Por: Vittorio Farfán / 02 de junio, 2019
Érase una vez en la cual todos los simpatizantes del cine hablábamos de Clint Eastwood con admiración. Era un cineasta y actor extraño, sobreviviente de la vieja tradición de hacer cine, una raza a la cual pertenecieron otros grandes, tales como el mítico John Huston. Más aventurero que cineastas, Eastwood era uno de los últimos sobrevivientes de la época gloriosa de la pradera. Con un cine clásico y conservador al cual podían atribuirse oscuras y densas lecturas sobre la condición humana, como en su película Unforgiven (Clint Eastwood, 1992) un western “post post” crepuscular, a la vez el último grito agónico de un género fundacional del cine americano, en el cual se comenzó a ver un Eastwood presentándose, a sus entonces 62 años, como un potente director.
De toda esa tracalada de filmes que realizó durante estos años, existen dos sobre la batalla de Iwo Jima, un acontecimiento histórico enmarcado en la Segunda guerra mundial, y considerado el episodio bélico más sangriento que se conozca, en la cual se enfrentaron las fuerzas armadas de los Estados Unidos y las del Imperio japonés. Estos dos filmes no solo están divididos por el lado del frente de guerra desde el cual se está relatando la historia, sino que cada uno aborda un problema totalmente distinto a partir de dos claros referentes. La conquista del Honor (Clint Eastwood, 2006) es un filme totalmente influenciado por la obra del clásico John Ford, mientras que en Cartas desde Iwo Jima (Clint Eastwood, 2006) se acerca a la caricatura del cineasta japonés Akira Kurosawa.
En La conquista del Honor se plantea un filme en el cual la concepción política del mundo la otorgan los actos particulares de la sociedad. Esto se ejemplifica al plantear la historia detrás de la icónica fotografía de Joe Rosenthal, en la cual se ve a un grupo de soldados alzando la bandera norteamericana en Iwo Jima. Eastwood construye en ella el retrato de una mentira, partiendo con un hecho objetivo que será el hilo conductor, construyendo un relato que se ubica detrás de la historia real, emergiendo con ello una idea abstracta de la “verdad escondida” tras la imagen. La película se concentra en torno a los protagonista de esta fotografía, situándolos frente a la concepción política de la historia. Éstos son enviados a un lugar exótico a pelear en contra de enemigos que los ven casi como seres de otro planeta, y donde Estados Unidos se esforzará en el comienzo de su estrategia propagandista por no retratar la masacre de la guerra ni la lucha de sus principales oponentes, Alemania y Japón. Así, la estrategia para reclutar y recaudar fondos se concentró en un llamado al patriotismo, lo cual implica lavar la imagen e incluso los fines de por qué se participaba en esta guerra. Es allí donde comienza un hecho muy contemporáneo, la publicidad como una forma de hacer política desde y para el mercado. De esto proviene mitificar la ficción como “verdad”, entendiendo la ficción como una de las formas que tienen las personas para poder sublimar sus utopías. Los mercados aprendieron este juego suponiéndolos como una liberación de los totalitarismos, y por ende crean un régimen de mejores necesidades disponibles por dinero. Soberanías individuales que los norteamericanos adoptan creyendo que mercado y libertad son sinónimos.
Existe un doble discurso del propio director en La conquista del Honor, y que tal vez ni siquiera lo cuestione como algo crítico. Expone a sus personajes como víctimas de estos hechos políticos, describiendo la gran desilusión que significa conocer la guerra desde “atrás de la cortina”, donde la recreada festividad de los soldados americanos oculta dramas como los cuerpos de sus hijos flotando en mares al otro lado del mundo. La imagen publicitaria les hacía creer a todos los norteamericanos que sus tropas solo avanzaban, pero Eastwood aborda esto desde distintos personajes a los cuales los encasilla puntualmente en tres perfiles, arquetipos de personas que enfrentan la situación de víctimas conducidas a un fin camuflado de gloria, justificando con sus conflictos internos el tener que participar en esta gran farsa, citando al western más puro y clásico, donde el oportunista, el ancestral corrompido, el temerario equilibrado, presentan valores legítimos en un determinado orden social. Al verlos como víctimas, la película ejerce una contraparte que justifica toda esta maquinación, haciéndolos vivir con desagrado su complicidad de ser un ladrillo de hule que compone los cimientos que mantienen en pie una nación.
En el caso de Cartas desde Iwo Jima, la posición política de los personajes cumple una función más prejuiciosa, en la cual el director construye una fábula de honor en torno a un grupo de sujetos que al morir en la guerra cumplen el mayor acto de honor posible, algo que tiene como filosofía de vida el pueblo nipón. A diferencia de la otra película, nos concentramos en la historia de arquetipos desde estratos militares: el sabio veterano, el héroe de la patria y el obrero. Ellos son presentados como si tuviesen una frase escrita en sus frentes “luchar para que sus hijos y los hijos de sus hijos vivan un día más”. De alguna forma estos personajes empiezan a cuestionar el patriotismo e imperialismo, su supuesta moral y ética de guerra nos hacen olvidar que se está hablando de aliados de los nazis, e Eastwood los muestra como hormigas alineadas en torno a un fin, diferenciándolos como humanos cargados de frustración dubitativos de esa especia de axioma que tenían como norte patriótico moral. Es interesante como presenta al personaje del general Tadamichi Kuribayashi, estableciendo un juego de mestizaje debido su formación que mezcla castas militares con una mirada occidental. En esta película el tema político se maneja lejos de los estratos de Estado, ya que se los muestra como si estuvieran en una etapa medieval, concentrándose en buscar un verdadero sentimiento de vivir la derrota. Incluso este filme parece centrarse en añorar el honor de vivir la guerra.
El cine admirado de Clint Eastwood tiene un discurso de ambivalencias. Sus personajes americanos viven la guerra como víctimas que ganan, mientras que los orientales son nobles hombres que se inmolan por su patria. Ambos bandos están en un lugar por razones similares, enviados para cuidar las soberanías políticas de quienes son regidos. Por otro lado parece ser un creyente de que no hay que arrepentirse de nada: todos volveremos al mar a perdernos como un recuerdo, mar más grande que ese suelo muerto en medio del océano Pacífico.