Por: Vittorio Farfán / 12 de Junio, 2015
Desde los más grandes autores, algo frecuente en el cine es la añoranza por nuestro pasado, casi convertido en una utopía de la memoria e incluso algo que intencionalmente ha sido deformado. A eso que se le suele llamar “nostalgia”, que es como brisa delicada que sopla en la cara mientras mantenemos los ojos cerrados, esos fantasmas que surgen añorando un pasado.
En “La once” es interesante como se representa este concepto de nostalgia. De alguna forma, no se establece una idea de nostalgia convencional, y tal vez esa era la intención. Tampoco habla de una realidad social conflictuada, aunque los personajes presentados han sido ya masticados por la televisión por medio de teleseries, matinales y ramplones programas de conversación. Tal vez el tiempo, y nuestra sociedad desde su lado más conservador, les ha dado ese puesto a lo que se suele llamar “tercera edad”.
“La once” es la historia de un grupo de amigas ya ancianas, que ejercen la tradición de juntarse una vez al mes a tomar el té. ¿De qué hablan? De su pasado, sus valores y sus prejuicios, dando escuetas reflexiones de su propio presente. Se ríen, comen, “pelan”, se dan “una mano de gato”, se despiden y hasta la siguiente once. Este ciclo, al parecer monótono, termina develando sentimientos de cada personaje: temores, inseguridades, ápices de la realidad, pero aun así no excento de “nostalgia”.
La cámara se concentra principalmente en ver sus rostros, en las cosas que se devoran, en las manos de sus empleadas recogiendo las sobras de aquel festín, en como hacen colectas para organizar algún paseo grupal, mientras detrás de ellas reposan bucólicos arreglos florales y cuadros de paisajes campestres. Esta estrategia de representación nos hace sentir que desde las visiones de estas señoras, de alguna forma el espacio de camaradería es un lugar de seguridad, y que “a pesar” de la capas de maquillaje, ellas se sienten en confianza y emergen nuevas capas, ya que se abren a la sinceridad desde este reducto que asumen propio y auto construido. Posiblemente las conversaciones triviales de estas mujeres tal vez no distan mucho formalmente que las realizadas por un grupo de hombres frente al fuego, en la feria dominical, preparándose para la salida al mar a pescar, o la de un grupo de profesores tomando café en un recreo de colegio. Todos ellos hablan de aparentes necesidades de sus propios grupos, y generalmente otros lugares ajenos al ahora. Aún así, la once con amigas es un lugar de resguardos, donde reina la confianza.
Ya sea por la formación de los personajes documentados, o por factores que nunca se abordan al interior del relato, los temas sociales estructurales y de fondo son mencionados anecdóticamente. La once, por muy intima que sea, construye distancias al interior de cada personaje y en una puesta en imágenes de un mundo muy particular de nuestra sociedad. Muchas de sus opiniones ya nos dan pequeñas señas de tendencias: ¿tal vez pertenecen a una generación que eso no debía ser?. Cuando Darwin visitó Chile, serían las mujeres de clases sociales altas aquellas que lo persiguieron. ¿Ellas habrían perseguido a Darwin cuando vino a Chile para “bautizarlo”?
La once puede robar sonrisas al generar empatía desde personajes entrañables y amistosos, amigables con sus penas y anécdotas. A alguien tal vez la conmueva, aunque siempre quedará un velo de distancia para llegar a ingresar completamente a ese mundo representado, ya sea por el recelo que ellas mismos tienen con sus propias penas, o tal vez por encontrarse tan presente en sus ojos este ritual de juntarse a tomar once como una forma de marcar el tiempo. ¿Es para esperar el fin?, ¿Es para ocuparse de algo antes de eso? La tesis que nos termina entregando este documental se hace cargo de esa una atmósfera de purgatorio enrarecido y feliz, con glaseados de colores, chispas de chocolate y tapaditos de jamón-palta.