crisis, de desajuste, de disconformidad, pues –por una parte- es en ese espacio simbólico donde se ponen en juego las contradicciones existenciales y la complejidad de la realidad y, por otra, es desde esta dificultad que estos cineastas logran construir una imagen capaz de dar presencia -traer al presente- aquello que no es tanto del orden de la presencia, como de la ausencia.
Las propuestas de estos documentales pueden interpretarse en diálogo con la estética del realismo púdico, (auto)denominada así por Raúl Ruiz y Waldo Rojas, para intentar definir las operaciones detrás del pensamiento visual de Ruiz, amigo de Agüero, y a cuya cinematografía el director de “El otro día” despliega varios guiños durante su último documental. Respecto a al realismo púdico, señala Waldo Rojas que:
“Su principio activo consiste en considerar la noción de realidad no ya como lo dado, como lo descubierto absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamiento: la naturaleza gusta de ocultarse. Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas o sociales, se daban por añadidura. (…) Todo su juego de intermitencias revela esta ‘erótica cinematográfica’ fundada como todo erotismo en el esquivamiento y el destello, en un sistema de entreaberturas y de guiños, de apariciones/desapariciones”. (Rojas, 1984).
En mayor o menor grado, la estética de estos tres realizadores se propone mostrar ocultando. Lo que la imagen muestra, es lo que su representación oculta, esconde: su negativo, el dorso, el revés, así como la falta, la ausencia, el vacío, entendiendo que el arte –siguiendo a Hauser- “no es sólo una forma de descubrimiento sino también de encubrimiento”.
Estas películas (y por algo las “Cartas Visuales” de Tiziana Panizza es una trilogía y no una obra unitaria) pueden concebirse como representaciones de una búsqueda siempre en tránsito, jamás definitiva, que pone de relieve el proceso cinematográfico y el uso de la imagen y del sonido a modo de “ensayo-error”, donde se agudiza precisamente la falla, la duda, la pregunta y se refuerza el intersticio mediante imágenes oblicuas de naturaleza más abstracta (sombras, reflejos, juegos de luz) que reflexionan acerca de la construcción subjetiva del recuerdo, el olvido y el tiempo. Señala Panizza en “Al final (…)”[3]:
“Esta es la lista de cosas que realmente te quiero enseñar: saber tomar agua de una manguera; aprender a dar besos que den escalofríos. Escuchar música con los ojos cerrados. Que el misterio es movimiento. Aprender a chiflar, no a silbar; a reconocer el canto de los queltehues, a prender una fogata, saber entrar en un bosque sin hacer ruido, a distinguir las fases de la luna, saber que hay que sacar juguetes de la mochila para que entren otros, que las preguntas, son más importantes que las respuestas, saber hacer nudos”.
“El Otro día”, “Genoveva” y “Cartas Visuales” son filmes que adoptan modos ensayísticos para la representación de la subjetividad de sus autores y que nos hace reflexionar acerca de que aquello que representamos a través de la imagen no se encuentra solamente fuera de nosotros, a nuestro alrededor, sino también y sobre todo en nuestro interior, en nuestros estados, los que se hallarían más allá de la imagen, fuera de ella, se le escapan. De allí la búsqueda de los tres cineastas por intentar construir a una imagen intersticial que contenga algo de esa esencia invisible en fuga y por reforzar la idea de lo impreciso, lo inefable, lo inaprensible, la interrogante más que la certeza, la realidad no como algo desenmascarado y expuesto, sino como lo velado, lo opaco. “‘Cómo nos vieron ellos’, resuena esa frase en mi cabeza. El peligro poder de las imágenes es que nos ofrecen una sensación de realidad que deriva en una aceptación total, pero ¿qué es real? A veces no sé si veo realmente la imagen que está delante de mis ojos o estoy atrapada en lo que otros quieren que yo vea de esa imagen”, reflexiona Castillo.
Así, las miradas resultantes de estas operaciones se encarnan muchas veces en la construcción de una imagen de naturaleza difusa sobre la realidad y los tiempos que confluyen en ella; una estética del intersticio, del intervalo, toda vez que los universos que construye tienen que ver tanto con la vida, como con la muerte; en el tránsito entre el pasado y presente; entre historia y memoria. “La casa de mi abuela la demolieron. Sus espacios son mi tiempo ahí. El espacio es tiempo. Nada se olvida, pero solo algunas cosas se recuerdan”, nos dice Panizza. Más que intentar utópicamente arribar a la esencia que se oculta detrás de lo aparente, estas películas buscan develar las tensiones entre lo representable y lo irrepresentable; entre lo nombrable y lo implícito, o aquello que simplemente elude los rótulos impuestos por el lenguaje, fluctuando -en cambio- entre sugerencias y latencias.
Desprovistas de certezas y de la mano de la incertidumbre, las poéticas de estos tres autores intentan modelar sus imágenes a partir de la consciencia del carácter inmanente de lo real, irreductible a una imagen. Hay en estas obras un desplazamiento desde la concepción obsoleta de la imagen como un elemento “fijo”, hacia su comprensión como un texto complejo, fluido, abierto, dialogante, que intenta asir la riqueza y complejidad estética, conceptual y emotiva de la imagen fílmica y desdoblar sus cualidades tradicionales al llevarla a un espacio íntimo de enunciación marcado por códigos narrativos, reflexivos, emotivos y formales complejos, que enriquezcan nuestra comprensión de lo real.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Bachelard, G. (2000). La poética del espacio. Madrid: FCE.
Bellour, R. (2009). Entre Imágenes. Foto, cine, video. Buenos Aires: Colihue.
Català, J. M. (2005). La imagen compleja: la fenomenología de las imágenes en la era de la cultura visual. Bellaterra: Ed. UAB.
Dadoun, R. (2000). Cinéma, psychanalyse et politique. París: Séguier.
Hauser, A. (1957). Historia social de la literatura y del arte. Vol II. Madrid: Ediciones Guadarrama.
Laub, D. (1992). “An Event Without Witness: Truth, Testimony and Survival, in Testimony; Crisis of Witnessing”. En Literature, Pshychoanalysis, and History. E.E.U.U: Routledge.
Lacan, J. (1992). “El reverso del psicoanálisis”.Seminario XVII.. Buenos Aires: Paidós.
Lejeune, P. (2008). “Cine y Autobiografía, problemas de vocabulario”. Cineastas frente al espejo. Martín Gutierrez, G (ed). Madrid: T&B Ediciones.
Rancière, J. (2012). Las distancias del cine. Buenos Aires: Manantial.
Renov, M. (2004). The Subject in Documentary. Minneapolis: University of Minnesota Press. Rojas, W (1984). “Raúl Ruiz: Imágenes de paso”. Revista Enfoque Nº2, verano-otoño 1984. Disponible en http://www.cinechile.cl/archivo-83.
[1] Las reflexiones contenidas en el siguiente texto forman parte del marco teórico elaborado para mi tesis doctoral, actualmente en desarrollo (Doctorado en Comunicación Audiovisual, Universidad Autónoma de Barcelona). Del mismo modo, el análisis de la obra de T. Panizza está alimentado del capítulo de mi autoría: “El Súper 8mm. como imagen intersticial en la Trilogía ‘Cartas Visuales’ de Tiziana Panizza”, para el libro “Nuevas Travesías por el Cine Chileno Y Latinoamericano” (Coord. M. Villarroel. LOM, 2015). La obra de I. Agüero, en tanto, fue analizada en profundidad para la ponencia “La realidad inaprensible: umbrales, azares y fugas en el documental ‘El otro día’ (2012), de Ignacio Agüero”, presentada en el III Encuentro Internacional de Investigación sobre Cine Chileno y Latinoamericano, organizado por la Cineteca Nacional del Centro Cultural Palacio de la Moneda, en 2013.
[2] Esta escena recuerda un ejercicio de la misma naturaleza, presente en la anterior “Remitente (…)”, donde Panizza realiza un montaje con atardeceres y fragmentos de los finales de las canciones de Nina Simone. Lo hace, sin embargo, para anunciar un evento feliz: la espera de su hijo Vicente. “Este verano pasó un cometa, se vio en todas partes; yo lo ví, y parecía una estrella fugaz en cámara lenta, un tatuaje en el cielo, el final de una canción de la Nina Simone. Y de verdad me pregunté, ¿quién se anuncia de esta manera?”.
[3] Ya en “Remitente (…)”, Panizza acude al acto de nombrar para no olvidar; pero cuando nombra, no sólo indica, destaca y evoca, sino también invoca, transita por el intersticio entre pasado y presente, entre memoria y olvido:
“Estas son las cosas que jamás quiero olvidar: el olor a Eucalipto en invierno, mi abuelo sentado en su sofá favorito, cáscaras de naranja en mi delantal del colegio, el pelo mojado secado por el sol, mi abuela regando el jardín, el olor de la almohada de mi padre, la primera vez que escuché tu corazón (…)”.
"El blues del orate"(60 min, 1987) Dirigida por Jorge Cano; Guión y actuación de Gregory Cohen
Existen muchas formas de entender la historia. La que recordamos, la que nos cuentan, la que nos imaginamos o la que nos imponen. Existe la memoria oficial, aquella que deja conformes a todos por que se hace inofensiva, no cuestiona el presente y permite digerir un futuro sin que entorpezca la transparencia del buen vivir, los hábitos cordiales entre lo que se transita y lo que no se quiere ver.
“El Blues del Orate” es una película marginal, filmada cuando la dictadura caía y la alegría llegaba, supuestamente. En esa corriente, es que Gregory Cohen aparece desnudándose frente a una cámara que no para de acosarlo cual carcelero, pero que no hace sino representar en él el estado de un país fracturado, engañado y que trataba de cubrir sus heridas con un falso heroísmo. Se comenzaba a establecer una nueva historia, la de los vencidos que llegan finalmente al poder, ese que se cultivó desde la publicidad, desde los cargos en el exilio o desde las redes y el lobby. Y es ahí donde una nueva sociedad neoliberal se vestía de progresismo y enterraba a los marginales, a los upelientos, a los proletas de la pobla, a los punkies, a los rebeldes de verdad.
Es ahí donde se contextualiza “El Blues del Orate”, un gran plano secuencia como los años de dictadura, donde el hombre se enfrenta a la cámara, a la soledad, al dolor y a la verborrea de la incomodidad, que se plasma en una fotografía oscura y una cámara que va y viene como quien acecha a la presa sin más que intimidarla, algo que perfectamente se hace recíproco con un monólogo genial interpretado por Gregory Cohen, uno de los grandes actores del cine contemporáneo, y que se despoja de lo innecesario para otorgarnos la belleza poética que solamente una joya del cine puede brindar en medio de la desazón y la tristeza.
“El Blues del Orate” es un redescubrimiento, una película que no existía en los libros de historia del cine chileno pese a los premios obtenidos y el reconocimiento que cosechó en aquellos años. Su exhibición instala una forma diferente de leer nuestra memoria visual, y que rearticula el paradigma del video experimental que se realizaba en los años ochenta, principalmente por videastas que no hacían sino maravillarse con las máquinas y dejar de lado la utopía, la crítica y el malestar, trocándolo por una experimentación formalista que terminó por ahogarlo y, arrastrar en su caudal decadentista a películas tan geniales como “El Blues del Orate”, absoluta antítesis de aquellos experimentos.
Redescubrir “El Blues del Orate” es una necesidad, así como un reclamo por el borrón de nuestra memoria, de nuestra historia la invisibilización que muchos propiciaron en torno a aquellos locos que ayudaron a generar un cine moderno, lúdico y rabioso, como el de Gregory Cohen.
Texto sobre la película "Sueño y secreto subterráneo" (54 min, 2004)
De las 37 estaciones que sumaban las líneas 1 y 2 del Metro de Santiago hasta 1997, al calvario de los viajes en hora punta de la actual red articulada a Transantiago, con 5 líneas y 108 estaciones, hubo un cambio radical en la forma que habitamos la ciudad, muy coherente con la idea de modernización neoliberal que importó la dictadura y continuó la Concertación.
Gregory Cohen registra la construcción de las extensiones de las líneas 2 y 5, y la construcción de las líneas 4 y 4A, desde un pie forzado en clave teatro del absurdo: un hombre (Alex Zisis) se levanta como todas las mañanas para ir a trabajar pero se da cuenta que el Metro aún no ha sido construido. Este dispositivo permite ingresar al mundo del tren subterráneo, a la manera de un sueño, cuando el protagonista desciende a las obras del Metro, a través de un portal oculto en un céntrico restorán capitalino, atendido por una mujer (Loreto Moya) y su hijo. Una vez en el interior, encuentra a un grupo de ejecutivos discutiendo la viabilidad de la extensión de la red y el impacto sobre la ciudad.
Aunque la atmósfera surrealista funciona más por el atrevimiento de Cohen en la puesta en escena y el montaje, que por la verosimilitud de las actuaciones, el autor visibiliza a sujetos nunca tomados en cuenta en el cine chileno. En la siempre débil frontera entre la ficción y el documental, a la historia de Zisis y Moya se le intercalan imágenes de la construcción de los túneles y viaductos, de la llegada de los carros al puerto de Valparaíso, además de entrevistas a miembros del directorio de Metro, a los trabajadores de la construcción y a las primeras personas en usar los nuevos tramos.
Ahí es donde la película tiene sus momentos mejor logrados, en el espíritu épico de los gerentes, quienes diseñan y conciben la extensión como un proyecto fundacional de un nuevo modo de ocupación y desplazamiento en la capital. Hablan de integración de las comunas, de mejoramiento en la calidad de vida, de mayor tiempo para el ocio, en circunstancias de que, mirando en perspectiva, Metro y Transantiago no son sino un fracaso que padecemos día a día los trabajadores y estudiantes que viajamos mañana y tarde de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Y si bien Cohen no desliza esta crítica explícitamente, expone a los gerentes como portadores del discurso neoliberal, según el cual observan a las personas como clientes y al sistema Metro como eje fundamental del sistema de producción y acumulación.
Los trabajadores, en tanto, aparecen como los orgullosos ejecutores de una obra colosal. Apreciamos su humanidad en el trato fraterno, en la vulnerabilidad de los que trabajan bajo tierra antes de la edificación de los túneles, en su compromiso con la difusa noción de comunidad, donde todos tenemos parte pero de maneras muy desiguales.
Sueño y secreto subterráneo expresa la magnitud de la red del Metro de Santiago, bajo la forma de una ilusión que no sabemos si es sueño o secreto, pero que, como promesa de mejorar nuestras vidas, quedó solo en el terreno de lo ideal.
Para este espectáculo, hay asientos de primera fila. Vestidos hechos a mano, zapatos, collares y anillos. Peinados, maquillaje, sombras y dolor. Sentadas incómodamente, maniatadas y confundidas, las mujeres que respiran dentro de esa habitación amordazadas, permanecen expectantes a lo que está por suceder.
Sus captoras (María Izquierdo y Lía Maldonado,) dos mujeres bien vestidas como ellas, han invertido en el juego de la venganza, la balanza del poder contra dos hombres. Hombres de familia, casados, trabajadores, exitosos, bien vestidos. Dos hombres que 20 años atrás violentaron su hombría contra ellas en la juventud. Dos hombres atados, desnudos frente a sus hijas, sus esposas, sus madres, custodiadas por dos guardias y una enfermera, mientras sus captoras cortan los genitales de ellos como símbolo de su dolor, eliminando el arma con el cual fueron atacadas.
Esta Función de gala es el espectáculo del poder y cómo éste ha recorrido dolorosamente la vida de un grupo de individuos que no pueden escapar de su destino. Y somos nosotros a su vez, los que estamos constantemente dispuestos frente a las pantallas que transmiten una y otra vez este terrible show, la performance de nuestra memoria, la mutilación y la muerte, la violencia física y verbal (siendo el silencio la más fuerte de todas) sin hacer nada al respecto.
Sucede aquí, cuando incluso las pequeñas formas de poder, guardianes del orden y el abuso, no son más que torpes figuras, una suposición de poder, que proviene de más arriba, de una mente (o dos en este caso) que planifican y ejecutan. Sucede de manera seductora, de quienes nos protegen y nos cuidan, nos dan salud, bienestar, y tranquilidad, adormeciendo a unos para asesinar a otros, resguardando la justicia para quienes puedan pagar por ella. Ocurre en lo más íntimo de nuestras familias, cuando obviamos ocultando de nuestra historia todo el mal causado en pos de los valores que alguna vez se inventaron y a los que hoy protegemos con tanto ímpetu. Se ejecuta cada vez que guardamos odio para convertirlo en actos contra quienes violaron nuestros derechos, cuando el silencio se transforma desde el dolor hacia la venganza como respuesta de nuestros calvarios.
Todos los días, en el horario que guste puede formar parte de éste espectáculo, puede ser uno más del montón de espectadores secuestrados, estupefactos y silenciosos, o puede ser partícipe de las desgracias que se ejecutan en vivo y en directo en el ejercicio del poder: corrupción, lucro en los bienes básicos y culturales, robos, escándalos sexuales, prensa y televisión amarillista, desastres ecológicos, farándula a la hora que desee, cuánto desee y cómo lo desee, agrandando su promoción en Pop Corn más un juguete para el niño en casa. Póngase sus mejores trapos y permanezca con el cuerpo pegado al asiento, sin olvidar sus accesorios y los cigarrillos, que la función está por comenzar.
Imaginar un presente distinto parece ser la gran marca a fuego con la que el siglo XXI debe lidiar. Atormentado por acontecimientos y desvanecimientos pasados que ahuyentan la esperanza de un futuro, el sujeto contemporáneo pareciera gozar en el acto de chocar con esa pared que le prohíbe imaginar el cambio. En el momento en que sueña el pasado que ya no fue, exorciza fantasmas cuya aparición es inevitable: son los espectros de una nación traumada socialmente.
Adán y Eva (2008) de Gregory Cohen constituye un ejercicio fantasmal; desde sus primeras imágenes – artículos de cocina grabados con un movimiento zigzagueante y un foco difuso – nos acercamos a una realidad cotidiana, común, íntima; pero grabada desde un prisma teñido por lo extravagante. La puesta en escena, que sintoniza el lenguaje audiovisual con el teatral, estructura un discurso principalmente desde los diálogos: intempestivos, fuera de lugar, pero (extrañamente) coherentes. En su discursividad atolondrada, parecieran hacer ‘sentido’ desde la certeza de la imposibilidad de reconstruir lingüísticamente el pasado. Cuando aquel se encuentra arrumbado de cadáveres, es la inconexión de imágenes lo que prima como objeto de la memoria; cada cuerpo es un signo de un sintagma roto, que no es otro que la Historia de un país.
La relación entre recuerdo y alegoría constituye en la película una propuesta estilística, conformada desde la concepción de lo onírico y lo festivo como formas de la representación. Si el dolor del recuerdo constituye un escollo a la formulación de un discurso racional, es desde el deseo por el cuerpo joven, el carnaval nostálgico y la muerte de un Dios borracho las formas que honran las desgracias del pasado que ahuyentan los sueños del presente. La ilusión de cambiar el mundo se transforma en el mundo que soñamos cambiar desde lo prohibido, lo oculto, lo delicadamente subversivo. La declaración sin sentido, la fiesta que irrumpe, la música que se imagina a ojos cerrados; metáforas del soñador melancólico, arrepentido de las decisiones que estuvo “obligado” a realizar, para que el futuro no imite al pasado que no fue aquel presente que soñaban.
Sin pretender arroparse en un manto de evidente claridad narrativa y estética, Adán y Eva reflexiona y homenajea “a los que murieron jóvenes” peleando “por un mundo mejor”. Su intención es inocente, soñadora, como el perro que acompaña a la pareja divagante. Es además la constatación de una pérdida social: aquella que, en algún momento del derrotero histórico occidental, permitió concebir la posibilidad de un cambio; o sea, la posibilidad de imaginar un futuro. Así, la imaginación manchada de sangre crea representaciones extraídas de una alegoría de la pérdida de la inocencia, como bien da cuenta la madre al enseñarle al niño a que no debe pretender cambiar el mundo. Ahí está la verdadera pérdida de la sociedad occidental, que solo puede concebir el futuro como el regreso al pasado fantasmagórico: aquel que construyó el presente que no queremos, aquel que nos comanda al futuro que no deseamos.
Casas añosas, algunas a punto de caerse, otras resistiendo el paso del tiempo por una u otra razón. Cuántas personas habrán pasado por ellas, cuántas familias, cuántas vivencias y secretos. Memorias finalmente.
Con esa premisa “juega” Gregory Cohen. Y en un espacio bastante particular, como él lo refirió en alguna entrevista. El baño, en donde hay lugar para lo tabú, para lo más oculto, quizás igual que una habitación, pero con la diferencia que es colectivo. Son, por tanto, varios “secretos”, de varias personas, los que en él ocurren.
Ahí vemos como se desarrollan 20 años de nuestra historia reciente, con diversos protagonistas, aunque a ratos los mismos, pero en diferentes momentos históricos. De alguna manera ese baño es una metáfora del país. Está primero una familia de clases media, pasando por un grupo de jóvenes izquierdistas durante el gobierno de Allende, para terminar siendo, antes de volver a sus primeros dueños, un centro de tortura de la DINA/CNI.
Somos testigos, suerte de voyeristas (algo acentuado con el encuadre invariable, como si se tratase de una cámara de vigilancia), de esa transformación, de todo lo que va cargando el lugar, de las alegrías, placeres, dolores, miedos y vejaciones. Inevitable es preguntarse qué habrá pasado en la casa que vivo, en el lugar que trabajo, antes que llegase. Tal vez a no muchos le gustaría encontrar la respuesta, ante el temor de toparse con algo incómodo, independiente de si el espacio fue ocupado como un centro de tortura, cuestión por lo demás más común de lo que uno pudiese pensar en principio, cabiendo la posibilidad que aún queden lugares por conocer. La pregunta, entonces, va más allá, intenta abarcar todo orden de cosas, llegando quizás sólo a ser una curiosidad.
Sin embargo, resulta imposible no pensar también en el análisis más social que se hace en el film y, en particular, el esbozo de una idea que cobra sentido, o más bien fuerza, a la luz de hechos recientes, como el homenaje a Augusto Pinochet o los cuestionamientos hechos al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos por no contextualizar (¿justificar?) las muertes, torturas y desapariciones en dictadura.
En realidad este hecho siempre ha estado presente a lo largo de estos 22 años y contando, y es que aún no se asume (a un nivel general) la historia reciente, se intenta hacerle una finta, esconderla, pasar a veces como un caballo de carreras, sólo con la vista puesta hacia delante, pero de una u otra manera siempre queda en evidencia lo mucho que falta para poder apropiarnos de ella, analizarla y, lo más importante, que no es posible olvidar.
Todos estos hechos “incómodos” en algún momento explotan, tal como en el clímax de la película, cuando el baño literalmente lo hace, como cansado de tantas cosas que ahí han pasado y se han ocultado, incluidos los cuerpos de dos personas. Es un gesto ad-hoc para ilustrar lo que ocurre con esa negación de la memoria, algo parecido, por buscar un símil literario, al Gato Negro de Edgar Allan Poe.
Luego de pasada la tormenta se cree que todo volverá a normalidad, como se presume con la suerte de sahumerio que se realiza en el baño, pero…¡sorpresa!, aquello sólo es momentáneo, ya que luego otro hecho vuelve a hacer evidente el tema no resuelto, sólo relegado, como lo es la llegada de los encargados de instalar la alarma, que no son otros que ex agentes de la DINA/CNI, ahora ejerciendo en el rubro de la seguridad.
Todo esto podría encajar en el concepto de Steve Stern con respecto a cómo Chile ha asumido su pasado reciente, el “Olvido lleno de Memoria”. Y que mejor que un film para hacerlo una vez más patente. El cine es Memoria.