El documental de Paola Castillo, nos invita a un viaje por las raíces de su familia, en las cuales hay un vacío que nadie pareciera recordar, su bisabuela Genoveva. Pero lo que comienza como una búsqueda personal, termina siendo una búsqueda sobre la identidad de nuestro país, quien ha olvidado por completo el origen de nuestra sangre, la del pueblo Mapuche.
La película parte con Matilde, la hija de Paola, quien apenas siendo una niña nota una diferencia entre ella y su madre: el color de pelo, ya que ella lo tiene mucho más claro. A partir de este momento se arma la pregunta ¿por qué esta distinción, en un primer momento, pareciera ser tan importante?.
El origen de nuestra cultura no tiene raíz en pieles blancas ni menos en cabellos claros, eso es algo que se sabe por historia: antes de que llegaran los colonizadores aquí estaba la gente de la tierra, los mapuches. Luego vino la interrupción (y no el descubrimiento) de Latinoamérica. A partir de entonces, nuestra identidad se volvió mestiza, pero durante años, muchos renegaron el origen de la sangre mapuche, y es justamente este punto el que tiene lugar en “Genoveva”. Borrar la memoria, ocultar el recuerdo parece ser que fue lo que ocurrió con su Bisabuela.
Es interesante cómo a partir de una única imagen de Genoveva, se reconstruye un imaginario completo, que abordan diferentes testimonios de la familia, y que a través de datos concretos, como por ejemplo la misma tumba o las huellas digitales, se va reconstruyendo el recuerdo. La misma figura de Genoveva, es sacada de la foto y puesta en otro contexto, reencarnada a través de Anita Tijoux quien imita la misma posición de la foto original, de esta forma se revive a Genoveva, quitándola de al foto y colocándola en un fondo mucho más simbólico: el sur y sus araucarias.
Genoveva nos invita a la reflexión acerca del imaginario indígena que se tiene hoy en día. Los medios siguen hablando de terrorismo, algunas personas siguen catalogando de “feas” las facciones originarias. La causa de su lucha va mucho más allá de armar revueltas en terrenos privados. Chile desde hace ya tiempo debería mirar sus raíces, y declararse un país plurinacional, pero pareciera que todavía queda bastante para esto.
Por: Cine Club Séptimo Sello del Centro Cultural San Antonio / Autores/as: Jaime Ortega, Fernanda Ortega, Patricio Millar, Gonzalo Villarroel, Maximiliano Dagá, Vanessa Amigo y Felipe Contreras.
Cuando hablamos de música en el cine, nos referimos a la unión que tienen estas dos expresiones artísticas en torno a una obra de arte total. La música opera como lenguaje comunicativo y, a su vez, es un mediador de emociones que constantemente está apoyando la imagen que la película está proyectando, convirtiéndose así en un elemento narrativo dentro de la historia. No es lo mismo ver una escena solo con diálogos, a ver una escena con ellos y que además esté musicalizada; la música apela directamente a los sentidos sin necesariamente pasar por nuestros pensamientos, evoca sensaciones sin darnos cuenta de que finalmente puede modificar y transformar nuestra visión como espectador respecto a algo.
Es por esto que son diversas las formas que tiene cada director o directora de trabajar con música: algunos pedirán una banda sonora original y buscarán unir fuerzas directamente con un músico, explicándole las sensaciones que busca que se transmitan en un determinado momento, como es el caso, por ejemplo, de David Lynch; otros escribieron escenas con canciones ya compuestas que les gustaría ocupar posteriormente, pensando en la función lírica que puede llegar a tener la música en un filme, donde la letra tiene una enorme posibilidad de potenciar alguna sensación o texto que algún personaje dirá, como el caso de Wes Anderson y la música popular. Lo cierto es que, sea cual sea el método de trabajo, lo que un realizador o realizadora de cine siempre busca es poder contar con una banda sonora que contenga y canalice en sí misma toda la historia que nos presentará la película que, por opción creativa, se musicalizará.
Tomando el último ejemplo mencionado, en donde directores o directoras hacen uso de canciones ya creadas y publicadas para sus películas, es que a continuación haremos una pequeña aproximación a tres distintas maneras en que el cine se ha involucrado con la industria de la música popular.
Cine rockumental
Un formato cinematográfico que, se podría decir, de forma natural ha trabajado relatos relacionados a la industria musical, es el documental. Dicha influencia se evidencia, por ejemplo, a través de la acuñación del término rockumental, definido por Roy Shucker y traducido por Eduardo Viñuela como “películas y programas/series de televisión que documenten festivales musicales, conciertos, giras, escenas musicales locales y la historia de las músicas populares urbanas” (Shucker, 2001: 179 en Viñuela, 2014: 16).Este podría situar su origen durante los años 60 con el boom del cine directo, movimiento cinematográfico asociado a rodajes de bajo costo, dado que utilizaba cámaras portátiles de fácil manipulación. Además, se caracteriza por buscar intervenir lo menos posible la realidad filmada, actuando como “mosca en la pared”, es decir, observar sin ser observado.
Un ejemplo paradigmático de rockumental es Don’t Look Back, importante filme estrenado en 1967, dirigido por D.A. Pennebaker. El cineasta muestra con su película la gira que Bob Dylan tuvo en Inglaterra aquel año, a través del ya mencionado cine directo. El profundo acercamiento a la vida diaria de Dylan que entrega Pennebaker, nos permite acceder a su intimidad, tanto de su trabajo como artista, como a la de su cotidiano. La cámara recorre los espacios, personajes, y se presenta errática e inestable como la vida misma. No busca, por lo mismo, presentar una narración preconcebida; más bien, hace surgir el cine desde el seguimiento, libertad y transparencia de su protagonista. Así, se conformaría uno de los documentales más influyentes de la historia.
Otros grandes referentes del rockumental son Monterrey Pop(1966), de Richard Leacock; Gimme Shelter (1970), de los hermanos Maysles; Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1979), nuevamente con Pennebaker tras cámara; Living in the Material World (2011), de Martin Scorsese o Looking for Johnny (2014), de Danny García.
Del escenario al set de rodaje: cantantes que revolucionaron la industria del cine con su música.
Otra arista que vale la pena analizar dice relación con los artistas que han hecho la mitad de su carrera a base de películas musicales y cuyos repertorios de canciones más famosas están constituidos en gran parte por las composiciones que conforman la banda sonora de esas películas. El caso más famoso y masivo es el del cantante Elvis Presley, que al ser una cara linda y contar con una voz prodigiosa, hizo que la toda la industria se moviera en torno a él, logrando tener a su haber aproximadamente 30 películas musicales, ejemplo claro de esto es Jailhouse Rock (1957). Se decía que las películas de Presley siempre iban a ser un éxito seguro: por más que la crítica tuviera comentarios opuestos, el público tenía un gran interés por estas. Muchos señalan que el éxito de Presley se basa en la fuerte inmigración que hubo hacia Estados Unidos en esas décadas, creando una gran mezcla étnica y cultural. Esto contribuyó fuertemente a que las comedias musicales fueran la única forma de entretenimiento de consumo rápido, ya que no se necesitaba gran conocimiento para poder disfrutar de estos metrajes.
En Latinoamérica unas décadas antes se dio un fenómeno similar: el caso del cantante de tango, Carlos Gardel. Con el advenimiento de una crisis política en el país, la nueva influencia de Estados Unidos y la creación del cine sonoro, los empresarios nacionales empezaron a invertir en tecnologías para imitar los estudios en donde se generaba esta nueva forma de hacer cine, lo que dio paso a los largometrajes musicales en Argentina. Gardel ya era exitoso como cantante, pero desde que llevó el tango al cine su éxito se expandió por el mundo, grabando varios metrajes en Estados Unidos y Francia, donde el tango y su voz sí o sí tenían que ser protagonistas. La admiración del público era de un nivel tal que en las exhibiciones de las películas en que Gardel aparecía se tenían que repetir las partes en las que él cantaba. Algunos ejemplos de sus películas más exitosas son Melodía del Arrabal (1932) y Cuesta abajo (1934). El éxito rotundo de Carlos Gardel ayudó a forjar una gran industria cinematográfica con base en el tango, llegando al punto de la creación de dos estudios, Argentina Sono Films y Lumiton y haciendo posible que, entre 1936 y 1939, se estrenaran más de 70 películas, conquistando de esta manera el mercado y convirtiéndose en uno de los periodos más exitosos para el cine trasandino.
Del acetato al celuloide: la adaptación de obras musicales al cine
Pero la relación entre el cine y la música no ha sido en un solo sentido; no es sólo el cine quien se ha fortalecido utilizando la música para construir una obra, sino que muchas veces ha sido esta última quien ha expandido su repercusión, haciendo uso de las imágenes para plasmar una idea. Pink Floyd, por ejemplo, en 1979 sorprendió al mundo con su álbum conceptual “The Wall”, el cual presentaba la historia de autodestrucción de una estrella de rock, quien va construyendo, ladrillo a ladrillo, el muro de aislamiento que termina separándolo de la realidad. Tres años después, un proyecto cinematográfico liderado por Roger Waters, utilizó la historia que se contaba en el disco, canción a canción, para crear la película The Wall. Por primera vez, los fanáticos de Pink Floyd pudieron ver con sus ojos aquellos rostros, figuras, situaciones o lugares que —aún siendo descritos— solo podían ser imaginados en la mente de cada oyente. Algo muy similar ocurrió con los álbumes Tommy (1969) y, en menor medida, Quadrophenia (1973) de la banda británica The Who, cuyas historias fueron llevadas a la pantalla grande en 1975 y 1979, respectivamente. También, dentro de esta corriente, se encuentra Imaginaerum (2012), adaptación cinematográfica basada en el álbum del mismo nombre de la banda finlandesa Nightwish, y que relata la historia de un viejo compositor que rememora toda su vida en su lecho de muerte. Junto a las anteriormente mencionadas, existen otras tantas producciones que, en definitiva, muestran esta simbiosis; esta relación casi recíproca entre el cine y la música, para convivir y beneficiarse mutuamente.
Sin duda que, además de las ya mencionadas, muchas son las formas en que el cine ha forjado lazos con la industria de la música popular, en donde, por ejemplo, también podríamos mencionar los biopics (cine biográfico) sobre superestrellas del rock como Bohemian Rhapsody (2018), sobre Freddie Mercury o Rocketman (2019), en relación a la vida de Elton John. Lo claro es que, dadas las enormes posibilidades que otorga el arte cinematográfico y el gran éxito comercial que surge de esta asociación, es de esperar que muchos más sean los proyectos que veamos (y oigamos) a futuro en este apartado.
Bibliografía
Shuker, R. (2001) Understanding Popular Music. New York: Routledge.
Viñuela, E. (2014). El Rockumental o la documentación discursiva de las músicas populares urbanas. Quaderns. (9). 15-23.
Por: Cineclub Sala Sazié de la Universidad de Chile / Autores: Alenca Ghersi, Valentina Ávila y Luis Horta.
Al hablar de cine hablamos de fotografía, actuación, o cualquier otra área en la construcción de una película antes que de la música, normalmente relegada a un lugar secundario. Daría casi la impresión de que al quitarla, nada cambiaría en absoluto. Quizá esto ocurre porque el cine se constituyó desde sus inicios sólo como imagen en movimiento, sin sonido, pero la verdad es que el sonido y la música siempre estuvieron allí, en aquello que suena en nuestras cabezas cuando vemos una imagen muda, en la sonoridad de cada movimiento y cada objeto, porque en nuestra realidad no concebimos la imagen sin el sonido. También en las salas de cine, en las que un músico acompañaba cada escena con su piano y en donde cada emoción en pantalla tiene un tono y una sonoridad propias.
La música en el cine puede ser muchas cosas, puede ser diegética o extradiegética, puede potenciar la emoción contenida en la escena, para traducir en notas lo que un personaje está sintiendo pero no dice, puede ser la transición de una escena a otra, puede marcar un ritmo, un tono, puede hablar de la época y del contexto económico y sociocultural de la película. La música puede transmitir la misma emoción que la imagen o bien la emoción contraria, haciendo de contrapunto y generando un sinfín de interpretaciones y experiencias tan diversas como las personas que ven una misma película. La música en el cine puede marcar los giros o cambios dramáticos, e incluso puede estructurar el guión mismo, siendo la base para escribirlo y trazando el camino a seguir.
Eleni Karaindrou, compositora de música para teatro, televisión y cine, mayormente conocida por su colaboración con Theo Angelopoulos, entiende la importancia de la música a la perfección. La particularidad de Karaindrou no solo está en la sensibilidad y nostalgia de sus melodías, sino también en el proceso creativo de sus composiciones, y es que ella no musicaliza la imagen, por el contrario, la imagen nace de la música, porque las películas de Angelopoulos se filmaban luego de que la música estaba compuesta, basándose en la idea y concepto que el director quería para su obra. Mientras Angelopoulos relata la historia, Karaindrou improvisa en su piano, y de esta manera se ejerce una especie de coautoría en cada una de las películas del director griego. Si Angelopoulos hace de la imagen poesía, Karaindrou lo hace con su música.
Revisaremos una película de cada década en que el cineasta y la compositora griega trabajaron juntos.
Paisaje en la niebla (1988)
La película inicia con el “Adagio”, tema principal que Karaindrou compuso para la obra; inocente y nostálgico. Oímos un relato bíblico enunciado por Voula, la hermana mayor: “en el comienzo era el caos, y después se hizo la luz”. Voula y Alexandros deciden ir en busca de un padre inexistente. La historia retrata la inocencia y la madurez forzada en la Grecia de postguerra, y es la música la que marca el tono emocional con cada tema, que podemos separar en tres motivos: el peligro, con una inquietante melodía de piano, la esperanza en el tema de Viaje, y la inocencia, contenida en el Adagio.
La melodía de piano es tensa, incómoda, y sin duda una pieza fundamental, que nos indica que los protagonistas están solos ante un mundo hostil. La segunda vez que la oímos, ocurre durante una hipnótica escena bajo la nieve, cuando quienes debían devolverlos a su hogar, atraídos por una fuerza invisible, permiten que vuelvan a escapar en busca de su deseo. Este parece ser un momento feliz, pero la música de Karaindrou hace de contrapunto, y nos pone en sobreaviso de las vicisitudes que se avecinan para ambos. El tema de Viaje lo oímos cada vez que los niños parecen estar cerca de su deseo o cuando son protegidos por Orestes, el joven motociclista que conocen en el camino, otorgando un poco de esperanza al drama. En uno de los momentos más bellos de la película, Alexandros trabaja en un restaurante, y como si de un sueño se tratase, entra un hombre con un violín a tocar el tema de Viaje, siendo la primera y única vez que la música de Eleni es utilizada de manera diegética, un momento de esperanza antes del inicio del sufrimiento más vívido de los niños. Más tarde escuchamos por segunda vez el Adagio, en una versión más áspera y desconcertante, de mano de un trágico violonchelo, justo después de que Voula es violada por un camionero. Nuevamente la música fortalece la emoción, pero también es símbolo de la inocencia rota y la madurez forzada de unos niños en un mundo hecho para adultos. A partir de aquí, la música, que entraba cada varios minutos, aparece de forma constante, y con ella nos dejamos llevar entre la inocencia, el peligro, la esperanza y otra vez la inocencia, ahora acompañada de un lento oboe. Luego, un Adagio más triste, el descubrimiento de un sentimiento nuevo y doloroso para Voula, y otra vez entra el tema de Viaje, pero a diferencia de la escena del restaurante, donde era una señal de cumplimiento del deseo, ahora se torna melancólico, al igual que los personajes. La película termina con el Adagio -la versión que escuchamos al inicio-, Voula y Alexandros cruzan la frontera hacia Alemania y aparecen en medio de la niebla. Al fondo, un árbol y el presagio del génesis, la música aquí es la llegada y es la muerte, cambia su significado, pero sin perder su esencia inicial.
La eternidad y un día (1998)
La película se centra en Alexandros (Bruno Ganz), un escritor mayor que tiene una enfermedad seria que desconocemos, pero que indudablemente lo instala en una etapa final de su vida. Por cuestiones del azar conoce a un niño albanés, inmigrante ilegal, que limpia vidrios para ganarse la vida y que le da un sentido a la vida de Alexandros cuando el resto de las cosas parecía no hacerlo. Permanentemente Alexandros lo intenta ayudar a volver a Albania, sin embargo el niño aparece en pantalla casi toda la película, cumpliendo el rol de proyectar un futuro en la vida del anciano.
Llama la atención que La eternidad y un día incorpora la música como parte del argumento de la película, marcando una evidente diferencia con Paisaje en la niebla (1988) en la medida que hace un frecuente uso diegético de la música. El primer ejemplo de ello es la escena en donde Alexandros pone música en su casa -el inconfundible vals de Eleni Karaindrou, que nos acompaña toda la película- y luego de apagarla, su vecino desconocido del edificio de enfrente le responde con la misma melodía, en una especie de intercambio epistolar sin palabras. Una segunda escena que lo ejemplifica es aquella en donde Alexandros y el niño están en un bus de noche y se sube un trío de músicos que, luego de interpretar una pieza, comienzan a tocar la ya conocida música de Eleni. De manera posiblemente más accesoria, pero no menos llamativa, se emplea la música en escenas corales en donde la protagonista es Anna, la difunta esposa de Alexandre que aparece en el relato en una suerte de realismo mágico. En ellas siempre hay un grupo de personas (¿familiares?, ¿amigos? No está claro) que tocan música y construyen un ambiente ambivalente entre lo festivo y lo melancólico para acompañar las conversaciones. Este último uso de la música se da en un ambiente bastante teatralizado y coreográfico, en donde la narración se manifiesta casi como un relato oral.
Cabe recordar que Eleni Karaindrou compuso una melodía que inicialmente fue rechazada por Angelopoulos, pues no quería una música de tono muy dramático. El trabajo musical definitivo es un vals en piano, “By the sea”, en cuyos diversos arreglos es interpretado principalmente por instrumentos de cuerda (piano) y de viento (oboe, acordeón). Esta melodía, que nos acompaña de forma intermitente en la película, aporta un tono melancólico pero con un dejo de alegría, con un asomo de esperanza, aunque el guión de la película no resulte particularmente optimista. Esto evidencia que la música le aporta a La eternidad y un día un equilibrio respecto al argumento: cuando éste manifiesta la falta de sentido, la tristeza o la aceptación de la muerte, la música entra a matizar.
El polvo del tiempo (2008)
A, un cineasta norteamericano de ascendencia griega, realiza una película sobre la historia de amor de sus padres, Eleni y Spyros, una familia separada a causa de las guerras y conflictos políticos de los últimos 50 años, desde la muerte de Stalin hasta la caída del muro de Berlín, y luego el inicio del siglo XXI. Mientras produce la película, su hija, que también lleva por nombre Eleni, escapa de casa, sumergida en las secuelas del devenir de la historia del último siglo. Las historias de estas tres generaciones se entrelazan de forma constante, generando una narración compleja y un tanto onírica, en la que sería difícil seguir el hilo y sumergirse del todo si no fuera por la música de Karaindrou.
La compositora creó dos temas para la película: el que escuchamos al inicio cuando vemos a Spyros en un tren para ir en busca de su esposa, y también en cada una de las escenas en donde los personajes se ven enfrentados a algún problema. Es tenso, e incluso bélico, acorde al contexto político, su función es hacer de música incidental, por lo que aparece siempre fuera de la diégesis. Por otro lado, como tema principal, Karaindrou nos regala un hermoso vals titulado “Waltz By The River”. Ninguna otra composición podría ser tan significativa, e irónicamente perfecta para la que fue su última colaboración con Angelopoulos; una melodía sencilla, nostálgica y con algo de romanticismo. En Waltz by the river encontramos presente la influencia del folclore griego, como lo que Karaindrou nos tiene acostumbrados a escuchar, sin perder la magia de oírla por primera vez. El vals está siempre jugando entre el espacio diegético y extradiegético, así como también baila sutilmente entre las distintas épocas en que transcurre la película, y así la música empieza a formar parte de la estructura misma y de la narración. Cuando Spyros va en el tren en busca de Eleni un hombre le dice: “Estás jugando con el tiempo”, y el vals de Karaindrou, traspasa constantemente el tiempo. La primera vez aparece en escena cuando la orquesta de A lo compone para su película, luego cuando Eleni se reencuentra con Spyros mientras él toca Waltz by the river en su piano, y, por último, en la escena final de la película; es año nuevo, se acaba el siglo XX, Eleni fallece, y Spyros y su nieta, quien recordemos también se llama Eleni, corren de la mano bajo la nieve. Es así como con ella muere un siglo, y con Waltz by the river, Karaindrou nos regala el inicio de otro, a través del polvo del tiempo.
A través del análisis de estas tres películas podemos caracterizar una variación en el tipo de música compuesta por Eleni Karaindrou, así como también en el uso de ella. En Paisaje en la niebla nos encontramos con una música de un marcado dramatismo y melancolía, que nos remite a una condición de arrojo al mundo y su consecuente abandono. Aquí la música es utilizada en momentos puntuales y generalmente con el mismo nivel de presencia. En La eternidad y un día es un vals más dinámico y sutilmente alegre, sin embargo es utilizado de manera más dispersa e inconstante, pues en algunos casos escuchamos sólo el comienzo y en otros la pieza musical completa, dependiendo de la intensidad de cada momento. En el caso de El polvo del tiempo, la música transita entre una pieza tosca y un nuevo vals que nos remite a las raíces, al folclore y nos interpela emocionalmente.
Por otro lado, la función que cumplen estas tres composiciones en las películas de Theo Angelopoulos es intensificar dramáticamente o exteriorizar las emociones de los personajes. La música reacciona o acompaña a las imágenes, pero no se adelanta a ellas ni ejerce un rol narrativo mayor. Posiblemente la excepción sea el vals “By the Sea” de La eternidad y un día, que al ser un motivo esperanzador a ratos funciona de contrapunto al guión.
A pesar de las diferencias, es posible detectar el sello de Karaindrou en cada una de sus composiciones. La música que ella crea es rigurosa, calculada y de un tempo muy bien administrado. No hay ruidos incontrolados en sus creaciones, más bien hay un sentimentalismo que traduce emociones y que difícilmente se puede borrar de nuestras cabezas una vez que la película finaliza.
Por: Cineclub Linterna Mágica de la Universidad de La Frontera / Autor: Nicolás Ahumada.
Se dice que el cine es la expresión máxima del arte, pues engloba una gran variedad de disciplinas con el fin de narrar una historia. Una de estas disciplinas es la música, un lenguaje universal, capaz de tocar el corazón de cualquiera.
Son pocas las melodías que se han quedado en la memoria colectiva, melodías capaces de hacernos recordar inmediatamente una escena, un sentimiento. Hay un ritmo en 5×4 (lo que se considera poco habitual, pero que en realidad es más natural de lo que parece) que todo el mundo conoce, la canción principal de Misión: Imposible. El clásico televisivo estadounidense que se transmitió entre 1966 hasta 1973, cuya banda sonora fue compuesta por el argentino Lalo Schifrin.
La música de Lalo toma influencias principalmente del jazz, la cual se puede apreciar en la rítmica aparición de Clint Eastwood en «Harry el Sucio» (1971) desde el inicio del film, como también, en las escenas de romance y desenfreno de los personajes en la película “El jefe”(1958).
La trayectoria de este compositor, arreglista y músico latinoaméricano posee una variedad de melodías, su forma de abordar las escenas es única y ha sido reconocida internacionalmente a lo largo de más de 50 años. Lalo aprendió a tocar piano desde los 6 años, pero fue el jazz, que es lejano a los ritmos más considerados “latinos”, un rasgo distintivo de su música y que nos hace disfrutar más de sus bandas sonoras. Esto lo llevó hacia el éxito en Estados Unidos, luego de componer algunas piezas musicales para películas argentinas.
Algo interesante en las obras de este compositor es la forma en que moldea el jazz, sin olvidar el alma de este género con sus ritmos sincopáticos. Él es capaz de llevarnos a diferentes estados mentales de la mano con ritmos que se mezclan, que chocan y que atraviesan otros géneros, principalmente la música clásica, donde Lalo demuestra cada vez su técnica en el piano para componer. Y aún así es posible encontrar en su trayectoria, momentos minimalistas, experimentales y llenos de emoción.
La música tiene la capacidad de narrar de forma intuitiva. La distancia, el silencio, el volumen, todo el espectro está presente, el drama, la tragedia, todo lo que la música puede hacer por el cine.
Sus temas musicales han logrado transmitir a distintas audiencias una gama de emociones a lo largo de los años, tales como: intranquilidad, adrenalina, nervios o expectación, marcando de esta manera su estilo musical en el séptimo arte.
Investigar y analizar la obra de un autor como Lalo Schifrin es interesante, hallar detalles al poner un extra de atención las melodías es una sensación diferente a la habitual, la relación entre el cine y la música es hermosa.
Por: Cine Club Carmen Bueno y Jorge Müller 2021 (ex Cine Club Universidad de Chile) / Autores: Patricio Baeza y Felipe Fernández
“Quería hacer música que me hiciese arder por dentro al tocarla. Así, me fuí de costa a costa por Estados Unidos. Aunque cogí toda inspiración que pude, estuve un tiempo frustrada de darme cuenta que no era capaz de tocar los ritmos con la misma gracia que los músicos que había visto allí. Con el tiempo terminé aceptando que mi estilo no estaba tampoco del todo mal” (Yoko Kanno 2014, entrevista para Red Bull Music Academy Daily).
Pocos pondrían en duda la creciente popularidad del animé por estos lados del planeta. Menos se podría objetar su influencia e inspiración en la cinematografía actual. Sin embargo, el fenómeno del animé no es algo reciente, su fama ha ido en aumento desde los 90 y quienes hemos seguido desde pequeños el género sabemos que esto no es una sorpresa. Muchas son las joyas del animé que podríamos describir. Pero como aquello que nos compete es la música, les queremos hablar de una que brilla por sí sola y que con sus melodías y ritmos ha cautivado nuestros sentidos. Nos referimos a la compositora japonesa Yōko Kanno.
Kanno es conocida por componer la música de animes famosos como Cowboy Bebop (1998) o Ghost In The Shell: Stand Alone Complex (2002), además, ha compuesto para diferentes películas japonesas como Memories (1995) o Tokyo.sora (2002). A pesar de su prodigiosa carrera y fascinantes composiciones, no se podría afirmar que es una artista conocida en Latinoamérica. Así, el objetivo de este ensayo es presentar y evidenciar la brillantez de esta grandiosa compositora. A través del cortometraje Noiseman Sound Insect (1997) donde música y ruido realizan una dialéctica sonora, buscamos recorrer la genialidad de Kanno en la composición.
Una genio versátil. Al echar una mirada a la historia tanto personal como profesional de la tecladista y compositora Yōko Kanno, resulta difícil llegar a una conclusión diferente. Iniciada en el piano desde los 3 años de edad, a los 10 años la artista se convertía en la ganadora más joven hasta entonces de un concurso de pianoorganizado por Yamaha, hito que sólo anunciaba una larga trayectoria musical. Kanno cursó estudios de música en el Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París, pero su pasión por la escritura, que afloró en su adolescencia, la llevó a la prestigiosa universidad de Waseda a estudiar literatura. No obstante, su relación con la música no hizo más que estrecharse.
En sus años universitarios la joven tenía una particular prohibición por parte de sus padres, solo podía escuchar música clásica. Así fue hasta que, gracias a un amigo que tocaba la batería, conoció ritmos que no había oído nunca antes. Esto, sumado a que comenzó a transcribir pistas musicales que estudiantes mayores le entregaban, la llevó a enamorarse de un género en particular: el jazz. El interés de Kanno por estos ritmos novedosos que, a pesar de sonar en los mismos instrumentos que ya conocía, eran tan distintos a lamúsica blanca, fue tal que viajó a Nueva Orleans solo para explorar el género desde su fuente directa.
Con este nuevo impulso, la artista nipona asumió el rol de tecladista y ocasionalmente compositora, de la banda japonesa Tetsu 100%, en donde permaneció desde 1986 a 1989. De manera paralela, comenzó a componer música para videojuegos y a colaborar con artistas de música pop. Pero un mayor hito en su carrera vino cuando trabajó por primera vez en la música de una serie anime: Please save my heart (1994). Así llegaría a componer en 1999 la banda sonora del anime Cowboy Bebop, quizás su obra más reconocida en Occidente, en donde finalmente su amor por el jazz tuvo terreno fértil para desplegarse en todo su esplendor. Es la Kanno de un par de años antes de este estallido, a la que nos referiremos.
Kanno en la animación experimental: Noiseman Sound Insect
Con una vasta y aclamada experiencia en la animación experimental, no es de sorprenderse que el estudio japonés, Studio 4°C, bajo la dirección de su fundador, Kōji Morimoto, de a luz una obra tan rupturista y cautivante como lo es Noiseman Sound Insect (1997). El cortometraje de 16 minutos destaca por ser una narrativa en la que el sonido no acompaña a la trama, sino que es, en cierto sentido, la trama. Por ello, resulta tan importante el rol de Yōko Kanno, encargada de musicalizar la obra.
La historia se desarrolla en una ciudad con una estética cyberpunk, aunque alejada de la tonalidad oscura característica del género y más apegada a los tonos pasteles. Este mundo existe en la armonía sonora, los frutos del árbol del ruido, que como su nombre lo indica, rompen con la armonía, son desechados en compartimientos herméticos como una amenaza potencial. Esta es la estabilidad que viene a destruir Noiseman, un ser que fue creado a partir de la semilla del ruido y que, hambriento de ruido, busca controlar el mundo. En este pasaje de la obra la música representa inquietud e intriga, una antesala de aquello que está por venir.
Luego del nacimiento de este ser, se da un salto temporal indeterminado, pero sabemos que ha conseguido su propósito. Es entonces cuando se nos presenta a los protagonistas: sus jóvenes esbirros, encargados de perseguir y atrapar a unos pequeños fantasmas a los que, por alguna razón, Noiseman teme. El gran conflicto viene cuando uno de estos jóvenes, Tobio, prueba el “fruto de la música”, adorado por estos fantasmas, y al cual le estaba prohibido acercarse (una clara referencia bíblica). Esto lleva a que recuerde una escena de su infancia, cuando jugaba con un aparato musical y comía de este fruto. Así recuerda las palabras que le dijo su amiga Reina: “Nuestras almas deben estar hechas de una hermosa música. Si escucho atentamente, puedo oír la tuya”. La música compuesta por Kanno en este momento presenta una dualidad entre dos polos: música/ruido, la figura de Noiseman y el conflicto contra él se representa a través de ritmos frenéticos y sintetizadores electrónicos; mientras que el árbol y fruto de la música se caracterizan por un sonido relajante a través de algo que parece un canto coral.
Luego de este despertar, Tobio cae en cuenta que Noiseman está mal, y da de probar este fruto a Reina, con quien intentará enfrentarse al tirano. Cuando Noiseman atrapa a Tobio, se nos revela el origen de estos fantasmas, y el por qué de la aversión que les tiene su líder: están hechos de sonido. El villano arroja a Tobio a una máquina separándolo en fantasma y cristal. Recluye al fantasma en un compartimiento para deshacerse de él, la cámara del silencio, pero quiere conservar el cristal, que es su objeto más preciado.
Vale preguntarse, entonces, ¿qué significan concretamente los fantasmas y el cristal? Aunque no existe respuesta única, proponemos la siguiente interpretación: el ser humano se nos muestra constituido por el dualismo de música/ruido, o bien, sonido/ruido. El sonido o música, viene a ser la dimensión del alma, representada por los fantasmas sin cuerpo, mientras que el ruido constituye el aspecto material, y por ello es representado por una sustancia firme y uniforme, como lo es el cristal. Si bien ambos son necesarios para que exista la persona, puede predominar uno sobre otro. Es por ello que solo cuando Tobio probó el fruto, recordó su lado armonioso, musical, la parte que Noiseman menos quiere: su alma.
Así que, cuando todo el poder de Noiseman se lanza contra Reina, luego de que ésta robara el cristal de Tobio, comienza la batalla final. Junto a otras personas que saborearon el fruto de la música, se inicia una rebelión, en la cual la chica conseguirá unir el fantasma y el cristal de su amigo, para finalmente derrocar juntos al tirano. Ya con el enemigo derrotado, los fantasmas emergen de sus escondites para cerrar el film con una canción apacible, con voces de niños, representando que la armonía ha vuelto.
Concluimos que la composición de Kanno es crucial para dar ritmo a la narración. Los pasajes frenéticos y desenfrenados del ruido constantemente están en conflicto con los momentos de música armoniosa. Tanto ruido como música buscan someterse mutuamente, siendo ese el objetivo de Noiseman, imponer la fiereza del ruido por sobre cualquier otra cosa. No obstante, creemos que ese no es el fin de Yōko Kanno en esta obra. Para la autora, tal dualidad entre música y ruido no representa dos componentes irreconciliables, sino que ambos se entremezclan en una dialéctica sonora que sintetiza una nueva forma de música: una nueva semilla. Es así como la canción “Trees Make Seeds” que aparece al final del cortometraje y que recoge aquello que es característico tanto del ruido como de la música dice “todo se convierte en basura, la basura se come las semillas, las semillas hacen árboles y los árboles hacen semillas”.
Por: Cineclub Poéticas del Cine / Autora: Flavia Furtado.
La música tiene la capacidad de tocar fibras recónditas de nuestro universo mental, transportándonos a espacios y temporalidades ocultos de la memoria. Desde la experimentación y la intuición Jorge Arriagada parte su filmografía musical junto a Raúl Ruíz y Valeria Sarmiento. Interpretando con el sonido las imágenes, en comunión con el basto imaginario de ambos realizadores cinematográficos, dando vida a tantas historias caleidoscópicas que sin su música serían películas totalmente diferentes. “Coloquio De Perros” fue el primer cortometraje en el que colaboraron. Conociéndose en París, entre vinos e historias, comenzaron a trabajar juntos. Raúl, Valeria y Jorge son prolíficos y creativos, desde la improvisación parte la creación. En variadas ocasiones hicieron la banda sonora antes de que se filmaran las películas o en el mismo set de filmación, imaginando desde el sonido cuál sería el resultado del monstruo mutante en el que se transformaría el film. Fue amor y compenetración creativa a primera vista, donde juntos unieron visiones de mundo y sensibilidades artísticas. El gran bagaje cultural en música contemporánea de Raúl fundiéndose con la intuición e indudable talento de Jorge.
Con una formación musical desde su infancia, un genio en la materia, Arriagada desde pequeño comenzó a estudiar y componer para ya adolescente, a los 16 años, estudiar música formalmente en el conservatorio de la Universidad de Chile. Su basta filmografía musical está compuesta por más de 150 películas, 46 de ellas con la dupla Ruíz-Sarmiento en 35 años de trabajo en Francia. Seguirán sus espíritus colaborando juntos, con las películas póstumas y perdidas de Raúl que son dirigidas y montadas por Valeria.
La música de Jorge abre portales desde la instrumentalización, con estructuras y texturas desde la particularidad de su sonoridad. Partiendo de la total libertad como creador sonoro, él da a las escenas otro significado desde lo auditivo, creando nuevas dimensiones y profundidades en las cuales el espectador puede sumergirse y viajar, más allá de lo que esta viendo. Su intención lejos está de tratar de igualar a las imágenes, sino más bien está en crear capas disonantes que te transporten hacia otro lugar. Formando nuevos significados, abriendo portales hacia otras historias y líneas temporales mentales entre recuerdos reales e imaginarios. Sus composiciones están llenas de ideas escondidas y secretos dentro del universo que es cada película.
Su carrera inmensamente prolífica ligada a la cinematografía partió cuando vio por primera vez el cine de Alain Resnais, recién llegado a París. En ese momento decidió que su oficio sería hacer música para cine y desde entonces ha colaborado con muchos directores. Entre sus composiciones más memorables se encuentran “Las tres coronas del marinero”, “La hipótesis del cuadro robado”, “Linhas de Wellington” con la dupla Ruíz-Sarmiento. Hizo la música de “El tiempo recobrado” junto a la Orquesta de París, con un gran reto que le puso Raúl: tenía que componer la Sonata de Vinteul, una sonata inexistente que nadie había compuesto, ya que la creó un compositor inventado por Proust. También realizó “Klimt” con la Sinfónica de Londres. Su primera gran película con orquesta trabajando con Raúl Ruiz fue “El Territorio”, en 1981, con la orquesta Gulbenkian y su coro. Pronto hará una presentación en vivo de un poema sinfónico sobre “Las tres coronas del marinero”, con solistas, coro y orquesta que terminó de planear durante la pandemia. Este era un sueño que tenía junto a Raúl, hacer un concierto sinfónico con la música de sus películas, pero nadie les había dado la oportunidad hasta ahora.
Desde la imaginación y la sensibilidad Jorge ha abierto portales sonoros a través de la composición dentro de películas, un deleite para nuestros sentidos que sólo podemos abrazar siguiendo la corriente de ese gran océano mental al que nos transporta.
Por: Cine Club La Reforma / Autores/as: Bárbara Robles, Antonio Giaretti, Vicente González, Luis Horta, Simón Jofré, Mikaela Leal y Carlos Muñoz
El análisis de las películas de Nicolás López “Qué pena tu vida” (2010), “Qué pena tu boda” (2011) y “Qué pena tu familia” (2012), tiene como objetivo proponer una lectura crítica a partir de sus operaciones musicales, reflexionando respecto a qué función cumplen y cómo se estructuran a lo largo de esta trilogía. Según cifras reportadas por la Cámara de Exhibidores Multisalas de Chile A.G, la película “Qué pena tu vida” convocó 94.044 espectadores en el año 2010, posicionándose como la segunda película más vista del año, todo un récord para el cine nacional, permitiendo que se realizaran dos secuelas e incluso adaptaciones en el extranjero. Sin embargo, discursivamente propone un relato de comunidad establecido en el individualismo y un hedonismo exacerbado, derivando en valores éticos moldeados por el consumo y la superficialidad. Por ello, nos interesa intentar aproximarnos a comprender dicho fenómeno en términos analíticos.
Sobre la estructura musical, existe un cierto patrón que dividiremos en tres grandes grupos. Primeramente, la música ambiental que suele intensificar la emoción del momento, cubrir el vacío de diálogo o dar un tono a la escena. En segundo término, el pop chileno contemporáneo, proveniente de artistas emergentes o que ya se encuentran en el peak de su carrera, suponiendo que cumplen una función de acercamiento al público local. Una tercera categoría será el de las bandas de origen chileno interpretando canciones en inglés, que cumplen la misma función que el pop chileno, pero en una escala internacional. Fuera de estas categorías, hay un grupo pequeño, pero no menos importante, de canciones originales compuestas para las tres películas, entre ellas “Qué pena mi vida”, interpretada por el actor Ariel Levy, protagonista de la trilogía.
Cabe destacar que la mayor parte de los artistas que componen esta banda sonora provienen de sectores acomodados, con estudios en colegios privados o extranjeros. Dicho sesgo entra en consonancia con la narrativa de la Trilogía, que transcurre principalemente en barrios habitados por las clases altas de Santiago. Igualmente, los personajes encarnan la esencia de una generación de profesionales jóvenes, cuya experiencia de vida se asemeja mucho más a la de los millenials provenientes de naciones desarrolladas. A esta demografía es a la que apunta la música, a partir de un seguimiento a tres etapas en la vida sentimental de Javier (Ariel Levy), un publicista inmaduro incapaz de establecer relaciones sanas con su entorno y consigo mismo.
La trilogía completa ocupa una misma fórmula musical con pequeñas variaciones en su estilo. Sin excepciones, todas las películas inician con música en su primera escena, ya sean composiciones creadas especialmente o ya existentes. Estas canciones cumplen como instrumento emotivo, y toman inspiración de un ritmo televisivo, cercano al videoclip, las teleseries o la publicidad, esto último al crear pequeñas cápsulas publicitarias disfrazadas de secuencias narrativas. Una cantidad mínima de escenas no emplea música, aunque igualmente se persiste en sumarle algún elemento musical en algún momento de éstas. El persistente uso de la música es un recurso propio de la publicidad, y suele utilizarse para estilizar las escenas y orientar emociones hasta la literalidad, aunque rara vez es discreta como suele ser con las bandas sonoras que buscan ilustrar un determinado concepto. En la trilogía, la música es la esencia de cada escena, ya que su contenido es un motor narrativo que establece el contexto de la generación a la que va dirigida, encarnando ideales, estilos de vida, gustos y modas.
Entre todas estas operaciones también surgen ciertas ideas meta-reflexivas en cuanto estructuras. Un caso que consideramos relevante ocurre al final de la primera entrega de esta Trilogía, donde Javier y su mejor amiga Ángela (Andrea Velasco), se besan. Emerge el sonido de cuerdas que acompaña el tono emocional de la escena, acompañando la unión y el “final” del viaje de estos personajes. La cámara panea torpemente sobre la pareja, y muestra sorpresivamente a dos violinistas interpretando esta melodía, a tan solo metros de ellos, aun cuando no se les había presentado previamente. Tal tipo de operación cinematográfica, que versa sobre los recursos narrativos, es uno de los argumentos alzados por quienes acuñaron el término “novísimo cine chileno” para justificar la originalidad de una generación de cineastas que instala su capacidad reflexiva sobre el mismo soporte de este arte, y también como signo de madurez y desapego de las viejas formas. Si bien Salinas y Stange (2015)[I] señalan tal gesto como apenas un primer paso en una consciencia artística posmoderna, si seguimos la línea de quienes acuñan y defienden lo “novísimo”, el cine de López y sus operaciones son emparentables, y se podrían catalogar como meta-reflexivas a pesar de que constituyan un claro replicamiento a fórmulas de un cine barroco y moderno (la famosa orquesta en el armario), poniendo en tensión las categorizaciones de quienes con recelo califican este nuevo status de la imagen, en la ficción chilena, como transgresora o contemporánea. Por ejemplo, la secuencia de los violinistas es muy similar al dispositivo que emplean los hermanos Bob y Peter Farrelly en “There’s Something About Mary” (“Loco por Mary”, 1998), una conocida comedia romántica norteamericana que destaca por el empleo del humor negro.
Si de entre las operaciones que bastan para inscribir una nueva categoría histórica, el modo en que Nicolás López dispone el cierre narrativo de Qué pena tu vida podría hacer inferir, tal vez en una sobreinterpretación esquizoide, dos posibilidades: la pertenencia efectiva del cine de López al “novísimo”, o también la superficialidad con que esta categoría se construye discursivamente. Comparativamente, dispositivos como el empleo de la música, la cita y el metalenguaje, la incorporación de estéticas propias del videoclip o la publicidad, el rol de la tecnología, el tránsito por una ciudad imaginaria desde un clasismo subyacente, guiones que retratan relaciones fracturadas y protagonistas inmaduros sumergidos en el malestar permanente, son elementos propios de esta generación. La diferencia entre otras películas del “novísimo cine chileno” y la Trilogía está en como esta última consigue administrar estos recursos, de tal forma que el gran público la valida mediante altos niveles de taquilla, y aun con el modelo de sociedad vacua que expone. En ello, la música cumple un rol estratégico al cohesionar esta sensibilidad contemporánea y pop, direccionada en seducir sobre ciertos modelos culturales consumibles donde la estetización de la comunidad opera no solamente en lo visual, sino principalmente desde una sonoridad que convive con marcas, actores-modelos y estilos de vida hedonistas.
[1] Salinas, C. & Stange, H. (2015). Títeres sin hilos. Sobre el discurso político en el novísimo cine chileno. AISTHESIS, 57, 219-233.
Les informamos que nuestro sitio Revista Séptimo Arte (R7A) actualmente se encuentra en un proceso de mejora y actualización. Prontamente volverá a estar disponible todo el material producido en el último tiempo.
Formas de salir de casa: el archivo como puesta en escena [1]
Catalina Donoso Pinto
Universidad de Chile
Desde que hace algunas décadas las feministas radicales levantaran como estandarte aquello de que lo personal es político, situando la cuestión del poder también en el espacio doméstico, la separación tajante –además de arbitraria- entre el ámbito de lo público y el de lo privado ha estado en permanente cuestión. Por otra parte, el llamado “giro afectivo” que ha permeado el pensamiento académico de los últimos años, viene a su vez a poner énfasis en el lugar de las emociones como materia privilegiada de conocimiento, y sobre todo a desmantelar estructuras que ubican al componente afectivo en un espacio imaginado como interior. Una de sus principales exponentes, la investigadora australiano-británica Sara Ahmed, cuestiona los modelos que han estudiado las emociones ya sea como un movimiento que va del interior al exterior (“inside out” model of emotions) o del exterior al interior (“outside in” model of emotions), para proponer uno en el que éstas son las que nos permiten crear superficies y límites desde los cuales distinguir dichos espacios. Las emociones no serían, entonces, simplemente algo que “yo” o “nosotros” poseemos, sino que es a través de ellas que estos límites se perfilan y se moldean (10).
En nuestra pequeña parcela local, la discusión en torno a los cruces entre privado y público, personal y colectivo, ha tomado relevancia en los últimos años, debido a la proliferación de los denominados “documentales autobiográficos”, muchos de los cuales se hacen cargo, además, como temática, del pasado político reciente. Ya a fines de los noventa surge lo que Jacqueline Mouesca denomina el “Nuevo documental chileno” (129), caracterizado porque la subjetividad tiene mayor preeminencia que los contenidos o temáticas escogidos por el autor y por la presencia de una visión crítica desde y frente a la cultura (en palabras del director Cristián Leighton, citado en Mouesca 129). En 2010, Constanza Vergara y Michelle Bossy publicaron de manera virtual Documentales autobiográficos chilenos, trabajo de investigación que puede considerarse el primer catastro analítico más exhaustivo acerca de una tendencia que ya se veía clara en el circuito documental nacional: la revisión audiovisual del periodo dictatorial desde una voz personal. Las obras están agrupadas en “relatos del presente”, “retratos familiares” y “trabajos de memoria”. Las autoras afirman que la selección que organiza el corpus, así como la motivación para poner en marcha esta investigación, deriva de la siguiente premisa: “una lectura genérica (es decir, desde el género) era productiva y necesaria. Nos parecía que muchas de las investigaciones y de los libros publicados eran de carácter monográfico o histórico. Nosotras queríamos hacer una lectura que considerara el contexto y que situara la producción, pero también que se interrogara sobre el repertorio formal de un género en particular. (…) De esta manera, nuestra indagación se ha planteado como un intento por describir ciertas tendencias en la producción autobiográfica nacional y, desde allí, analizar y discutir una creciente serie de documentales”. (Vergara y Bossy, “Documentales autobiográficos chilenos”).
Como resulta evidente, de las últimas realizaciones documentales chilenas hay un número no despreciable que se ha constituido como territorio propicio para albergar la tensión entre lo íntimo y lo colectivo, desestabilizando así también los límites del propio documental en cuanto discurso de la verdad o la objetividad. Estos documentales dialogan con el pasado reciente desde la experiencia personal, al mismo tiempo que revisan los cruces e intercambios entre la ficción y el documento. “La palabra yo es tan fundamental y primordial, tan llena de la realidad más palpable y por tanto la más honesta, tan infalible como guía y tan severa como criterio, que en lugar de despreciarla deberíamos caer ante ella de rodillas” (56) escribe Andrés Di Tella en su artículo “El documental y yo”, citando a Witold Gombrowicz, para reivindicar una inscripción personal del discurso audiovisual documental, su validez y su necesidad.
Alisa Lebow en su introducción a la colección de artículos The Cinema of Me. The Self and Subjectivity in First Person Documentary señala que la designación “film en primera persona” es un modo discursivo: estas películas “hablan” desde el punto de vista articulado del realizador, quien ya reconoce su posición subjetiva (1). Esta “primera persona” puede ser singular o plural. De hecho, muchas veces estas no son películas del “yo”, sino sobre alguien cercano, querido, amado o alguien fascinante, pero incluso en estos casos estas películas nos informan sobre la noción que el realizador tiene de sí mismo. Lebow toma de Jean Luc Nancy la formulación de “singular plural”, en la que el yo individual no existe nunca solo, siempre está acompañado de otro, lo que equivale a decir que ser uno no es nunca ser singular sino plural: el “yo” es siempre social, siempre está puesto en relación, y cuando habla -como lo hacen los directores de estos films en primera persona- el “yo” de la primera persona singular es siempre ontológicamente una primera persona plural, un “nosotros” (3).
Así, los documentales chilenos autobiográficos de la última década, sin duda enfatizan la relevancia de esa voz propia, íntima, que construye y resignifica el espacio de lo público y de la historia escrita con mayúsculas. Discursos audiovisuales que, más bien, instalan la importancia de pensar lo colectivo como un tejido inseparable de la experiencia personal.
Ahora, es importante no desconocer que el fenómeno no es nuevo, hacerse cargo del diálogo entre el documental chileno de los últimos años y una tradición que lo antecede, en un mapa vivo donde los cruces son los que constituyen este territorio fílmico y su historia. Así, por ejemplo, es fundamental mencionar Journal Inachavé (1982) de Marilú Mallet, como una de las piezas cinematográficas pioneras en el ejercicio de poner en tensión la violencia política (encarnada en el exilio), y la experiencia cotidiana (encarnada en la pequeña historia doméstica y emocional de la directora y su familia).
En esta discusión cobra especial relevancia el uso del archivo, dispositivo considerado tradicionalmente como prueba testimonial de los hechos que se presentan. Así, en este tipo de documentales (subjetivos, en primera persona, autobiográficos), que renuncian a las lecturas unívocas o determinantes de la historia, el uso del archivo aparece desafiando su estatuto de verdad absoluta, para utilizarse de manera expresiva, como continente de lecturas no monumentalizantes. La archivación -escribe Derrida- produce, tanto como registra, el acontecimiento (24). El “mal de archivo” al que se refiere Derrida en el título de su libro es la pulsión de muerte que posee todo archivo: “Ciertamente no habría deseo de archivo sin la finitud radical, sin la posibilidad de un olvido que no se limita la represión. […] no habría mal de archivo sin la amenaza de esa pulsión de muerte, de agresión, de destrucción. (27)
Siguiendo esta línea de reflexión, al problematizar el archivo como depósito monumental y definitorio de las imágenes, Georges Didi-Huberman, propone que “el archivo suele ser gris, no sólo por el tiempo que pasa, sino también por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y que ha ardido” (17). El archivo sería así un “certificado de presencia” habitado también por múltiples ausencias y silencios, y por lo tanto, vinculado a lo real de un modo que no es directo ni transparente. Según Sven Spieker, el efecto del archivo es de una dispersión radical, una oscilación persistente entre distintos marcos de referencia, entre organización y entropía (184).
En El otro día el material de archivo audiovisual no emerge en su cualidad de documento que da cuenta de lo real extra fílmico, sino que de la obra documental del propio autor, adquiriendo también el carácter de obra en sí mismo. La narración se construye desde la primera persona pero en permanente diálogo con los otros, ya que la premisa del documental es conversar y seguir hasta sus hogares a las personas que tocan el timbre en la casa del director. En este cruce entre lo personal y lo social, el archivo encuentra un terreno productivo para situarse a medio camino entre el discurso probatorio y el imaginativo. Los fragmentos de otros films, utilizados como insertos en el relato, se descuelgan de la voz autobiográfica pero no descansan en ella, y tampoco son individualizados a través de intertítulos como pertenecientes a una obra mayor, y de esa manera, material de archivo. El archivo es aquí también narración, “estar siendo”.
De las dos piezas fílmicas que constituyen este tipo de archivo en el documental de Agüero, Sueños de hielo tiene una aparición recurrente. En los créditos está consignado sólo como “Archivo personal del autor” ya que se trata de material descartado en el corte final (compartiendo así identidad con la breve secuencia en que graba a la madre de su hijo Raimundo, leyéndole un cuento antes de dormir, y desmontando los límites rígidos entre aquello personal y lo que se hace público). Estas apariciones surgen generalmente asociadas a la reconstrucción de una memoria familiar, marcada por la figura de su padre marino. Las imágenes del mar habitado por el hielo, de un barco que lo cruza filmado desde la perspectiva del navegante, de un naufragio, se inmiscuyen en el relato de la voz en off, como ensoñaciones, como visiones de un recuerdo que es también imaginario. En este sentido, la referencia a la película original, Sueños de hielo, se desvanece pero a la vez reaparece para el espectador, como imagen que es velo y revelación al mismo tiempo, o dicho en palabras de Leonor Arfuch “la duplicidad del término pantalla, que es a la vez refracción y veladura” (19). Así, el doble juego de toda imagen mediada por un soporte que la proyecta, se refuerza aquí por la decisión de no identificar la procedencia de la imagen, convirtiendo a este archivo en uno que reniega de su carácter de testimonio de un hecho, para resignificarse en la experiencia subjetiva del narrador (su padre era marino y su hermano gemelo fue torturado por marinos después del Golpe Militar), pero tampoco pertenece enteramente a ésta. Su procedencia no deja por ello de existir, sino que se transforma en una referencia tácita que lo ubica en un territorio indeterminado, en el que la imagen va y viene de lo privado a lo público, de la ficción al documento.
En su artículo “Estrategias para (no) olvidar: notas sobre dos documentales chilenos de la post-dictadura” Elizabeth Ramírez analiza dos filmes que pueden catalogarse como autobiográficos: La quemadura (2009) de René Ballesteros y Remitente: una carta visual (2008) de Tiziana Panizza. Señala Ramírez: “lejos de la grandilocuencia y de los discursos militantes, adopta, desde la esfera privada, diversas estrategias audiovisuales para reflexionar sobre la memoria y su fragilidad y evocar el trauma cultural de la dictadura”. En su artículo -uno de los primeros de la crítica nacional que aborda este asunto- puede asumirse el reconocimiento de una tendencia, una búsqueda que no es aislada por validar la memoria individual como clave legítima desde donde leer el pasado: “Este tipo de narración, en el cual podemos localizar los documentales de Panizza y Ballesteros, se opone a la autobiografía tradicional ya que no solo se centra en la vida de un individuo en particular, sino que, al contrario, busca recorrer las interconexiones entre lo personal y lo público” (51). Así, Ramírez, enfatiza este cruce entre lo íntimo y lo colectivo, que además permite pensar lo político desde un marco menos rígido, y por el contrario, analizar la historia política del país, en su dimensión más cotidiana y omnipresente.
En Remitente: una carta visual, quiero destacar el uso de metraje encontrado (found footage), en el que re-significa fragmentos visuales de otros, apropiándoselos al incluirlos en sus propios recuerdos, a través de una narración en primera persona y una banda sonora particular, revelando de este modo el estatus de “documento” en el contexto contemporáneo. Panizza recupera imágenes que han sido descartadas, para exponerlas en su documental engarzadas unas con otras en una suerte de relato no unificado pero coherente, donde su voz y su propia memoria articulan el discurso que las hermana. Sobre esto reflexiona de manera explícita en Al final: la última carta. Son imágenes de otros pero propias al mismo tiempo, sus recuerdos atesorados florecen ante la mirada de estos otros, abandonados, hoy parte de nuestra memoria de espectadores. Este gesto ha sido leído también como uno político, que desafía los límites de la individualidad, para poner en evidencia los cruces de las subjetividades y nuestra construcción como sujetos en virtud del encuentro con otros sujetos y con sus producciones simbólicas.
Así, es en este cruce entre lo personal y lo colectivo, donde la memoria articula los fragmentos y surge a nuestro juicio, el espacio de lo político: este giro autobiográfico produce una mirada intimista a la política y a la historia oficial, pero al mismo tiempo, produce una politización de lo personal, lo íntimo y lo privado: en esta articulación de la memoria estas esferas no están separadas, sino que forman parte de la construcción de la subjetividad. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las manifestaciones callejeras filmadas para Remitente y Dear Nonna, en las que los tejidos de la historia individual y los hechos sociales, son hilos de la misma madeja.
En Genoveva asistimos a una reapropiación evidente del material de archivo. Las fotografías que representan, primero a su abuela y luego a figuras asociadas al mundo mapuche, son señuelos esquivos que la llevarán hipotéticamente a dar con la identidad de su antecesora. Sobre esto dos cuestiones: ya desde el inicio la fotografía de Genoveva, único objeto visual del que dispone para iniciar la búsqueda, es elusivo, ni siquiera sabe a ciencia cierta si corresponde a una imagen de ella o no. Como archivo encarna su propia falibilidad, sus porosidades, su inestabilidad. El archivo necesita de un interpretante para cobrar sentido y esa característica lo vuelve vacilante. En segundo lugar, el traslado desde esa instantánea hacia otras imágenes de mujeres mapuche -una ataviada con su traje típico y posando para un lente que busca delimitarla como sujeto cultural, la otra en plena transculturación transeúnte, moviéndose por la capital con sus rasgos indígenas y la vestimenta de la época- subraya las transiciones entre espacios de intimidad familiar y su carga como documento social. La historia de Genoveva es la historia de la familia Villagrán, pero es también la del pueblo mapuche, y esta última es fundamental para develar la de la desaparición simbólica de la bisabuela de la directora. Lo que hace Castillo con estas ambigüedades, estos vacíos, estos cruces entre ámbitos de lo social es recrear el archivo. A través de la puesta en escena de las fotografías, busca no tanto cuestionar su veracidad como invitar a su relectura, a resemantizarlas críticamente en un acto performativo que devela su construcción. Vemos a Anita Thijoux posando, siendo corregida, articulada, ensamblada para componer la escena. Estas secuencias constituyen una apropiación personal del material documental, pero para devolverle su carga cultural y social.
En definitiva, estos tres documentales, aquí brevemente analizados desde sus posiciones éticas y estéticas en relación al uso del archivo, se suman como propuestas discursivas que ponen en tensión la demarcación tajante que separa la experiencia íntima de su inscripción en lo social, revisando al mismo tiempo el estatuto de lo político como gran discurso cerrado y vociferante.
Fuentes citadas
Ahmed, Sara. The cultural politics of emotion. New York: Routledge, 2004.
Arfuch, Leonor. “Ver el mundo con otros ojos. Poderes y paradojas de la imagen en la
sociedad global”. Visualidades sin fin. Imagen y diseño en la sociedad global. Leonor Arfuch y Verónica Devalle (comp). Buenos Aires: Prometeo, 2009. (15-39)
Derrida, Jacques. Mal de archivo. Trad. Francisco Vidarte Fernández. Madrid: Editorial Trotta, 1997.
Di Tella, Andrés. “El documental y yo”. El cine de lo real. Labaki, Amir y María Dora Mourão (comps.). Buenos Aires: Colihue, 2011.
Didi-Huberman, Georges. Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid: Círculo de Bellas Artes, 2013.
Lebow, Alisa. (Ed.) The Cinema of Me. The Self and Subjectivity in First Person Documentary. London and New York: Wallflower Press, 2012.
Mouesca, Jacqueline. El documental chileno. Santiago: Lom Ediciones, 2005.
Ramírez, Elizabeth. “Estrategias para (no) olvidar”. Aiesthesis Nº47. Santiago: 2010.
Spieker, Sven. The Big Archive. Art from Bureaucracy. Cambridge and London: The MIT Press, 2008.
Vergara, Constanza y Michelle Bossy. “Documentales autobiográficos chilenos”. Web.
[1] Algunas de las ideas desarrolladas en este trabajo tienen su origen en dos proyectos en colaboración con Valeria de los Ríos (Pontificia Universidad Católica de Chile): un artículo sobre el documental chileno contemporáneo y un libro (pronto a publicarse) sobre la obra fílmica de Ignacio Agüero.
Primera Persona e intersticio; intervalos y fugas en los documentales “Cartas Visuales”, “El otro día” y “Genoveva.”[1]
Paola Lagos Labbé.
Instituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de Chile.
En el siguiente texto, aspiro a indagar en los recursos de (auto)representación poéticos de los documentales más recientes de los cineastas y académicos de nuestro Instituto de la Comunicación e Imagen, profesores/as Ignacio Agüero, Tiziana Panizza y Paola Castillo, y proponer ciertas lecturas que identifiquen en ellos algunas estrategias comunes para delimitar unas subjetividades que -desde sus inherentes particularidades- definen lo que sugiero como una estética intersticial.
El recurso más evidente que se encuentra presente tanto en “El Otro día”, como en “Genoveva” y “Cartas Visuales”, es aquel vértice intersticial que modela la oscilación entre la representación de la intimidad de los mundos privados de estos cineastas (el hogar, sea éste un espacio físico concreto, un espacio imaginado o un sentido de pertenencia), y las relaciones entre el “yo” y su locus en el mundo exterior (el espacio de lo público, el contexto social e histórico de Chile, el territorio, la ciudad y sus errancias). Y es que las vivencias que se enmarcan en el escenario de lo privado -lo cotidiano, íntimo, afectivo, emocional, sentimental, confesional-, se articulan necesariamente como vaso comunicante para establecer nexos con el mundo histórico, funcionando como bisagra entre la realidad del mundo y su evocación memorística por parte de los cineastas. En el caso de las “Cartas Visuales” de Panizza, este intervalo está marcado en “Dear Nonna (…)” por las manifestaciones mundiales a favor de la paz, en el contexto de la guerra liderada por Estados Unidos en contra de Irak y que Panizza registra desde Londres, en 2004. En el caso de “Remitente(…)”, en tanto, lo público está representado por la muerte de Augusto Pinochet y las celebraciones y manifestaciones que –tras dicho evento- dejaron en evidencia a un país dividido, con dificultad para articular su historia y su presente y con amnesia frente a su pasado: “Si los recuerdos son una imagen, el olvido debe ser ceguera”, reflexiona la autora. Por último, en “Al final (…)”, el tránsito entre lo privado y lo público se articula mediante las marchas estudiantiles de los últimos años en Chile, por una educación pública gratuita y de calidad.
En el caso de “El otro día”, los intervalos se metaforizan en objetos muy concretos, entre ellos, la puerta y las ventanas de la casa de Agüero y cómo éstas y sus umbrales demarcan los espacios entre el mundo interior y el mundo exterior del cineasta; la ciudad, aquella dimensión donde se encuentra la otredad y, en ella, las historias, los relatos, que son el espejo de la realidad social de Chile en la contemporaneidad. La puerta de la casa de Agüero y sus bisagras, se abren hacia paseos que el cineasta emprende guiado por la casualidad, los avatares y las contingencias más cotidianas, adoptando el azar como método de indagación. Al interior de la casa, Agüero y su cámara son interrumpidos por quienes llegan a tocar la puerta, interrupciones que son parte esencial de la sintaxis estructural de “El otro día”. Llama a la puerta el cartero, mendigos, familiares; diversas personas portadoras de relatos. Así como ellos acuden a tocar la puerta de la casa del cineasta, éste concurre a sus hogares como un recolector de experiencias.
En “Genoveva”, en tanto, la historia íntima de la búsqueda de la bisabuela se entrelaza con la historia pública y política de Chile, particularmente en torno al denominado conflicto mapuche. Las demandas y reivindicaciones alrededor de la tierra y otros derechos de nuestros pueblos originarios, la radicalización de los enfrentamientos con la fuerza pública, la aplicación de la Ley Antiterrorista por parte del Estado, la banalización y vandalización del movimiento indígena de la que el pueblo mapuche ha sido víctima por parte de los propios chilenos, son algunos de los tópicos que –desde la contingencia- examina Castillo en “Genoveva”. Es así, pues, como la construcción de la identidad personal de la cineasta respecto de su bisabuela, se da en forma correlativa a la de la identidad colectiva. Castillo comprende su historia privada implicada en procesos históricos y formaciones sociales mayores, y el ser –aparentemente- descendiente de una mujer mapuche en Chile, la hace adoptar una postura distinta, compleja, comprensiva, reflexiva, respecto al actual conflicto mapuche.
Sin embargo, y más allá de este rasgo, me parece que las estrategias intersticiales más sugerentes de estos tres autores descansan en las propuestas estéticas y poéticas con las que todos ellos, con diversos énfasis, reflexionan sobre el tiempo, la perdurabilidad, la memoria y el propio acto de filmar. Directamente vinculadas a operaciones temporales, las tres obras proponen un paralelo entre la imagen en tránsito y la construcción del tiempo de la memoria; un tiempo que a menudo se concibe mucho más como un devenir simultáneo en el que convergen presente, pasado y futuro –aquel instante fugaz capaz de concentrarlo todo-, que como la mera evocación del ayer.
Es el tiempo, como hemos visto, una de las preocupaciones más fuertes de las cartas de Tiziana Panizza, sobre todo en “Al final (…)”, documental que comienza precisamente con la siguiente reflexión al respecto:
“Hoy mis abuelas habitan un tiempo sin memoria, y mi hijo aún no puede conservar recuerdos. Este momento, ahora. Soy la única que recordará este momento. Filmar este momento. Filmar ahora. Vives en un tiempo sin memoria. Soy la única que recordará este momento. Un tiempo sin memoria, ¿es tiempo? (…) Un nudo contiene tiempo. El tiempo es un pañito a crochet”.
En otro momento de la misma película, se puede encontrar una escena particularmente expresiva que pone de relieve el potencial del Súper 8mm. como imagen intersticial y que se encuentra construida a partir de metraje encontrado. Se trata de un montaje que toma solamente las imágenes finales de las bovinas filmadas por diversos cineastas amateur. Mientras vemos cómo las imágenes se van a blanco (o a negro) en pleno desarrollo de las más diversas acciones -inconscientes de la aleatoriedad de su propio final; casi como si fuesen sorpresivamente tomadas por asalto por su propia muerte-, Panizza reflexiona:
“El mercado persa es una curva de tiempo para transferirse pasado ajeno. Curva de tiempo, para tomar y dejar pasado. Compro, cambio, transo imágenes; no sé de quiénes son, pero se parecen a mi vida y a la tuya. Filmar para olvidar lo que no filmé, lo que está entre tomas, la elipsis invisible entre tomas, lo que esconde el corte. (…) Todo transcurre en este momento y en el infinito. (…) Sólo se puede percibir el tiempo cuando algo termina, el final de una canción, cada vez que te quedas dormido, una puesta de sol, el final de un libro, la muerte. El final de cada rollo de película que compro aquí (Mientras se lee en la pantalla: Él dice: Cada toma es en el fondo un filme infinito)[2].
Así pues, sobre todo en el caso de Panizza y Agüero, estos documentales dotan de gran importancia a la materialidad de cine en tanto arte del tiempo y del espacio. Y en tanto arte de la luz. Luz sobre un soporte sensible que condiciona la aparición de una imagen re/veladaque –como la realidad y la memoria indócil- se fuga y se transmuta continuamente en el tiempo, volviéndose por ello inaprehensible, en un flujo constante que se resiste a ser fijado. Tomemos ahora por ejemplo “El Otro día” de Ignacio Agüero. La mirada de Agüero recorre las superficies de los estantes, sus fotos, sus libros de cine, de poesía, Godard, Darwin, Perec, sus películas, los cuadros en la pared, los dibujos hechos por su hijo Raimundo cuando niño. Las cosas, a su vez, le devuelven la mirada, lo observan también a él. Nuevamente el intersticio, ahora entre aquello que contiene, y lo contenido: la casa y la cosa. Este poner en relieve la materialidad de las cosas –las ventanas, las fotos, las sillas, las mesas- se ve reforzada en términos plásticos en el cometido constante que emprende Agüero por dar cuenta del tránsito de la luz: los rayos de sol que a diferentes momentos del día y del año penetran por la ventana, dibujan diversos cuadros e impresiones en las paredes interiores de la casa. La luz entre las ramas de un árbol frondoso y el juego de sombras sobre el pie de una mesa, o el contorno ondulado de una silla, herencias de su madre. Aquello que se encuentra entre las cosas, como el aire, como la luz, y que mágicamente da forma a composiciones aleatorias que surgen gracias a la existencia de la actitud imperturbablemente contemplativa de Agüero y su ejercicio paciente de dar el tiempo necesario a la mirada para observar -sin un propósito determinado- una realidad que, en respuesta, siempre nos sorprenderá haciendo emerger el milagro. En latín miraculum significa mirar y admirar; enfrentarse con asombro ante lo inefable, para que de pronto se manifieste súbitamente una revelación; una iluminación capaz de des/cubrir lo que subyace, lo que se encuentra latente a la imagen aparente. Al respecto, una escena sublime que me parece paradigmática en “El Otro día”, es aquella donde el reflejo del sol poco a poco va cubriendo la penumbra en la que se encuentra una foto de los padres de Agüero recién casados. La luz atraviesa muy lentamente la imagen, haciendo aparecer el instante de un tierno beso. Agüero reflexionará sobre esta imagen, con la voz pausada y casi a modo de susurro, lo que caracteriza varias de sus intervenciones en “El otro día” y que refuerza la idea de lo impreciso, lo inefable, lo innombrado, la fugacidad –en este caso- de la palabra implícita, como si se tratara de un secreto extraordinario que resuena entre el silencio y la voz, que queda a medio camino entre lo dicho y lo no dicho, como interrogante más que como certeza, y que no quiere perturbar la quietud de la casa y de las cosas, que parecieran comenzar a cobrar vida. El cineasta murmura:
“La coincidencia del otro día, de la posición de la fotografía en el armario con la luz del sol que la iluminó, con las hojas que le hicieron sombra, con el hecho de que yo estaba justo en ese momento ahí, filmando, coincidencia que se da muy pocas veces o quizás una sola vez, hace que sea aquí donde comienza la historia. Por ejemplo: puedo decir que los de la fotografía…” [Y entonces suena el timbre que interrumpe el relato de Agüero y da un giro a la representación].
Como tantas otras imágenes en el filme, la fugacidad de la luz sobre la foto de los padres, fruto –nos dice el propio Agüero- de procesos sincrónicos, da cuenta de la quintaesencia de una poética que –lejos de ser una estética de lo estático, a juzgar por sus planos fijos y sus tiempos dilatados- en realidad pone de relieve precisamente que todo está en constante movimiento pese a su quietud aparente, que todo cuanto puede abrazarse es la mutabilidad en un flujo continuo que oscila entre las imágenes y su sentido incierto; el asombro ante la mutación de una imagen que se diluye y se fuga hasta desaparecer ante nuestra mirada, en el devenir sutil y casi imperceptible del tiempo. Transitando entre la luz y la sombra; entre el movimiento y la quietud; Agüero representa lo dramáticamente frágil y efímero del tiempo de la vida, pero a la vez el modo en que los efectos atmosféricos permiten percibir sensiblemente momentos preci(o)sos en su levedad circunstancial.
“Pensé si la búsqueda de mi recuerdo era suficiente para construir una imagen”, reflexiona Paola Castillo en “Genoveva” un documental –aparentemente- más convencional que los de Agüero y Panizza. El filme se construye sobre la base de materiales y testimonios que intentan atestiguar los acontecimientos, privilegiando la existencia de rasgos indiciales y probatorios sobre la existencia de la bisabuela de la autora y su origen. Material de archivo, fotografías, entrevistas, registros de prensa, son recursos escogidos para contrarrestar la escasa evidencia directa sobre la figura de Genoveva. Pero, detrás de lo patente, esta obra también ofrece indicios para ser interpretada desde una dimensión que nos habla de ausencias, ocultamiento y apariencias.
“Si borrar es para ocultar o negar algo, quizás ver poco a alguien es para no crear una relación profunda, porque los afectos llenan, pero también duelen. Nunca sabré si mi abuelo borraba para no sentir o borraba para olvidar (…) Tal vez se puede ocultar un origen, se puede esconder un rostro que perturba, pero es difícil esconder quienes somos”
“Genoveva” responde de algún modo a lo que según Lejeune es la “función reparadora” de toda empresa autobiográfica a la hora de explorar en memorias familiares signadas por secretos, ausencias, traumas, vacíos, vergüenzas, mentiras y confesiones. Al dejar ventilar y entrar la luz en estos cuartos obscuros y enmohecidos de la intimidad del hogar, Castillo no sólo visibiliza eventos comúnmente ocultos –ausentes- o negados dentro del núcleo de la familia chilena, sino que además desencadena procesos de proyección, identificación y empatía que contribuyen a la aceptación y normalización de sucesos y situaciones rechazadas, dotando a esta obra de un considerable sentido político. Se da cuenta, así, de problemáticas identitarias atomizadas que aún se encuentran subrepresentadas desde las prácticas autorrepresentacionales del documental chileno y se contribuye al ejercicio de la disidencia ante a las tendencias estandarizantes de la cultura global, develando desde la subjetividad prácticas que proyectan la diversidad de la(s) realidad(es) –culturales, sociales, ideológicas, étnicas, etáreas, sexuales, de género- para el fortalecimiento de una sociedad plural. De este modo, “Genoveva” parece ratificar el potencial liberador de una narrativa de lo real capaz de restituir los tejidos de una memoria y una identidad trizadas, o al menos encontrar liberación mediante la canalización expresiva de aquellas experiencias que marcaron la vida de una familia. De allí que el desplazamiento físico de Castillo al territorio mapuche, pasa a ser metáfora de un movimiento interior, de un viaje hacia el autoconocimiento, un recurso narrativo para develar su identidad trizada y rellenar los huecos de su memoria familiar. Su movimiento es pues, cartográfico y espiritual, efectivo y afectivo, en el acercamiento hacia sus orígenes y en la construcción de una imagen que represente un cierto sentido de pertenencia. La búsqueda identitaria y genealógica de fondo que emprende, busca explorar en la identidad del “yo” y sus fisuras, interrogar las grietas de la memoria, recomponer la identidad escindida y corporeizar los espectros del pasado en personas concretas, lugares palpables, objetos y formas que se fijan y se prolongan ya no solo en la fragilidad de la memoria, sino en la materialidad del celuloide, en un tiempo y un espacio fílmicos.
Si consideramos todos los elementos anteriormente descritos, podemos dilucidar que la reflexión sobre las apariencias que realiza Castillo es, finalmente, una reflexión sobre el cine. “Creamos imágenes que ocultan los problemas reales. Porque una imagen puede ser la representación de un momento, pero tb puede ser falsa, xq a veces el momento es solo un deseo de apariencia”, nos señala la autora en “Genoveva”.
Y es que –como hemos sugerido- lo real, en su dimensión compleja, no responde simplemente al mundo material, concreto y tangible, sino a un universo de elementos cuya naturaleza no necesariamente es visible (las emociones, los afectos, el dolor, el trauma, el tiempo), y por lo tanto, contienen en sí mismos la imposibilidad de su representación mimética. Dado que lo real está vinculado a ese algo que va más allá de lo evidente, la imagen elaborada por estos tres cineastas sería consciente de su incapacidad, por lo que opta por evidenciar su inestabilidad y su propia contradicción, asumiendo una permanente búsqueda de aquello que se perfila como inasequible, escapando a toda posibilidad de sujeción. Lo real descansa en lo implícito y ha de ser develado mediante la construcción de una imagen cinematográfica que lo descubra.
No es circunstancial, entonces, que tanto Castillo, como Panizza y Agüero sitúen sus subjetividades cinematográficas más bien desde un lugar de crisis, de desajuste, de disconformidad, pues –por una parte- es en ese espacio simbólico donde se ponen en juego las contradicciones existenciales y la complejidad de la realidad y, por otra, es desde esta dificultad que estos cineastas logran construir una imagen capaz de dar presencia -traer al presente- aquello que no es tanto del orden de la presencia, como de la ausencia.
Las propuestas de estos documentales pueden interpretarse en diálogo con la estética del realismo púdico, (auto)denominada así por Raúl Ruiz y Waldo Rojas, para intentar definir las operaciones detrás del pensamiento visual de Ruiz, amigo de Agüero, y a cuya cinematografía el director de “El otro día” despliega varios guiños durante su último documental. Respecto a al realismo púdico, señala Waldo Rojas que:
“Su principio activo consiste en considerar la noción de realidad no ya como lo dado, como lo descubierto absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamiento: la naturaleza gusta de ocultarse. Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas o sociales, se daban por añadidura. (…) Todo su juego de intermitencias revela esta ‘erótica cinematográfica’ fundada como todo erotismo en el esquivamiento y el destello, en un sistema de entreaberturas y de guiños, de apariciones/desapariciones”. (Rojas, 1984).
En mayor o menor grado, la estética de estos tres realizadores se propone mostrar ocultando. Lo que la imagen muestra, es lo que su representación oculta, esconde: su negativo, el dorso, el revés, así como la falta, la ausencia, el vacío, entendiendo que el arte –siguiendo a Hauser- “no es sólo una forma de descubrimiento sino también de encubrimiento”.
Estas películas (y por algo las “Cartas Visuales” de Tiziana Panizza es una trilogía y no una obra unitaria) pueden concebirse como representaciones de una búsqueda siempre en tránsito, jamás definitiva, que pone de relieve el proceso cinematográfico y el uso de la imagen y del sonido a modo de “ensayo-error”, donde se agudiza precisamente la falla, la duda, la pregunta y se refuerza el intersticio mediante imágenes oblicuas de naturaleza más abstracta (sombras, reflejos, juegos de luz) que reflexionan acerca de la construcción subjetiva del recuerdo, el olvido y el tiempo. Señala Panizza en “Al final (…)”[3]:
“Esta es la lista de cosas que realmente te quiero enseñar: saber tomar agua de una manguera; aprender a dar besos que den escalofríos. Escuchar música con los ojos cerrados. Que el misterio es movimiento. Aprender a chiflar, no a silbar; a reconocer el canto de los queltehues, a prender una fogata, saber entrar en un bosque sin hacer ruido, a distinguir las fases de la luna, saber que hay que sacar juguetes de la mochila para que entren otros, que las preguntas, son más importantes que las respuestas, saber hacer nudos”.
“El Otro día”, “Genoveva” y “Cartas Visuales” son filmes que adoptan modos ensayísticos para la representación de la subjetividad de sus autores y que nos hace reflexionar acerca de que aquello que representamos a través de la imagen no se encuentra solamente fuera de nosotros, a nuestro alrededor, sino también y sobre todo en nuestro interior, en nuestros estados, los que se hallarían más allá de la imagen, fuera de ella, se le escapan. De allí la búsqueda de los tres cineastas por intentar construir a una imagen intersticial que contenga algo de esa esencia invisible en fuga y por reforzar la idea de lo impreciso, lo inefable, lo inaprensible, la interrogante más que la certeza, la realidad no como algo desenmascarado y expuesto, sino como lo velado, lo opaco. “‘Cómo nos vieron ellos’, resuena esa frase en mi cabeza. El peligro poder de las imágenes es que nos ofrecen una sensación de realidad que deriva en una aceptación total, pero ¿qué es real? A veces no sé si veo realmente la imagen que está delante de mis ojos o estoy atrapada en lo que otros quieren que yo vea de esa imagen”, reflexiona Castillo.
Así, las miradas resultantes de estas operaciones se encarnan muchas veces en la construcción de una imagen de naturaleza difusa sobre la realidad y los tiempos que confluyen en ella; una estética del intersticio, del intervalo, toda vez que los universos que construye tienen que ver tanto con la vida, como con la muerte; en el tránsito entre el pasado y presente; entre historia y memoria. “La casa de mi abuela la demolieron. Sus espacios son mi tiempo ahí. El espacio es tiempo. Nada se olvida, pero solo algunas cosas se recuerdan”, nos dice Panizza. Más que intentar utópicamente arribar a la esencia que se oculta detrás de lo aparente, estas películas buscan develar las tensiones entre lo representable y lo irrepresentable; entre lo nombrable y lo implícito, o aquello que simplemente elude los rótulos impuestos por el lenguaje, fluctuando -en cambio- entre sugerencias y latencias.
Desprovistas de certezas y de la mano de la incertidumbre, las poéticas de estos tres autores intentan modelar sus imágenes a partir de la consciencia del carácter inmanente de lo real, irreductible a una imagen. Hay en estas obras un desplazamiento desde la concepción obsoleta de la imagen como un elemento “fijo”, hacia su comprensión como un texto complejo, fluido, abierto, dialogante, que intenta asir la riqueza y complejidad estética, conceptual y emotiva de la imagen fílmica y desdoblar sus cualidades tradicionales al llevarla a un espacio íntimo de enunciación marcado por códigos narrativos, reflexivos, emotivos y formales complejos, que enriquezcan nuestra comprensión de lo real.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Bachelard, G. (2000). La poética del espacio. Madrid: FCE.
Bellour, R. (2009). Entre Imágenes. Foto, cine, video. Buenos Aires: Colihue.
Català, J. M. (2005). La imagen compleja: la fenomenología de las imágenes en la era de la cultura visual. Bellaterra: Ed. UAB.
Dadoun, R. (2000). Cinéma, psychanalyse et politique. París: Séguier.
Hauser, A. (1957). Historia social de la literatura y del arte. Vol II. Madrid: Ediciones Guadarrama.
Laub, D. (1992). “An Event Without Witness: Truth, Testimony and Survival, in Testimony; Crisis of Witnessing”. En Literature, Pshychoanalysis, and History. E.E.U.U: Routledge.
Lacan, J. (1992). “El reverso del psicoanálisis”.Seminario XVII.. Buenos Aires: Paidós.
Lejeune, P. (2008). “Cine y Autobiografía, problemas de vocabulario”. Cineastas frente al espejo. Martín Gutierrez, G (ed). Madrid: T&B Ediciones.
Rancière, J. (2012). Las distancias del cine. Buenos Aires: Manantial.
Renov, M. (2004). The Subject in Documentary. Minneapolis: University of Minnesota Press. Rojas, W (1984). “Raúl Ruiz: Imágenes de paso”. Revista Enfoque Nº2, verano-otoño 1984. Disponible en http://www.cinechile.cl/archivo-83.
[1] Las reflexiones contenidas en el siguiente texto forman parte del marco teórico elaborado para mi tesis doctoral, actualmente en desarrollo (Doctorado en Comunicación Audiovisual, Universidad Autónoma de Barcelona). Del mismo modo, el análisis de la obra de T. Panizza está alimentado del capítulo de mi autoría: “El Súper 8mm. como imagen intersticial en la Trilogía ‘Cartas Visuales’ de Tiziana Panizza”, para el libro “Nuevas Travesías por el Cine Chileno Y Latinoamericano” (Coord. M. Villarroel. LOM, 2015). La obra de I. Agüero, en tanto, fue analizada en profundidad para la ponencia “La realidad inaprensible: umbrales, azares y fugas en el documental ‘El otro día’ (2012), de Ignacio Agüero”, presentada en el III Encuentro Internacional de Investigación sobre Cine Chileno y Latinoamericano, organizado por la Cineteca Nacional del Centro Cultural Palacio de la Moneda, en 2013.
[2] Esta escena recuerda un ejercicio de la misma naturaleza, presente en la anterior “Remitente (…)”, donde Panizza realiza un montaje con atardeceres y fragmentos de los finales de las canciones de Nina Simone. Lo hace, sin embargo, para anunciar un evento feliz: la espera de su hijo Vicente. “Este verano pasó un cometa, se vio en todas partes; yo lo ví, y parecía una estrella fugaz en cámara lenta, un tatuaje en el cielo, el final de una canción de la Nina Simone. Y de verdad me pregunté, ¿quién se anuncia de esta manera?”.
[3] Ya en “Remitente (…)”, Panizza acude al acto de nombrar para no olvidar; pero cuando nombra, no sólo indica, destaca y evoca, sino también invoca, transita por el intersticio entre pasado y presente, entre memoria y olvido:
“Estas son las cosas que jamás quiero olvidar: el olor a Eucalipto en invierno, mi abuelo sentado en su sofá favorito, cáscaras de naranja en mi delantal del colegio, el pelo mojado secado por el sol, mi abuela regando el jardín, el olor de la almohada de mi padre, la primera vez que escuché tu corazón (…)”.