Por: Vittorio Farfán / 27 de marzo, 2019
Se podría elaborar la idea que el mundo del animé proviene en gran medida de los delirios del pintor Hokusai, aquel cuya “juguera mental” legó parte importante de los imaginarios visuales que occidente relaciona, hasta hoy, con Japón. A partir de tentáculos, explosiones de muchos megatones y erupciones volcánicas, en su obra se construye la misma atmósfera fetichista que caracteriza al animé, incluso teniendo la oportunidad de abusar con la forma en cada fotograma que permite la animación.
Uno de los pioneros en fabular delirantes apocalipsis de este género ha sido el cineasta Gō Nagai, recordado por la serie Mazinger Z, de 1972. Resulta difícil imaginar la gonorrea mental que significó en esos años ver por televisión a un robot gigante, peleando contra bichos de extrañas formas y enemigos tan visualmente ambiguos, una “volada punk” post expresionismo alemán que también está presente en las primeras ediciones de su manga Devilman,iniciado ese mismo año. Ambas obras se conviertieron en verdaderas escuelas del trazo tosco y del arte de animar imagenes fijas a gran velocidad en capítulo de sólo 20 minutos. El imaginario de Nagai fue una importante influencia para la creación de obras posteriores, principalmente en los años ochenta y noventa, las cuales profetizaban la total aniquilación de la civilización, entre las cuales destaca Neon Genesis Evangelion (Hideaki Anno, 1995).
Devilman Crybaby es una adaptación realizada 40 años después del cómic original de Nagai, esta vez convertido en una serie para la plataforma Netflix que tiene claro que está abordando un drama épico construido a partir de arquetipos convencionales. La trama gira en torno a un nuevo héroe, que es el resultado de la mezcla entre dos castas en conflicto. Éste baja a un inframundo, donde logra encontrar el motivo que implicará afrontar su gran conflicto existencial. Más allá de la violencia, el erotismo y todo aquello que se le tiende a criticar a este tipo de series, Devilman Crybaby se enfoca a un público adolescente, planteando como tema las crisis de identidad en el marco de un mundo violento y en la total decadencia de occidente. Al igual que Akira, animé ícono de los años ochenta, Devilman Crybaby inicia con la figura del rostro de un niño sonriente, cuya vida comienza a apaciguar la inocencia hasta llenar de sangre amarilla sus ahora garras.
En Devilman Crybaby, la violencia tiene tanto valor como razón estética, introduciendo un mundo que homenajea el formato del trazo barato, al igual que en series como Robotech y sus escenas de batallas. La función arquetípica de los personajes bordea lo clásico, pero aún así, es muy interesante como los desarrollan en el mundo contemporáneo, usando elementos culturales como el rap, sin caer en tentaciones “turísticas” del formato serie. En los primeros cuatro capítulos, al estar frente a un uso clásico de la trama, todo apunta a jugar con la presentación de personajes secundarios, y así no fracturar el eje principal. Finalmente, la serie nos traslada a un drama de connotaciones épicas, con un montaje sutil que sugiere el conflicto personal del protagonista tanto como el de diversos personajes que lo acompañan, volcándose hacia una historia sobre la total destrucción-traición del mundo moderno. La narración plantea la idea de un protagonista que avanza equilibrándose entre los conflictos de una revolución, la cual es paralelamente interior y exterior.
La obra original de Gō Nagai se caracteriza por plantear cuestionamientos duales con sus personajes, esto es, seres comunes que adquieren un gran poder. Sin embargo, nunca estuvo clara la verdadera intención con la que adquieren estos dones, los cuales surgen tanto desde un accidente del universo o a partir del origen celestial de este evento, donde el elemento común es más bien la forma en que priorizan la idea de bien común. De acuerdo a esto, se plantea una analogía entre los demonios, quienes desde una “biología de lo primitivo”, permiten forzar la aparición de instintos básicos en que lo humano es una réplica de lo celestial, pero con la inconsciencia que devela un demonio aún más primitivo, que expone el reinado de la razón como si ésta tuviese también un origen celestial.
Algo característico del cine oriental es el planteamiento de narrativas exóticas a los ojos occidentales. Culturalmente, puede ser que los orientales alguna vez experimentaron inocentemente los cotidianos expuestos en estas obras, “sabores distintos” que nosotros adjetivamos como vanguardia. Lo que impresiona en Devilman Crybaby, es su fiel relato visual de los años ‘70, cargado de elementos vanguardistas que cuarenta años después siguen apareciendo en el cine occidental a modo de referente.
La serie habla de una revolución o de una nueva era, destacando en ello la búsqueda por una narrativa que se aborda desde la visualidad, mayoritariamente de origen impresionista, sin ser tan tácito y secuencial. Todo lo expuesto, ya sea en sonidos o imágenes, cumple una función poética que permite la posición reflexiva del público, desplazando la clásica figura narrativa de los buenos y los malos.
Devilman Crybaby sirve muy bien como serie-filme para introducirse en el mundo del animé, cumpliendo con el placer visual y narrativo que acostumbra el buen cine. Los juegos visuales pesadillezcos y los universos invertidos remiten al cine de horror en películas tales como Kwaidan (Masaki Kobayashi, 1964) y la línea de fetichismos visuales que permiten hablar de un “horror surrealista”, fuertemente conectado con temores primitivos dados por la oscuridad y por seres que no miran como uno. Ante los ojos de una prejuiciosa y simple primera lectura, el universo del animé desde filmes como Urotsukidōji son meramente incoherentes batallas de violencia pornográfica y toneladas de cosas locas. Una segunda mirada, permitirá reconocer en obras como Devilman Crybaby la sofisticación de la cultura visual contemporánea.