Por: Elvira Marín / 29 de abril, 2019
Irónico, mordaz y lúdico, el músico Álvaro Peña se dirige al selecto público del Festival In-Edit 2019, para lanzar una provocadora frase: “ojalá me hubiese violado un cura, para así al menos poder haber ganado plata”, generando con ello las incómodas risas de los asistentes. Minutos antes, Peña relataba en el documental Álvaro: Rockstars don’t wet the bed (“Álvaro: Los rockstars no se mean en la cama”, Jorge Catoni, 2019) la serpenteante historia de su vida, tarea nada fácil de ejecutar dado que previamente se realizaron otros documentales sobre su figura, tales como Mire, pare, escuche (Lester Rojas, 2014), Álvaro de Valparaíso (Alejandra Fritis, 2009) o Full dedication (Jochen Hägle, Hans Kotter, Christian Zschammer, 2008). La carismática figura del mito fundacional del punk ha sido seductora para el cine: creó en los años ’70 la banda The 101ers, que también la integró Joe Strummer previo al nacimiento de The Clash. Grabó también curiosos discos como Drinking my own sperm (“Bebiendo mi propio semen”, 1977) o Repetitions kills (“La repetición mata”, 1982) en los que se adelanta a la música lo-fi y garage. Con estos antecedentes ya retratados en otras películas, ¿Qué novedoso podría mostrarse en este nuevo documental?
El director, Jorge Catoni, plantea un relato cinematográfico en torno a un sujeto despreciado por sus propios pares, debido a que no calza en ningún modelo establecido: los músicos chilenos exiliados en Europa le dan la espalda por no hacer “canción militante”, mientras que los rockeros chilenos lo reciben a escupitajos tras la caída de la dictadura. El rechazo a lo distinto convierte a Peña en un paria entre los “músicos chilenos” y un lastre inclasificable para los periodistas musicales, a los cuales les resulta más cómodo tildarlo como “distinto”, a poder comprenderlo como artista contracultural. Con estas tesis, la película traslada el relato biográfico de Álvaro Peña a una reflexión estética en torno a la violencia, narrando la violación de la que fue víctima a los 12 años, la pérdida de su nacionalidad chilena, el desprecio del público a sus discos, la indiferencia de la crítica, el desarraigo producto de su exilio en Inglaterra, la soledad y la pobreza. El peligro de centrarse en la caricatura del “alocado y excéntrico rockero” es rápidamente desechada por Catoni, al recabar testimonios en los cuales se relee un Peña desde el lugar que le corresponde dentro de la música popular, esto es, uno de los principales artistas de vanguardia de la segunda mitad del siglo XX. En el documental vemos a un artista en el ocaso de su vida, sin éxitos radiales, sin grandes ventas y sin cifras felices que reportar, pero que plantea una obra artesanal y autogestionada que deconstruye el sistema con su sola presencia.
En estos elementos gira la naturaleza del arte contemporáneo, en la cual el mismo protagonista del relato señala de manera cruda que “hay que abandonarlo todo” en el camino de la creación. Frase subversiva que no es una pose, ya que Peña no tiene autos ni bienes materiales, sino solo un puñado de discos manufacturados cuyas matrices planea lanzar al fondo de un lago, intentando con ello no trascender. De esta forma, el documental habla de las fragilidades de un sujeto solitario, tan solitario como muchos sujetos invisibles, y que con setenta y cuatro años constata en su propia biografía los embates de los horrores del siglo XX. Y así, el documental nos hace, a partir de la exposición del activismo, tomar posiciones frente a nuestras propias realidades en el mundo actual.
Un acierto es como la película retrata la manera en que Peña supo convertir sus fracasos en victorias, en virtudes sus horrores y en canciones sus lamentos. Esto le permite hablar sin imposturas con una garzona de la shopería santiaguina Torremolinos, pero también quebrarse en la intimidad de su hogar ante la melancolía del país perdido, luego de interpretar una melodía al piano. El documental tiene la sensibilidad de abarcar ambos mundos, el exterior y el interior, desde esta perspectiva en la cual se constata a un artista de vanguardia y de resistencia, pero que es también un sujeto frágil ante las condicionantes de una sociedad limitada y estrecha, donde el arte es el refugio en las soledades.
Álvaro: Rockstars don’t wet the bed tiene un preciso trabajo de archivo, empleado en sus diversas variantes, ya sea fotográfico, audiovisual u oral, saltándose el tan manido dispositivo de la ilustración literal. Documentos caseros en VHS alternados con el clásico A Valparaíso (Joris Ivens, 1963), establecen una operación visual lo-fi, desprendiéndose del peso que significaría una “narración cronológica de un personaje llamativo”, consiguiendo a partir de ello un tratamiento de gran valor formal, sensible y entrañable.
La figura del artista desplazado ya había sido abordada por Catoni en su documental El Parra menos Parra (Jorge Catoni, 2014) y en su debut audiovisual, Un Lugar (Jorge Catoni, 2012). En ambos films, la figura de la ciudad, los espacios claustrofóbicos y la palabra dicha, se convierten en una metáfora visual de artistas fuera del sistema, independientes y delirantes. Sin embargo, en Álvaro: Rockstars don’t wet the bed la capacidad poética del relato es aún mayor, permitiendo adentrarse en el desafío de establecer un marco representacional para las sociedades que desprecian la contracultura, a menos que esta sea rentable.
Desechando el canon del biopic sobre un “rockero chileno excéntrico”, este documental habla sobre nuestra sociedad contemporánea, concentrada de manera mucho más enfática en autovalidarse en una imagen virtual, que en ser sensible con las comunidades invisibles. La rabia latente es sensible con las posibilidades de leer la resistencia en cuanto gesto activo, y no como solo un discurso, lo que lleva a Álvaro Peña a conectarse con nuevas generaciones de músicos chilenos que lo revaloran desde el underground. Reconfortante documental es Álvaro: Rockstars don’t wet the bed, ya que se trata de una película fresca que detalla en un sujeto al cual le han pasado cosas, y por ende no tiene la necesidad de desplegar formalismos para camuflar el vacío del relato. Peña es un creador tan innovador como subjetivo, y la película es eficaz para adentrarse en su intimidad, siendo empática y testimonial en torno a una generación desplazada por las prácticas veleidosas del mercado.