Por: Pablo Inostroza / 19 de febrero, 2012
La insistencia de Patricio Guzmán por la memoria necesitaba una reformulación, para no agotar los recursos históricos que nos contextualizan y nos salvan de convertir el pasado en un museo estéril y aséptico. Esta reinvención llegó de un modo enrevesado pero sumamente ingenioso, con esta película que hilvana diferentes pesquisas en el desierto de Atacama; un lugar esencialmente enigmático, que sirve como escenografía y pretexto para reunir a heterogéneos personajes que viven del pasado y desde sus cavilaciones nos explican las particularidades de sus búsquedas. Este motivo de vida, tan honestamente contrario a la ideología chilena del progreso que sobrepone el olvido para seguir fortaleciendo el modelo de desarrollo neoliberal, pone en tensión el mismo paso del tiempo y la forma en que habitamos un presente que físicamente no existe. Patricio Guzmán observa la distancia entre el cielo y el suelo con el asombro de un extranjero. Sabemos que es un director que gusta de poetizar las cosas sencillas. En “Nostalgia de la luz”, el paso del tiempo funciona como el hilo conductor que sutilmente concatena las experiencias y cosmovisiones de un astrónomo, un arqueólogo, un grupo de mujeres familiares de detenidos desaparecidos y dos ex prisioneros políticos.
Desde su poético título, esta obra tiene una presentación ambiciosa. La identidad autoral de Patricio Guzmán demuestra su reposada madurez y se conjuga con la vastedad de la pampa y los cielos del norte, resultando una película necesariamente multifacética, cuya atmósfera meditativa conduce a una introspección colectiva –si cabe- cruzada por aquellas grandes preguntas en torno a la historia y la existencia que sólo parecen surgir en profundidad gracias la distancia de la sociedad y su frenético ritmo. El gran valor de esta cinta es que no se enreda en la teorética elevada que aleja a la filosofía de las personas corrientes. Que el calcio de las estrellas sea el mismo de los huesos humanos, de los científicos que controlan los telescopios y de los detenidos desaparecidos a quienes buscan sus familiares, abre con sencillez una perspectiva universal sobre la deuda de nuestra comprensión de los crímenes políticos y las fisuras morales de una nación cínica.
Si bien ya habíamos visto la estética de solitud y desgaste de Atacama en piezas como “La sombra de don Roberto” (Juan Diego Spoerer y Håkan Engström, 2007), aquí el uso de las fotografías fijas, la reconstitución subjetiva de las experiencias de prisión política, y una muy idónea banda sonora original sitúan con pericia la majestuosidad del desierto en el terreno de la interrogación, con algunos abusos en los efectos de las transiciones, que sin embargo no opacan el resultado final: la obra más lúcida que Patricio Guzmán podría hacer en el siglo XXI para preguntarle a Chile sobre qué suelo cree estar caminando.