Dirección: Moritz Siebert, Estephan Wagner, Abou Bakar Sidibé
El alemán Moritz Siebert y el danés Estephan Wagner se encontraban viajando cerca de España cuando se dan cuenta de una enorme reja que separa la frontera entre Melilla y Marruecos, perteneciente al continente africano. Se acercan para ver el otro lado y se dan cuenta de que existe un mundo completamente distinto, en donde reside Abou Bakar Sidibé, un joven de Mali que vivió en la montaña Gurugú, y que se termina convirtiendo en director de cine para dar testimonio de la vida de aquellos que saltan al otro lado de la frontera.
Les sateurs es un documental que está filmado casi en su totalidad por Abou, quien no entiende mucho el funcionamiento de una cámara por lo que entramos poco a poco en una experimentalidad cinemtagráfica que se va adaptando a un lenguaje propio y único para registrar a la comuniad del monte gurugú. Es en éste monte donde viven más de 1000 personas que se acoplan en diferentes comunidades con un sueño colectivo: cruzar la reja para llegar a Melilla, en España y probar suerte en Europa tener un mejor pasar. Dentro de cada comunidad existe una vida de tareas cotidianas y reglas que se deben cumplir para así asegurar que cada compañero logre pasar al otro lado.
La vida transcurre entre la miseria y esperanza, en donde el apoyo entre las personas es crucial para poder sostenerse de pie entre la tierra seca y el hambre. Los días pasan entre conversaciónes sobre el futuro, improvisaciones de rap, partidos de fútbol, bailes y cantos para reponer energías en la constante espera y el tedio. Siempre se mantiene la esperanza de cruzar la línea sin salir herido.
Por las noches el bosque se convierte en su aliado. Abou nos relata en una serena voz en off que la emoción aumenta con cada nuevo intento de cruzar los tres niveles que se levantan hacia el cielo, atravesando púas y alambres que pueden terminar de manera fatal con su vida. La meta es cruzar y no ser detenidos por la policía española, una vez que pisen el terreno pueden reclamar asilo y así zafar del maltrato policial, pero muy pocos lo logran.
El concepto de “vigilancia” se trabaja a través del montaje que proponen los directores, contraponiendo imágenes de una cámara de seguridad de alta tecnología que detecta a los cuerpos por el calor. Desde este punto de vista se nos presenta la violencia con que son vistos los inmigrantes, ya que los captura como una horda de salvajes que quieren atacar y saquear el pueblo vecino, pero luego con la cámara de Abou, entendemos que existe una calidez tan humana dentro de su organización que conmueve profundamente al espectador que poco y nada conoce sobre las condiciones con las que viven a diario.
Un documental que deja el corazón apretado y la respiración profunda a quien sea que lo vea, ya que escudriña en lo más profundo de la empatía humana a través de la fuerza de sus imágenes, sobre todo por la inocencia fílmica que posee el registro del mismo protagonista, ofreciendo una visita al interior de una realidad completamente alejada y desconocida, cuestionándonos el concepto de identidad, libertad y pertenencia desde las imágenes.
El documental “Gringo Rojo” narra la historia de Dean Reed, cantante pop que, gracias a las casualidades del mercado, se hizo famoso en Chile durante los años sesenta, impactando tanto a la empaquetada revista Ecrán como a las agitadas calcetineras de la época. Sin embargo, y para arruinarlo todo, Reed conoce las poblaciones marginales, los sindicatos obreros y los dirigentes sociales, transformándose en un activista de izquierda y abanderizándose con los cambios sociales que el país comenzaba a experimentar. Apoya activamente la candidatura de Salvador Allende, asiste a protestas populares e incluso «lava» la bandera de los Estados Unidos frente a la embajada. Tras el golpe de estado de 1973, Reed se radica en Europa del Este cantando su rock and roll febril frente a la rubia muchachada del otro lado del muro, que escasamente conocían del delirio que la industria musical ya se encargaba de globalizar. Su conciencia social lo lleva a dirigir una curiosa película en homenaje a Víctor Jara (“El Cantor”, 1978), alternándose con roles protagónicos en spagetti westerns y visitas a Nicaragua, Cuba y otros países del denominado “Tercer Mundo”.
Esta historia anecdótica le sirve al cineasta Miguel Ángel Vidaurre para dar cuenta de los procesos subterráneos que transitan por la gran historia, estableciendo un relato que desacraliza a una comunidad setentera valiéndose de recursos tan pop como el videoclip, la gráfica, el rock and roll y la estética kitsch. Desde su inicio el documental es una provocación formal que mezcla dos territorios casi infranqueables del periodo, como son la siempre sacra puesta en imágenes de la izquierda chilena con la sensibilidad popular. Esta estrategia se transforma paulatinamente en una lectura personal del autor sobre la utopía y -por cierto- la decadencia de un imaginario fundado en la imagen. Dean Reed, en su ingenuidad gringa, convierte a Chile en el paraíso perdido de la identidad y la pureza, erigiéndose como un adalid en la defensa de los desposeídos y estableciendo con ello una vinculación con lo popular que no necesariamente pasaba por el muralismo o la Nueva Canción Chilena, como se ha instalado en el inconciente colectivo. Paradojas de la vida, Reed se transformó en su propio personaje, un vaquero que hablaba en alemán y cantaba canciones de protesta, las cuales alternaba con sus primeros hits radiales: un híbrido que mezclaba el imaginario marxista con un azucarado pop que, curiosamente, despertó el fervor de la gente.
Miguel Ángel Vidaurre reafirma en esta película una especie de declaración de principios sobre su visión de mundo, proyectando un universo tan heterodoxo como posmoderno, que atraviesa el western (el libro “El héroe y el umbral” de 2002), el cortometraje (el libro “Apología a la fragmentación” de 2004) hasta las películas fantásticas (la duología “Oscuro/Iluminado” de 2008 y “Limbus” de 2009). Parece ser que la obsesión por los insterticios aún inexplorados de la historia, y particularmente de la Unidad Popular, han inquietado a este cineasta en sus dos últimos proyectos, ya sea en “Marker ’72” -con la visita a Chile del cineasta Chris Marker-, como ahora lo hace con “Gringo Rojo” (2016), un delirio que se vale únicamente del material de archivo y el montaje para instalar un nuevo relato sobre la UP. La estrategia desecha contar una gran historia precisamente para acercarse a la pequeña anécdota que ha sido invisibilizada, tal como ocurre con un registro en la Universidad de Chile durante la dictadura en que Reed, clandestino, entona el himno «Venceremos» horas antes de ser expulsado del país. Pura alteridad que no tiene como fin historizar, sino establecer una escición del tiempo histórico a partir del enfrentamiento de la gran épica con el pequeño gesto inútil que una cámara transformó en una proyección de tiempo que quedó almacenada durante décadas, olvidada sin que a nadie le importara. La crítica es interesante: ¿Qué hay en esas imagenes que fueron desechadas por un sistema inocuo, que únicamente instrumentaliza su memoria de acuerdo a los vaivenes del interés comercial, político o social?
Más allá de la excentricidad y la anécdota, “Gringo Rojo” es una reflexión sobre los medios y la imagen en el mundo contemporáneo. El archivo se convierte en un detonante del «nuevo mundo», vestigio de una realidad tan permeable como condicionada a la mecánica del cine. Desde ahí emerge un sujeto ahistórico, determinado por su auto construcción y que termina convertido él mismo en propaganda marxista, para finalmente morir en extrañas circunstancias e invisibilizado por quienes lo levantaron. Con ello, una película aparentemente amigable y divertida, se convierte en una particular reflexión sobre los sujetos convertidos en objetos de un modelo cultural contemporáneo, en donde “todos somos imagen”, y por lo mismo efímeros y olvidables.
El archivo constituye la alteridad de un relato hegemónico, pero no lo hace sino para constituirse en otro relato que a su vez emplea la imagen como si se tratara de materialidad maleable, con la que se intenta dar forma a un proceso histórico imposible de aludir únicamente con la palabra. En esta persectiva, resaltan los testimonios de Agustín “Cucho” Fernández y José “Pepe” Román, quienes convivieron con Dean Reed en su minuto de fama, aunque sus intervenciones sirven nuevamente para desarticular una lectura lineal de la historia, exponiendo un testimonio subjetivo sobre el vacío de la imagen y el extrañamiento que provoca un ídolo pop en el marco de la revolución, abordándolo desde la desacralización del ídolo teenager.
El documental de archivo es una técnica contemporánea que toma conciencia de la materialidad de la imagen, desecha el rodaje y construye con pequeños fragmentos una lectura sobre lo real que aparece en los márgenes de la historia valiéndose de películas huérfanas, noticieros, reportajes de TV e incluso archivo doméstico, extremando los recursos del montaje para resignificar artefactos visuales de diferentes procedencias. El archivo se convierte en una fuente documental subjetiva, no académica, y cuyas desprolijidades deben ser leídas en amplias dimensiones precisamente por que surgen desde la producción mecánica e industrial. En «Gringo Rojo» emergen archivos poco conocidos o que se encontraban abandonados, detonando en su puesta en relato un mundo novedoso y problemático, el cual conflictúa al documento oficial con la paradoja de haber sido en otra época también parte de una oficialidad establecida. Así, la lectura sobre lo efímero de un modelo cultural hace directa alusión a los modos de auto construcción visual y la fagilidad de la imagen. En este caso, la ambivalencia del archivo construye la riqueza de un relato que pasa desde la ironía hasta la amargura sin mayores transiciones: ¿Qué llevó a que un rockstar gringo se transformase en la cara visible de la revolución marxista?.
“Gringo Rojo” no propone respuestas, sino preguntas estéticas sobre una comunidad dual, la cual se ha situado entre el consumo y los modelos hegemónicos de representación. Pero aún así la imagen es banal: aquello que alguna vez fue oficialidad hoy se transforma en los desechos de la cultura de masas.
Las amplias expectativas que crea la aparición de un documental sobre los economistas chilenos que instalaron el neoliberalismo en este territorio, son ajustadas estrictamente al valor histórico de sus propios testimonios en primera persona. Porque quizás la denuncia de los golpeados no reverbera tan fuerte como la honesta arrogancia de la burguesía, es que hay que tener los pulmones bien llenos de aire frente a esta película, pues el desparpajo de los ricos revela su ignorancia del mismo país que quisieron modelar.
Chicago boys es una obra a la que deberíamos procurarle la más amplia circulación para descifrar el teatro político contemporáneo, porque su vocación periodística es absolutamente contraria a aquella que signa lo que comúnmente denominamos periodismo. Su valor reside en la configuración de estos personajes a partir de lo que ellos mismos dicen de sí, precisamente, en tanto personajes de un proceso. Es decir, en tanto artífices de una economía privatizadora basada en una filosofía del individualismo, y que devino una moral y una cultura que son la frontera y el pavimento de lo posible políticamente hasta el día de hoy en Chile.
No estamos, sin embargo –y es justo aclararlo– delante de una cinta que examine esas transformaciones políticas, económicas y culturales que la experiencia de la dictadura cívico-militar instaló y sedimentó. Antes bien, se trata de un documento histórico, construido principalmente desde la entrevista, pero también desde archivos –fragmentos de otros documentos que habían permanecido celosamente guarecidos en colecciones personales e institucionales. Hilvanado en tres capítulos, con una narrativa sobre todo cronológica, la película abre y cierra apelando de manera bastante timorata y superficial a los conflictos del presente. Los drones en los cielos de Apoquindo y las imágenes más festivas de las manifestaciones de 2011 resultan finalmente prescindibles, cuando no demuestran otra lejanía respecto de las resistencias y contradicciones al capitalismo en los últimos años. No obstante, esto en ningún caso merma la potencia reflexiva que desatan los testimonios de los discípulos chilenos de Milton Friedman.
¿Quiénes son y qué dicen los Chicago boys?
Como es sabido, el título del documental es el mote con que se conoce a los más destacados estudiantes de economía de la Universidad Católica de Chile, quienes, seleccionados por sus profesores, fueron a realizar estudios de postgrado a la Universidad de Chicago desde 1954, en el marco de un convenio entre ambas casas de estudios. La cinta aborda los testimonios de Sergio de Castro, Ernesto Fontaine, Carlos Massad, Ricardo Ffrench-Davis, Rolf Lüders y quien se convirtió en el padrino de estos entusiastas: el profesor Arnold Harberger, a quien los refinados ingenieros comerciales llaman tiernamente “Alito”.
– “Queríamos mejorar la economía chilena”.
– “Hablábamos poco de política”.
El primer capítulo, titulado La semilla, refiere los años previos al gobierno de la Unidad Popular, precisamente cuando los recién titulados economistas viajan a Chicago y, en paralelo a su formación universitaria, desarrollan un sentir común, que podemos resumir en el American dream o ethos norteamericano de la libertad individual. Anecdóticos pero muy ilustrativos resultan los recuerdos sobre la estrechez de la beca, que no les permitía comprarse más de un abrigo al año, o sobre la vida fuera del estudio: la esposa de Carlos Massad, les cocinaba dulcemente a él y sus compañeros, mientras éstos jugaban a la rayuela en el antejardín de su búngalo. Conjugando los registros en 8mm filmados por ellos mismos con sus alegres memorias de camaradería, juegos y discusiones, se comienza a prefigurar una unidad en torno al grupo. Se autodenominan “mafia” y admiten importantes afinidades valóricas, a pesar de que según sus propias palabras no tocaban temas políticos. En esos años compartidos de lecturas, juventud y whisky, se estimularon recíprocamente, seguros de que volverían “a cambiar la economía chilena y latinoamericana”.
Dedicados a la vida académica, hicieron escuela en la Universidad Católica de los ’60, introduciendo las teorías monetaristas de Chicago con la intención de “elevar el nivel” de la forma como se enseñaba la economía en Chile. El documental, sin embargo, no tiene mucho interés en explicar los principios de las teorías económicas de la Escuela de Chicago, los cuales se basan en la irrestricta defensa del libre mercado y en oposición a cualquier participación del Estado en las industrias y demás ramas de la economía. Para la campaña presidencial de 1970, escriben un primer manuscrito de El Ladrillo, como es conocido el programa político de “libertad económica” que le presentaron al candidato conservador Jorge Alessandri. Pero el último patriarca del latifundio lo desestima, y señala categórico que es “demasiado radical”.
Los principios éticos para defender esta reforma están respaldados por lo que ellos llaman insistentemente “libertad”. Pero detengámonos aquí, en la cosmovisión liberal que es la matriz de los Chicago boys. Antes que todo, hay que comprender la perspectiva que para ellos dota al mercado de un carácter autónomo, como una sustancia que no fuera mediada por el hombre y que se adapta y acomoda, sostenida por una potencia interior. “The market knows” decía Friedman en sus clases, asignando al mercado una vida propia que debe desplegarse libremente. Los Chicago boys postulan la existencia de un Estado mínimo, jibarizado, que no intervenga en el devenir del mercado más que para asegurar el derecho de la propiedad. Tanto los primeros liberales económicos (Adam Smith, John Stuart Mill) como sus paladines más modernos (Milton Friedman, Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek) afirmaron que el motor de esta regulación espontánea serán la ambición y el bienestar egoísta de los individuos. Todo esto sobre la filosofía hobbesiana de un individuo que preexiste a la sociedad, y para el cual el resto de la humanidad no son una comunidad posible sino los potenciales enemigos frente a los cuales hay que resguardarse y competir.
Friedman llegará a decir que “no existe sociedad sino la suma de sus individuos”. Tal ilusión fundamenta la utopía neoliberal (en el decir de Jorge Vergara), que se presenta como una cuestión estrictamente económica, técnica, lejana del campo de la política; que es lo que están diciendo permanentemente los Chicago boys. Convencidos de que el individuo busca el éxito, el reconocimiento y la acumulación de dinero, los neoliberales fomentarán la ambición, transfigurando los conceptos económicos que el desarrollismo había sostenido en América Latina hasta los años setenta. Desarrollo, finanzas y competencia: economía abierta. Éste es el esplendor del sistema neoliberal, sus raíces y potenciales superestructuras. Las leyes del mercado justifican sus consecuencias: la brutal desigualdad y la miseria que azota a los desposeídos son fruto de su propia pereza y falta de ambición. El pobre es pobre porque no se esfuerza lo suficiente.
Si la libertad es la ausencia de coacción de Hobbes –como pretenden los neoliberales– entonces todos los proyectos que se basen en un principio de bienestar común les son ajenos y enemigos. Desde el republicanismo rousseauniano a los socialismos modernos. El éxito neoliberal sólo es posible en la conquista de esta libertad. Si en el Chile de los años sesenta no había una tienda donde Fontaine pudiera comprar la misma camisa que tenía De Castro, entonces el país era simplemente una mierda. Pero, como queda en evidencia, la libertad capitalista es demasiado trivial como para perseguirla. Entroncar la realidad a este tipo de aspiraciones, reducir la causa eficiente del hombre al cumplimiento de sus deseos materiales individuales, ¡como si algo similar fuera posible!, es un despojo total de sus capacidades y de la potencia humana. La ontología moderna del capital presenta la opción de la “libre elección” como libertad real, dentro y sólo dentro, del mercado como mundo total. ¿Puede ser, entonces, la economía algo distinto de la política, tal y como lo plantea cada uno de estos personajes, cuando les preguntan por su rol durante la dictadura?
Criminales de escritorio
El desenlace de estas fuerzas está trágicamente inscrito en nuestra carne, porque la historia no le pertenece al pasado, como quieren creer aquellos que gustarían se dejase de hablar de la tortura y los desaparecidos, porque lo más importante –dicen– es mirar hacia adelante.
Allende ganó las elecciones y, por no haber llevado la revolución hasta el final, la burguesía actuó de la única forma que sabe: haciendo pagar con sangre el susto que el pueblo le hizo pasar, en las palabras del viejo Malatesta. Mientras Agustín Edwards volaba a Washington para reunirse con Henry Kissinger, los ingenuos Chicago boys cumplieron con la orden de terminar el manuscrito que habían comenzado para Alessandri. Pero Sergio de Castro “no tenía idea” que ese apuro, procedente de la Cofradía Náutica del Pacífico Austral, buscaba la más pronta aplicación material de las doctrinas contenidas en El Ladrillo, cual es también el título del segundo capítulo de este documental, cuya parte más polémica pretende ser la pregunta sobre el nivel de conocimiento que tenían los tecnócratas sobre la masacre eufemísticamente llamada “violaciones a los derechos humanos”. Para su problematización, permítasenos un salto histórico, ya clásico a estas alturas.
La experiencia histórica del Tercer Reich trascendió en la buena conciencia occidental como el más aberrante de los proyectos políticos, por cuanto llevó la técnica a su mayor potencialidad destructiva, al exterminar industrialmente a más de diez millones de personas durante el holocausto. Sobre los campos de concentración europeos, uno de los tantos intelectuales judíos alemanes que huyeron del fascismo hacia Estados Unidos, sentenció: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Y, otra filósofa judía alemana en América, hizo las veces de periodista cuando, descubierto un criminal de guerra nazi en Buenos Aires, fue llevado a juicio en Jerusalén por los servicios secretos de Israel y finalmente ejecutado. Lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal” no es sino el estricto cumplimiento del deber del funcionario, por lo tanto la refutación de que los criminales de guerra y torturadores son enfermos mentales o víctimas de pasiones desaforadas. Allí donde la circunstancia de su trabajo es la guerra y su objeto la población, el funcionario acusa no ser culpable por ejecutar la masacre.
Por supuesto, esto explica también cómo los miles de soldados que sustentaron la dictadura militar chilena, así como los agentes de los cuerpos de seguridad, con el fundamento de la doctrina de seguridad nacional, se escuden hoy ante los tribunales señalando que sólo cumplían órdenes.
Pero llevemos el argumento más allá.
Adolf Eichmann, el ex SS capturado por el Mosad en la Operación Garibaldi, se defiende en su juicio afirmando que él ocupaba un cargo administrativo en la solución final a la cuestión judía. Es decir, era un técnico, alguien que hacía su trabajo y se preocupaba de hacerlo bien. Haya sido esto llenar formularios con los nombres de los seres humanos que recorrían media Europa para terminar de morir en los campos de exterminio, o bien la elaboración y ejecución de un plan económico que despojaba a la población chilena de todos sus derechos sociales, vendiendo a precio de huevo las industrias del Estado y sometiendo a la población a sueldos de hambre con los programas de Empleo Mínimo (PEM) y de Ocupación para Jefes de Hogar (POJH).
La paradoja es indiscutible. La mentada libertad económica que sustentan todos los tenaces defensores de este nuevo esquema social se implanta sobre una montaña de cadáveres. Las cifras de los informes de verdad y reconciliación sólo aportan evidencia de que la verdad nunca podrá traer reconciliación.
Una pintura de Francisco Papas Fritas dio en el clavo: El carpintero Milton Friedman sostiene en su mano derecha al títere que es el militar chileno Pinocho. Pero fueron sagaces internautas quienes completaron el meme de la distopía, añadiendo a la pintura un texto que decía: “Capitalismo y fascismo: una linda historia de amor que los liberales fingen que no existe”. Puesto que no sólo se trató de una masacre brutal sobre la clase trabajadora a manos de los militares, sino del acabo total de la vida política y el saqueo de los empresarios a los bienes nacionales, es que los Chicago boys no pueden sino ser agentes de la dictadura, de la misma forma que un Mamo Contreras pero sin mancharse las manos directamente. Por mucho que insistan en que no sabían de las torturas, asesinatos y desapariciones, y que ellos estaban dedicados a los asuntos estrictamente económicos en sus oficinas de los ministerios de hacienda y economía, y definiendo las políticas monetarias desde el Banco Central, su participación activa en el gobierno de la Junta Militar los hace criminales, los devela como inmediatos enemigos de los explotados.
La periodista Carola Fuentes le hace la pregunta a cada uno de los entrevistados con la misma sospecha: “¿De verdad no sabían de las violaciones a los derechos humanos?” Pero sobre la negación prevalece la sinceridad de los tartamudeos y el nerviosismo corporal habla con más verdad que cualquier excusa. Después de todo, la muerte les fue necesaria para infundir el miedo y la sumisión que les permitiera desplegar su programa económico con mucha menor resistencia, pero luego les sobrevino como incomodidad. Era mejor que los nuevos gobernantes vistieran de traje y no de uniforme. La dictadura perfecta del capital se llama democracia.
Las consecuencias
Chicago boys nos otorga el testimonio visceral de las energías que movieron lo que hoy conforma el medio donde se desarrolla nuestra vida. Es absolutamente necesario conocer las fuerzas performativas detrás de aquello que cuestionamos día a día. El film nos entrega un testimonio que puede llegar a desgastarse en su carácter excesivamente explícito. Se vuelve indispensable digerir un discurso que suena categóricamente violento, con frases como: “No me interesa la desigualdad, el problema es la pobreza (…) hay que disminuir la envidia, eso es todo”. Esta pieza audiovisual nos da posibilidad de mirar de frente aquella banalidad que esta progenie ha querido disimular, cometiendo el error de sostener el mito de una despolitización en la economía. Chicago boys nos permite tocar con las manos el fulgor de lo fútil y abyecto que puede llegar a ser el motor para fundar un sistema económico tan malogrado como el que nos domina.
Cuando “Alito” Harberger se refiere a la represión militar en la reformación que ha padecido el país desde hace más de cuarenta años, advierte que no era necesaria tal fuerza para instalar y ejecutar el sistema económico neoliberal. De esto, el ejemplo más ilustrativo han sido los gobiernos de la Concertación y Nueva Mayoría, los cuales han perfeccionado el escenario del capitalismo, lo que no quiere decir que el derramamiento de sangre no haya sido la condición de posibilidad para su despliegue más brutal. Como plantea Naomi Klein en su Doctrina del Shock, recogiendo los principios básicos de la guerra de Sun Tzu, el terrorismo de Estado contra un pueblo que estaba organizado y poseía un elevado nivel de conciencia de clase, le quitó a este mismo pueblo su disposición a la lucha. Los militares allanaron el camino a los nuevos empresarios, cuyo paradigma ya no era la aristocracia ni la vieja Europa sino el mall, Miami y la promesa de la felicidad por la vía del consumo.
Lo que el documental no logra decir es que la consecuencia del neoliberalismo en Chile es un sistema de eterna esclavitud basado en la lógica del esfuerzo individual y en la moral del trabajo, en el sistema financiero y el endeudamiento, en la carencia de derechos sociales y en la mercantilización de todas las dimensiones de la vida, en la extracción ilimitada de los recursos naturales y su consiguiente destrucción de la tierra, en la mitología del libre mercado que encubre en realidad un mercado desregulado bajo el control de oligopolios coludidos en su conciencia de clase dominante; todo lo cual ha enriquecido a los mismos ingenieros sociales que modelaron este sistema, y a una pequeña casta político-empresarial, que gobierna las ruinas humanas heredadas de Friedman y Pinochet.
La tensión entre público y audiencia ha sido un tema de debate en el medio audiovisual chileno. Tanto por la supuesta precariedad en la asistencia a salas, como en la necesidad de compatibilizar con obras de nicho y valor estético. Con un sistema comercial copado por las cadenas norteamericanas, la ausencia de salas regionales o planes fortalecidos y pluralistas en la formación audiovisual, la comedia se ha transformado en un territorio exploratorio en la vinculación con los públicos: no solo lo atrae, sino que los satisface. El éxito de audiencia evidenciado en las películas dirigidas por Stefan Kramer o Nicolás López, generan el espejismo sobre una industria local y, curiosamente, merecen el mutismo de la crítica especializada. Se trata de películas populares, que tratan temas de una comunidad que se ve sublimada más que representada en acciones grotescas o burdas, pero que provocan aquello que el modelo niega, como es el placer de pasarlo bien ,el exitismo de un cine simple y sin mayor expectativa que el disfrute efímero.
“Vacaciones en familia” es una película que toma distancia de los modelos comerciales en el género, y propone una ácida crítica al modelo neoliberal en clave de comedia. Narra la historia de una familia de clase media alta, “Los Kelly”, que vive de las apariencias al nivel de llevarlo al delirio. La familia aparenta irse de vacaciones a Brasil, pero en realidad no tienen dinero y organizan un artificio que consiste en encerrarse en su casa para dar la sensación de estar de viaje. Esto no les permite enmascarar su patetismo, el cual se va fracturando por la emergencia de una familia que encuentra en el encierro los códigos de convivencia que aíslan a la madre y principal impulsora de la farsa. Su delirio concluye de la peor forma: desenmascarada y ridiculizada ante la comunidad, es identificada como pobre.
La representación de un mundo corrupto es uno de los móviles fuertes de una película cuyo humor negro aborda de manera inteligente problemas contemporáneos, dando cuenta de una condición de clase híbrida y poco definida, pero latente. La película transcurre casi íntegramente al interior de una casa, la cual opera como una fortaleza de la vanidad, de la misma forma que “El Castillo de la Pureza” de Arturo Ripstein, un drama filmado en México en los años setenta y que propone la historia de un padre que no deja salir a su familia de su casa, con el objetivo de conservar los valores morales ante una sociedad perdida. “Vacaciones en Familia” apunta a lo mismo, pero en el mundo contemporáneo donde la representación del poder se personifica en la imagen, e instala de manera tácita el valor del capital y las apariencias como moneda de cambio cotidiano.
La película inicia con imágenes de altos edificios de los barrios empresariales de Santiago, posmodernidad que culmina con el ícono del consumo y neoliberalismo chileno como es el edificio Costanera. El final de la película es un primer plano de la madre mirando a cámara, completamente alienada y desquiciada por sus ansias de aparentar y que nadie se de cuenta que no tienen dinero. Esta metáfora visual es la esencia del discurso de la película, una aguda reflexión sobre una comunidad capaz de llegar a lo indecible por la imagen, que vive en ella y se autoconstruye vanidosa y cínicamente frente a un otro. No es necesario viajar a Brasil si se puede inventar este viaje en “photoshop”. Es inútil el triunfo si no existe un otro con quien presumirlo.
“Vacaciones en familia” es el segundo largometraje argumental de Carrasco Farfán, quien con una vasta trayectoria en el cine documental parece tener una cercanía real con el sujeto popular y su cotidiano, lo que se ve proyectado en la película. Sin embargo, ella no está construida desde la comodidad anecdótica ni la mera contemplación de clase, sino más bien desde el desagrado y el malestar que significa el sistema. La película funciona como una representación de una clase dominada por un modelo que controla los hábitos del sueño y reinventa la geografía, pero que interpela al “espectador” sobre su condición en la sociedad. Aún así, el final es críptico e inquietante, ya que los sujetos quedan adormecidos mientras el modelo permanece inamovible.
“La Madre del Cordero” de Rosario Espinosa y Enrique Farías, nos permite percibir el trabajo colectivo en torno a la creación de un relato y cuestionarnos a su vez la necesidad de referirnos (como autores) exclusivamente sobre aquello que conocemos desde la experiencia personal. Largometraje realizado en el marco del egreso universitario, ésta obra retrata las problemáticas de una vida adulta que parece muchas veces olvidada no sólo por el cine, sino también por una sociedad cada vez más materialista e individual. Jóvenes autores que no superan los 25 años, construyen su discurso a través de la necesidad de volver visibles las historias cotidianas que muchas veces sólo cubre la televisión por breves minutos, fomentando el aislamiento, catalogando nuestro estado actual como enfermizo y criminal, la generación de nuestros padres, tíos, abuelos, sobrevivientes del Chile en dictadura y neoliberal. Basta con hacer el ejercicio y pensar la historia de ésta película como si se tratase de un titular en el periódico, o un reportaje en el noticiero de las 9. Se diría entonces, que Cristina (interpretada por María Olga Matte), no es más que una mujer solterona y solitaria que tras años de represión, atenta contra la vida de su madre para poder vivir en paz. O que Carmen (Shenda Román), tras una larga enfermedad que la mantiene prácticamente postrada, es asesinada por su propia hija, quien busca darle fin a su sufrimiento. Pero el cine se plantea, así como otras artes, como un espacio de cuestionamiento, como una ruptura sobre aquello que parece ser evidente a nuestra vista y oídos, nos permite desarticular las certezas y crear preguntas. Es gracias a esa relación que se construye entre la obra y los espectadores, que podemos apreciar una película no sólo por lo que parece evidente en ella, sino por sus múltiples posibilidades, por el registro y resguardo de un tiempo que es dotado con la inmortalidad de la reproducción, y en ella nuevas miradas, nuevas preguntas planteadas desde una generación a otra.
“La Madre del Cordero” construida a través de un lenguaje conocido y algo ya estandarizado en las producciones nacionales, no resta méritos en la representación de un mundo cercano a nuestra realidad social, con una insistencia en la duración de los planos que reafirma el tiempo de espera de muchas personas en la vida, el anhelo de que “ocurra algo diferente”. La constante incomodidad de los espacios y los personajes, las tonalidades y decisiones en la iluminación de los entornos, el silencio de los espacios cotidianos entendidos no como la ausencia de ruidos, sino como el estado interno de la protagonista, versus la representación de los espacios de distención y excesos, como el Casino Monticello, o los bares juveniles, absorbidos por la música y la saturación. Todo nos parece conocido, incluso tratándose de una localidad regional, pudiendo ser cualquiera al sur de la región Metropolitana, detenida en un tiempo entre los años 90 y 2000. Lo particular entonces se transforma en aquello que no podemos ver, en lo que intuimos de los pensamientos y sentimientos de Cristina. ¿Cómo es que no deja a su madre en un hogar? ¿Cómo es que no tiene una enfermera en casa ayudando? ¿Por qué se deja pisotear una y otra vez por el machismo errado de su entorno? ¿Cuándo va a reaccionar?. Más sorprendente resulta encontrarnos en aquella situación, cuestionando fácilmente las decisiones tomadas por el personaje, en vez de preguntarnos por las condiciones en que muchos hombres y mujeres se encuentran por causa del abandono y el sistema económico que rige nuestras vidas, ¿acaso incluso tratándose de jóvenes, no hemos ya vivido las injusticias de la vida posmoderna? ¿Cómo será entonces cuando dejemos de ser útiles para el sistema, como Cristina, como Carmen?.
Podríamos decir que a simple vista, el film no es otra cosa que una escalofriante pero realista representación de un sector de nuestra población, de todos aquellos seres solitarios que ponen una gran pausa a sus vidas para cuidar de sus padres, sus hijos, sus familiares enfermos. Y en parte lo es, pero no nos quedemos con lo evidente. De las producciones de cine chileno de ficción de 2015, como mencionaba en un comienzo, “La Madre del Cordero” rompe con el mito de esa frivolidad autoral de sólo retratar los problemas de una juventud aislada e insensible, apartada de un mundo afectado por la economía y las malas gestiones de sus gobiernos. Como ha dicho Carlos Ossa en otras ocasiones, una película no es menos política que otra por no tratar de forma evidente la política como un tópico, y como se dio también en el cine foro posterior a la muestra de éste largometraje en el Cine Club de la Universidad de Chile, el público asistente, las actrices de la película y el equipo técnico, guiaron una conversación que decantó en la necesidad de ampliar las posibilidades al momento de realizar una película, encontrar en ellas no sólo el retrato e interpretación de una realidad sino de todas aquellas que no están siendo representadas por las instituciones como la televisión y el cine exclusivamente comercial que llega a las grandes cadenas en los centros comerciales. Un cine que no sea exclusivo para festivales extranjeros, que de no ser nominados por Cannes o San Sebastián, no llegaría a ser visto por la mayoría de la población, a través de la publicidad en carteles, la televisión, los noticieros dedicándoles dos minutos en un reportaje breve sobre espectáculos. El cine chileno merece ser analizado y visto por su propia población, encontrar ahí un espacio de reflexión y disidencia, devolverles a través de la mirada su propia existencia, porque no todas las producciones retratan sólo un porcentaje de nuestra población, cuando la realidad es radicalmente lo contrario; Chile está envejeciendo, la esperanza de vida ha ido aumentando y es inevitable saber que todos llegaremos allí.
Lo bueno, dentro del panorama cinematográfico, es que somos capaces de salir de aquel mito de un cine exclusivamente para una juventud cada vez más hastiada y autorreferente. Un cine descentralizado, con una mirada a centímetros de la realidad conocida, llena de pequeños deseos, de personajes con esperanzas de luchar y salir de aquello que los condena a la rutina, aunque eso no signifique la glorificación o la satisfacción moral que uno esperaría del cine compensativo propio de las fórmulas aprendidas de Hollywood.
Nuevamente Maite Alberdi («El Salvavidas»), logra documentar un mundo íntimo a través de personajes entrañables. Esta vez apelando a la nostalgia y el paso del tiempo. «La Once» muestra un grupo de mujeres -entre ellas a su propia abuela-, de avanzada edad que se reúnen sagradamente una vez al mes a tomar té. En este ritual femenino conversan de sus vidas, del amor, de los cambios y opinan de los temas contingentes del agitado mundo postmoderno. A pesar de que pertenecen a una generación bastante alejada de los jóvenes, en sus conversaciones toman partido y se hacen cargo de la actualidad desde una mirada propia de aquellas mujeres que crecieron en un contexto bastante machista.
El film se sustenta casi por completo en los primeros planos de las protagonistas, a pesar de que alguna salga de cuadro en algún instante. Esto hace que se produzca una enorme inmersión en cada una de ellas, logrando potenciar la expresión de quien está escuchando a la otra o de quién conversando. En este sentido el montaje de Sebastián Brahm y Juan Eduardo Murillo, genera diferentes atmósferas dependiendo de los momentos emocionales de la película, logrando que el espectador se sienta uno más de aquella sagrada reunión, empatizando poco a poco con cada personaje y su propia historia. Si bien es un documental que trata un encuentro entre amigas, también trata sobre la despedida, ya que debido a su avanzada edad, algunas de ellas abandonan este mundo a medida que avanza el filme. Maite Alberdi asume un desafío muy grande al momento de grabar a su propia abuela, quien además fallece antes de que terminara el rodaje, dándole un valor sumamente personal hacia el final de la historia. Sin duda Maite ejerce una dirección admirable al decidir colocar esa parte de su vida considerando el vínculo que tenían.
«La Once» retrata a estas cinco mujeres sostenidas en el tiempo, aferradas a la actualidad con sus recuerdos, repitiendo una y otra vez los mismos temas de conversación, como una foto, un instante detenido que lamentablemente debe avanzar. Es imposible no pensar en nuestras propias abuelas, quienes al igual que estas mujeres, han pasado por infinitas historias, enfermedades, muertes y nacimientos. El film crea una atmósfera tan acogedora que dan unas ganas enormes de estar tomando once junto a estas señoras rodeadas de ricos pastelitos que son filmados de una manera magistral por Pablo Valdés.
Es interesante cómo el 2015 nos trajo varios documentales íntimos, donde las realizadoras abren el mundo interior de sus familias para contarnos historias desde la cotidianidad para hablarnos de diversos temas como la raíz de la identidad («Genoveva» de Paola Castillo), la relación con la familia de un ícono político («Allende, mi abuelo Allende» de Marcia Tambutti) y la amistad en «La Once». Ese síntoma demuestra que el documental contemporáneo chileno ha logrado hacer que la cotidianidad se ha convertido en mundo extraordinario, donde nos sentimos identificados.
La amistad representada en el documental de Alberdi, genera risas y llantos. Es precisamente ese viaje emocional, el que nos hace identificarnos sin importar la edad, tanto de los personajes representados como de los espectadores. La Once, fue uno de los documentales más vistos el 2015, y tiene pergaminos de sobra para que haya sido así.
Por: Monserrat Ovalle Carvajal / 27 de Enero, 2016
La siguiente escena no parece extraña: Fin de semana en un mall de alguna comuna alejada del centro de la ciudad, con filas enormes de personas dispuestas a pagar más de cinco mil pesos para ver el último estreno del gran Hollywood en una sala con butacas móviles, pantalla en 3D y aire acondicionado. Nada fuera de lo común. Otra escena nada de extraña: Día de semana en una biblioteca pública de la misma comuna, con menos de diez personas esperando para ver un documental sobre el problemática mapuche al sur de Chile. La entrada es gratuita.
Lo primero que podemos preguntarnos al comparar ambas escenas es ¿en qué estamos fallando? A la falta de público para asistir a ver películas de corte no comercial y gratuitas, podemos fácilmente frustrarnos por ello y comenzar a dar películas comerciales o bien desistir en el trabajo de divulgación de un cine escondido de las pantallas del mall. Sin embargo, en la repetición de las exhibiciones, en las conversaciones de los cine-foros, en el crecimiento en la cantidad del público asistente, y la fidelización de algunas personas que vienen siempre, se llega a un punto de no retorno en donde es imposible dejar el trabajo. Sólo queda buscar otras maneras en las cuales seguir la ruta ya trazada: la de la divulgación del cine y la formación de audiencias. Porque hay un cine más allá de Star Wars, sin hacer un juicio de valor al respecto, un cine joven y tampoco tanto que ha pasado al olvido y que como experiencia artística/estética/informativa necesita ser visto y re-visto.
Quizás lo que buscamos no es tener una fila enorme de público esperando por ver una película de animación en stop motion filmada a principios de los ochentas, aunque sería magnífico, pero sí nos interesa que al menos un puñado de personas pueda ver esa película y emocionarse o discutir al respecto, quedando con ansias de más. Ahí nos topamos con uno de los pilares fundamentales al inicio del trabajo de formación de audiencias, que es la discusión al finalizar las exhibiciones. En un cine común la gente se va rápidamente de sus asientos al final de la película, viendo apenas los créditos. Pero en una función más reducida es posible e imperante hablar sobre lo que se ha visto, compartir opiniones, socializar la experiencia vivida con otro, con alguien que vio lo mismo que yo a mi lado, pero comprendió algo distinto. Algo quizás extraño en estos tiempos de virtualidad e inmediatez… qué es eso de conversar con un desconocido al terminar una película. Es mucho y es impresionante. Para la muestra un botón: Cierta vez se exhibió “Recado de Chile” con Pedro Chaskel, montajista de la obra, como invitado. Ese día estaba lloviendo, apenas vieron el documental 10 personas. Sin embargo al finalizar la gente estaba emocionada, incluyendo a una niña de 6 años que no paraba de hacerle preguntas a su madre sobre el exilio y las personas desaparecidas. Todas las personas asistentes nos dieron sus propio relato sobre vivir en dictadura, algunas parientes de desaparecidos, otra quien su padre era el encargado de cincelar los nombres en un memorial de DD.DD., y así se creó un ambiente de intimidad como en una pequeña sobremesa familiar. El montajista se fue agradecido, todas las personas se despidieron de él afectuosamente dándole las gracias por su trabajo, por contar una parte de la historia. Y eso es impagable, una función única.
Al exhibir películas en lugares comunitarios, no sólo recae la importancia de formar audiencias que puedan mirar películas fuera del circuito comercial, pudiendo también aprender sobre lenguaje audiovisual, sino que especialmente se abre un espacio de reflexión íntima donde las personas que viven en un mismo lugar puedan conocerse y reconocerse en un espacio distinto alejado del tumulto de la calle. Así el cine se transforma en una experiencia distinta capaz de acercarnos unos con otros, a reunirnos a ver una película y conversare en funciones únicas, a veces emocionantes, que el dinero no puede pagar. No hay que olvidar que el arte es también una forma de hacer comunidad, que la cultura la hacemos nosotros, y nos puede permitir una pausa en nuestras ajetreadas vidas para vivir una experiencia que es mejor si es compartida.
Pablo Larraín debe ser sin duda alguna el cineasta chileno más galardonado de los últimos tiempos, teniendo además como antecedente una histórica nominación a los premios Oscar con la cinta “NO” (2012). Así mismo, su última película no estuvo exenta de logros y las críticas – tanto nacionales como internacionales- lo hacen notar, es una cinta que ha conquistado a las audiencias, sin embargo este logro no es una mera casualidad, sino que responde a la contingencia temática y al crudo tratamiento de ésta.
“El Club” nos muestra una casa de acogida en el litoral central en donde cuatro sacerdotes se encuentran pagando penitencia por sus abusos bajo la mirada de una misteriosa cuidadora, llenos de variadas comodidades el castigo parece inexistente, beben, ven televisión y apuestan con su galgo de carreras, teniendo una vida sin grandes complicaciones, similar a unas eternas vacaciones. Hasta que la paz se ve interrumpida con la llegada y el posterior suicidio de un quinto sacerdote tras enfrentarse cara a cara con su pasado, un otrora niño violado. Lo que provoca la llegada de un sexto religioso, quien se encuentra cerrando todas las casas de acogida en el país. La verdad empieza a salir a la luz y nuestros personajes, acechados por la constante presencia del pasado, harán todo por evitar dejar su hogar de penitencia.
La temática no se queda en lo contingente y nos muestra un lado poco explorado, incluso tabú de la iglesia. No son sus casos de corrupción sino el después de estos, el después de los criminales y el de los abusados, son los horrores que pasan inadvertidos, más bien aislados en la sociedad. Varias son las aristas que enaltecen esta historia. Por un lado, una estética visual sumamente sensitiva que nos entrega una constante asfixia a través de primeros planos, en donde las actuaciones y el elenco de primer nivel se lucen bajo una densa atmósfera cargada del terror producido por los relatos de un lenguaje que se encuentra siempre en el filo de lo inmoral y lo repudiable.
Es imposible no pensar en cómo la historia de abusos del país se ve replicada en esta casa del señor: están los criminales (no solo religiosos sino incluso de la dictadura) quienes tergiversan la historia o simplemente no la recuerdan, el que busca castigo y la verdad con resultados casi nulos y el abusado a quien no le queda raciocinio, solo gritos desesperados como denuncia de lo vivido. La redención surge al final de la historia y el pasado surge como solución para todos, el abusado se queda con los abusadores, quienes deben cuidarlo y a cambio mantener su preciada casa, penitencia pagada y volvemos a la normalidad, a la casita en el litoral central donde un grupo de sacerdotes que han errado del camino del señor, habitan. No hay intenciones panfletarias solo la búsqueda identitaria de lo que ya es una realidad nacional ante la presencia de monstruos creados por el silencio.
Una historia imperdible que seduce durante 98 minutos, “El Club” debe ser el mejor estreno de ficción chileno del año saliente. La catapulta perfecta para la carrera de Larraín al éxito. Sus nuevas producciones, una de ellas su primera película hollywoodense, se encuentran entre los estrenos más esperados de este 2016 y es que no tan solo esperamos buenas historias si no qué perspectivas diferentes, oscuras y cautivadoras que muestran lo peor y más indiscreto de la sociedad.
Para nadie es extraño que el documental chileno contemporáneo ha tenido un aumento tanto en la producción, audiencia, premios y sobre todo diversidad temática y formal.
Nuevos documentalistas han sorprendido al mundo entero en los festivales, logrando importantes galardones para el cine nacional en el extranjero. En definitiva vivimos un buen momento del género. Sin embargo, documentalistas de la vieja escuela, que han tenido una importancia histórica en nuestro cine han seguido realizando y estrenando historias que aportan sobre todo, a la memoria política del país. Son los casos de Pedro Chaskel y “De vida y de muerte: Testimonios de la Operación Cóndor” y Patricio Guzmán con “El Botón de Nácar”, precisamente este último ganó el Oso de Plata a mejor guión en la Berlinale del pasado año.
“El Botón de Nácar” es la segunda entrega de la trilogía de la metáfora, comenzada hace unos años con la potente “Nostalgia de la Luz” (2010). En esta entrega, Guzmán continúa con la poética de la asociación; el personaje es el mar y como este con sus sentidos ha sido protagonista desde la matanza y el exterminio indígena en la Patagonia hasta los detenidos desaparecidos que fueron lanzados al océano desde los helicópteros de la FACH en la dictadura militar.
Esta asociación resulta de una belleza poética gracias a tres elementos que podemos identificar como fundamental en la constitución de este documental.
Primero, el guión. El método de Patricio Guzmán es constante en todas sus películas, el trabajo desde la voz en off como hilo narrativo que apoya el montaje de las imágenes que observamos. Si bien el tono es algo inconfundible y parte de la identidad del director, es en este filme donde logra quizás una madurez cinematográfica importante. El uso de imágenes de efectos del espacio, planos poéticos largos y sobre estetizados no serían del todo emotivos sin la voz en off que conjuga esa asociación que tanto insiste. Se nota que el trabajo desde el pre-guión hasta el armado final debió haber sido larguísimo, ya que la palabra se transforma en el guión documental.
Segundo, ya hablamos de la poética de la imagen. Si en su anterior documental el desierto y el cielo tenían una importancia en la puesta de escena, en esta segunda entrega el mar toma más potencia visual cuando las historias que oímos se convierten en un catalizador de la memoria. El material de archivo y la puesta en escena se acoplan al sonido que también juega un papel fundamental en sentir la oscuridad de nuestra historia.
Por último, el tema. El cine de Guzmán mantiene su misma dirección; la memoria como elemento fundamental para entender nuestro pasado, presente y futuro. Algunos encontrarán repetitivo, pero es parte de la identidad de este director que ha basado su carrera en entender como nuestro país vive en una constante memoria frágil y obstinada. Es el cine el medio posibilitador para recordar que en Chile se exterminó no solo en la dictadura, sino también a nuestros pueblos aborígenes.
Un botón que se encuentra en un carril oxidado, encontrado hace unos años atrás y que con el peritaje adecuado se determina que pudo ser uno de los lanzados por los militares en dictadura; un botón como el de un indígena que perdió su identidad, un botón que podría haber sido de detenido desaparecido, es precisamente ese botón que observó Patricio Guzmán en Villa Grimaldi el que dio origen a la asociación de historias no cerradas en nuestro país.
“El Botón de Nácar” es uno de los mejores documentales del 2015. Quizás debió tener mayor apoyo tanto de la audiencia nacional, como de distribución y como de la critica especializada. Porque, aunque algunos traten de no darle importancia a lo que pasó, es la memoria lo único queda para entender nuestra identidad como país. Y en eso, el cine juega un papel fundamental.
Entre el 1 y el 31 de diciembre de 2015, el V Festival Márgenes dispuso, como le es característico, su selección oficial (14 películas) para ser visionada gratis vía streaming. En paralelo, hubo exhibiciones presenciales en España, México, Uruguay y Chile. Yen esta edición,el documental El corral y el viento (55’), realizado por el boliviano Miguel Hilari (Alemania, 1985) fue galardonado como la mejor película. Con anterioridad, la pieza –que tuvo su debut internacional en Cinéma du Réel– ganó el premio a la mejor película latinoamericana en Fidocs 2014 y estuvo en Bafici 2014, entre otros certámenes.
La película no cabe dentro de categoría alguna. No tendría sentido encasillarla, por ejemplo, dentro del no-género documental observacional. La búsqueda va más allá en todo sentido. Podría decirse que es un cúmulo de exploraciones amalgamadas, entre las que sobresalen: la tensa relación campo-ciudad, apuntes nostálgicos de una historia familiar, una especial dinámica cámara-sujeto, cierto tipo de educación, cómo una cultura se adapta –o no– a los nuevos tiempos y sus desafíos sin modificar tanto –o sí– su identidad, etc. En fin, una experiencia diversa y concentrada.
Un punto de anclaje clave: El abuelo del director, aymara oriundo de Santiago de Okola, poblado ubicado al noroeste de La Paz, a orillas del Lago Titicaca, fue encerrado en un corral de burros por querer aprender español. Desde el presente, la necesidad estatal de exaltar y dignificar la cultura indígena v/s la necesidad de cierto tipo de modernización -asociada a la migración- se interceptan ante la cámara. Dialogan dos épocas, y, a la vez, la consciencia sobre la manera de representar un espacio adquiere una densidad preponderante.
Decía Antonin Artaud, en Brujería y cine: “…toda imagen, la más seca, la más banal, llega traspuesta a la pantalla. El detalle más pequeño, el objeto más insignificante, toman un sentido y una vida que les pertenecen absolutamente. (…) El cine simple, tomado tal cual es, en lo abstracto, desvela un poco de esa atmósfera de trance, eminentemente favorable a ciertas revelaciones. Utilizarlo para contar historias, una acción exterior, es privarle del mejor de sus recursos, ir en contra de su fin más profundo”. Esta reflexión ayuda a aproximarse con justicia a lo que ofrece El corral y el viento.
La consultamos, por escrito, a Miguel Hilari sobre el proceso de realización (4 años), nutrido de multiples instancias de desarrollo (laboratorios) que fueron fraguando la búsqueda formal, narrativa y ética de este nada convencional retrato cinematográfico.
* * *
Bolivia
¿Cómo se hace cine en Bolivia? ¿Existen fondos o concursos públicos destinados al cine/audiovisual? ¿Cuál es la postura estatal frente a esta disciplina, y cómo la evalúas tú?
Históricamente, el cine boliviano ha sido de autogestión. Hubieron cortos y aislados períodos de coqueteo entre cine y Estado, pero nunca duraron más de un par de años y produjeron relativamente pocas obras. El último fondo de fomento nacional produjo cuatro películas a mitades de los 90 y en realidad fue un préstamo con intereses.
Ahora hay un concurso público de la Alcaldía de La Paz, que cumplió su segundo año, es el único fondo público a nivel nacional.
El Estado generalmente ha comprendido al cine no como una posibilidad de abrir una pluralidad de voces, sino como una herramienta para difundir un discurso oficial. Pasa lo mismo con el manejo del canal estatal de televisión, que desde su fundación siempre fue una máquina publicitaria del gobierno de turno.
Uno siempre puede argumentar que en un país pobre como Bolivia hay otras prioridades que el fomento al cine, pero en ese caso también habría que revisar el presupuesto que maneja la publicidad gubernamental que se produce con el dinero de todos.
Ciencias
¿Cómo pasas de estudiar Ciencias Políticas a Cine? ¿De qué manera se gatilla ese giro?
En realidad, al terminar el colegio pensaba en estudiar cine. Pero luego he trabajado medio año en un proyecto de salud en el Altiplano, cerca al pueblo de mi padre, y he empezado a dudar del cine. Quería hacer algo más útil. Me fui a estudiar Ciencias Políticas y Economía en Alemania (de donde es mi madre), pero no duré ni un semestre. Me enseñaban teoría del desarrollo, sentí todo muy lejano a lo que en realidad estaba buscando, en fin, toda la situación me parecía muy absurda. Volví a Bolivia y entré a una carrera de cine un tanto experimental que se estaba abriendo en ese momento.
Pasado
Para entender un poco mejor el trasfondo de la historia. ¿Quiénes exactamente ejercían esta especie de apartheid contra tu abuelo y con qué fin, y cómo logra salir tu padre de este pueblo llegando hasta Alemania?
Los campesinos aymaras, como todos los demás campesinos indígenas, no tenían acceso a la educación ni al voto antes de la Revolución Nacional de 1952. La división colonial entre “indios“ y “criollos“ persistía, siendo los criollos en el campo mayormente terratenientes. Obviamente ellos no estaban muy interesados en un empoderamiento indígena, por lo que algunos intentos de escuelas clandestinas son perseguidos brutalmente. Después de 1952 y durante la infancia de mi padre, esto evidentemente cambia. Él es parte de la primera generación de aymaras universitarios que se graduaron a fines de los 70. A Alemania fue con una beca para hacer un postgrado.
Referencias
¿De dónde obtuviste tus referencias formales o narrativas para construir El corral y el viento? ¿Has absorbido la tradición fílmica boliviana? ¿Cómo te enfrentas a ésta?
Creo que uno de los grandes cambios que trajo el digital y el internet es un mayor acceso al cine mundial. Yo crecí con eso. Las películas del iraní Abbas Kiarostami me dieron ganas de hacer cine, y empecé a interesarme por el cine documental gracias a las películas de Nicolás Guillén Landrián (cubano) y Sergey Dvortsevoy (kazajo). Aunque sean de lugares muy distantes, siento sus películas mucho más cercanas que cualquier película gringa que llega a nuestras multisalas y también mucho más cercanas que la gran mayoría de las películas bolivianas.
También me siento muy influenciado por el primer Grupo Ukamau (J. Sanjinés, A. Eguino, O. Soria). El viaje a la ciudad y de vuelta al campo por ejemplo es uno de los grandes temas de nuestro cine. Se lo ve en Vuelve Sebastiana [Jorge Ruiz, 1953], Yawar Mallku [Jorge Sanjinés, 1969] , Pueblo Chico [Antonio Eguino, 1974], Chuquiago [Antonio Eguino, 1977], La Nación Clandestina [Jorge Sanjinés, 1989], entre otras películas. Me gusta comparar las diferentes representaciones de la llegada de los campesinos a la ciudad. Particularmente me gusta mucho la escena de la llegada de Paulina en YawarMallku, ella sentada en la parte trasera de un camión, mirando asustada los edificios que se imponen amenazantes; en unos cinco planos, no más de un minuto en total, se representa una violación. También me gusta mucho la llegada del niño Isico en Chuquiago, cuando por casualidad descubre la hoyada con la ciudad a sus pies, y fascinado, medio en juego, le lanza piedras junto a su amigo. Y sin embargo, por más bellas que sean ambas secuencias, refuerzan el paternalismo clásico del indigenismo: los campesinos llegan a la ciudad como niños inocentes o como mujeres violadas. En ese sentido, en el plano final de mi película, yo he querido filmar otra llegada a la ciudad, una que parte desde mi experiencia personal.
Espectador
En algún momento del desarrollo de esta película, ¿estabas pensando en un hipotético espectador, un tipo de espectador con un determinado perfil, o tu prioridad fue desarrollar la forma y el lenguaje que sobresale?
Mi prioridad fue ser sincero con mi experiencia en el lugar y con la presencia de la cámara. Eso ya me resultó lo suficientemente complejo. No me imaginé un espectador específico, aunque una vez hecha la película me emocionó mucho que espectadores de diferentes partes del mundo con una historia familiar similar de migración del campo a la ciudad pudieron identificarse con la película. En Europa, en Canadá, en Perú y en Bolivia escuché comentarios en este sentido.
Laboratorios
Si pudieras contar –ojalá con lujo de detalle– de qué manera fueron un aporte al desarrollo de la película los laboratorios Atlantidoc, DocBsAs y TransLAB.
Al Atlantidoc fui a fines del 2009 con una idea muy vaga que luego mutó mucho. Me sirvió principalmente para conocer alguna gente afín y para conocer Uruguay. Michael Chanan estaba ahí dando un taller, buen tipo, filmaba todo con una cámara chiquita y estaba presentando una película sobre Detroit que a sus alumnos no nos gustó.
Al Doc BsAs (2010) fui pensando que tenía una idea genial y que los “decision makers” del mundo iban a caer rendidos a mis pies. Durante tres días pasé por un intenso entrenamiento para engatusarlos durante mis 5 minutos de pitch. El engatusamiento no funcionó, no conseguí a ningún financiador ni ningún premio en plata. Pero sí me dieron una beca para cursar un taller en la escuela de cine de Cuba e hice algunos amigos.
El TransLAB (2013) fue diferente porque ya llevé un primer corte de la película, lo pude mostrar a alguna gente muy querida y no tuve la presión de tener que convencer a alguien para que me de plata. Además era también la primera edición del festival Transcinema, y su ambiente me gusta mucho.
¿En qué consistió la experiencia de tu estadía en Santiago de Chile (2008)?
Estudié un semestre de Dirección Audiovisual en la Universidad Católica. Las clases me gustaron mucho por que pude escogerme las materias que más me interesaban, entre ellas el taller de documental con Paola Castillo y un seminario de realismo en el cine con Pablo Corro. También me acuerdo que ese año estaban empezando las manifestaciones estudiantiles. Y me impactó el miedo generalizado durante el día del joven combatiente. Estaba yendo a jugar fútbol y me tomaron preso.
Me gustó poder conocer Chile de más cerca. En todo Latinoamérica somos países muy parecidos pero nos gusta enfrascarnos en nacionalismos empolvados. Hasta en eso nos parecemos.
Luego de pasar por las instancias académicas o laboratorios: ¿tu estrategia fue construir una estructura por escrito o cómo organizabas lo qué sería fundamental registrar?
Si, me parece importante escribir las ideas. Tenía una primera escaleta el 2010, que fue cambiando mucho mientras filmaba. El 2012 decidí quedarme tres semanas en la comunidad para terminar de filmar todo de una vez, y en ese tiempo también hice la escaleta final, que casi ya no cambió.
Realizar
Da la impresión que todo el trabajo en terreno (cámara, dirección, sonido) lo hiciste tú con una cámara más o menos ligera. ¿Te pareció significativo este método para lograr cierto resultado o cómo llegaste a esta estrategia?
El dinero determina el modo de producción. Usé dos cámaras prestadas, primero la Panasonic HPX 300, que es bastante grande y me gusta mucho, y luego una Sony FX1 por que no pude prestarme la primera por un tiempo prolongado. Usé un micrófono en la cámara y una grabadora aparte, para grabar ambientes. Me hizo pensar mucho sobre la movilidad, sobre cuando usar trípode y cuando no, sobre el impacto de cámara. Si hubiera tenido los recursos para llevar luces, máquinas y un equipo de 30 personas seguramente la película hubiera sido otra. Yo quise hacer esta película, estoy seguro que con otra forma de producción hubiera hecho otra película, no necesariamente mejor o peor, pero completamente diferente.
El trípode es todo un tema ¿Qué significa para tí esta herramienta, cómo decides aplicarlo o no?
El trípode da mayor calma a la imagen, pero también mayor distancia. La cámara en mano es más espontánea y cercana, pero la imagen también es más frágil, me parece. Hay situaciones que no se pueden filmar en trípode, otras que no se pueden filmar cámara en mano. En todas las del medio, hay que elegir, y hay que equivocarse.
Educación
A través del paralelismo entre la historia de tu abuelo y la cotidianeidad de los niños, flota con fuerza el concepto de educación. Dialogan dos épocas: antes, existió prohibición absoluta; hoy, hay educación, pero se basa en memorizar sloganes poéticos. ¿Te parece que en Bolivia captan esa observación crítica que propones? Y si es así, ¿cómo evalúas desde tu experiencia el sistema educativo boliviano?
Esto no es una observación mía sino una interpretación tuya, aunque está bastante a mano. Yo diferenciaría esto un poco más. Yo hago cine, filmo cosas concretas. Filmo una secuencia de poemas, y hablo de una anécdota que le pasó a mi abuelo. No hablo de “la educación“ como concepto gigantesco. Evidentemente en Bolivia se ha hablado sobre esta secuencia, no creo que hayan cosas veladas para nosotros en la película que solamente se capten en el extranjero, ¿no?
Y por último, no soy la persona a evaluar el sistema educativo boliviano en un par de líneas.
Pesca
¿Con el plano del hombre pescando en el lago Titicaca y su particular longitud, qué querías transmitir o explorar?
Estas preguntas no me gustan por que pueden condicionar demasiado la experiencia del espectador. Simplemente te puedo decir que quise honrar ese particular momento en ese espacio.
¿Cómo ibas definiendo que ya tenias suficiente material grabado, ya sea en el día a día o en general? El asunto de poner término a un rodaje es todo un tema. ¿Cómo determinaste el cierre, o que ya tenías lo suficiente para narrar la historia?
Cómo te comentaba, en 2012, después de haber filmado más o menos el 50%, fui durante 3 semanas a la comunidad y decidí filmar todo lo que me faltaba. Después de eso, no filmé más. Sino hubiera podido seguir filmando hasta ahora. Por ahí no hubiera sido malo eso, pero quería terminar algo.
Reaccionar
¿Cómo reaccionaron los habitantes de Santiago de Okola ante la película; al verse? ¿Cuál crees que sea el rol del realizador ante los retratados –el público boliviano, en general– al momento de posibilitarles el acceso al resultado final?
A mis primos Hernán y Noelia (que salen en la primera mitad) les encantó verse filmados, me pidieron una versión más larga con todo lo que grabamos. Pero cuando estaban viendo esa versión en la casa de un tío, el tío paró el DVD en la parte de los disfraces y las peleitas de noche, le pareció demasiada chacota. Eso, por el otro lado, a nosotros nos pareció muy chistoso.
A mi tío Francisco en cambio le aburrió mucho, hasta donde yo sé. No es una persona que le guste ver las cosas a través de una pantalla.
El rol del realizador de este tipo de cine es el mismo en Bolivia que en cualquier otra parte del mundo. Sabemos que la tenemos difícil en cuanto a la difusión, hay que lucharla, ese el camino del cine que hemos elegido.
Actores
Existe la convención de que en el cine de ficción hay actores y se les remunera tanto por su habilidad, su imagen y su tiempo ocupado, ¿cómo analizas y abordas esto para con los participantes de un documental?
Creo que en el documental depende de cada película como organiza la relación entre trabajo y renumeración. A veces, la idea de trabajo con horarios y responsabilidades tampoco está tan definida como en la ficción (para los protagonistas). En mi caso, yo no pagué un salario a los protagonistas, solamente les llevé un pequeño monto en agradecimiento una vez que la película ganó un premio en plata.
Escuela
¿En qué consiste la Escuela Popular de Cine Libre y en qué se diferencia a otras escuelas o instancias de aprendizaje que hay en Bolivia sobre el cine? Y en ese sentido, ¿cómo se realizó el cortometraje colectivo Sol donde tú participaste?
“Sol“ es el ejercicio final de un taller que yo di en la escuela. Es un trabajo colectivo, la idea era reunir diferentes miradas sobre un mismo evento, que es el solsticio de invierno, fecha del año nuevo aymara. Cada capítulo se filmó de manera individual o hasta entre dos personas, la discusión y el montaje de las piezas fue colectivo. Este tipo de colaboraciones me parecen muy interesantes de hacer, por que fomentan un debate entre diferentes voces, más que la alineación colectiva detrás de un discurso único.
Es una pena que no haya una instancia seria de formación profesional en cine en Bolivia. Ojala esto cambie este año. La Escuela Popular de Cine Libre es un espacio abierto a todo el mundo, se ofrecen talleres que duran entre 1 y 2 meses, con una sesión por semana, nadie paga, nadie cobra. Es un espacio quizás un poco romántico, pero de esos que hacen falta.
Distribución
¿Cómo ha sido la circulación de la película en Bolivia?, ¿el gobierno actual acepta esta construcción nada condescendiente con la imagen convencional–romántica del indígena como un ser puro en armonía perpetua con la naturaleza?
En salas, la película se ha visto únicamente en la Cinemateca, en La Paz. Pasó por algunos festivales y proyecciones en espacios alternativos. Hubo interés de Bolivia TV de pasarla por televisión abierta, pero eso se truncó por algún motivo. No sé nada sobre reacciones del gobierno, si es que las hubo.
Ventas
Luego de pasar por diversos festivales, ¿ha El corral y el viento logrado ventas internacionales? ¿Cual crees que sea el mejor recorrido para una película como El corral… hoy, con Internet como factor relevante?
No he logrado ninguna venta, eso me suena un poco utópico. Lo mejor que puede hacer una primera película es permitirte hacer una segunda, y eso se está dando. Pienso que hay gran potencial en las ventas por streaming, pero aún no está lo suficientemente desarrollado y difundido. Faltan plataformas nacionales, internaciones, pero creo que deberíamos apuntar a eso.
En Chile circula esta crítica: algunos cineastas latinoamericanos hacen películas para festivales internacionales, para complacer la culpa o el deseo de exotismo primermundista con cintas cargadas de cierta aura poética, críptica, etérea, y que los connacionales tal vez nunca aprecien o siquiera vean. ¿Existe en Bolivia ese cuestionamiento, y si existe, cómo lo enfrentas?
Yo no lo enfrento, yo soy el que hace ese cuestionamiento. Mi película cuestiona el cine exotista profundamente.
Bolivia puede parecer muy exótica al resto del mundo. No por eso vamos a dejar de filmar en Bolivia. El problema aparece cuando los cineastas bolivianos se ponen anteojos de turista y miran todo a través de esa mirada superficial, maravillándose con lo obvio. Eso es algo que he tratado de evitar a toda costa.
Competir
Ya que estás desarrollando una segunda película: ¿Te parecería importante construir este nuevo proyecto pensando que le pueda hacer cierta competencia a la oferta que ofrece la tradicional multisala, conectándote de alguna manera con la audiencia local, y así ganar terreno para el cine boliviano, o no es un tema significativo para tí por ahora?
Hubieron varias películas bolivianas muy buenas que además fueron éxitos de taquilla. Lamentablemente son de la época del celuloide, antes de la piratería, el Internet, la TV cable, etc. Yo creo que sería un error rendirnos de entrada ante la industria de Hollywood, pero también hay que ser realistas y saber donde estamos parados.
Yo sé que El corral y el viento no puede competir contra Star Wars. Me hacen gracia los intentos de hacer cine industrial en Bolivia. Resultan en unas películas-engendros, remedos ridículos de Hollywood que no funcionan ni aquí ni allá. Hay una frase famosa del veterano crítico de cine Pedro Susz: “Hacer cine en Bolivia es como armar un Concorde en un garaje“. Hay que entender esa frase en la época del celuloide. Pero sea como sea, un Concorde hecho en un garaje siempre resultará un remedo medio chistoso del original. En ese sentido, yo no apunto a armar concordes. Pero si me gusta la idea del garaje como taller. Un cine hecho a mano.