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Artículos / Estudios de Autor Colaboraciones Especial: 90 años de Pasolini

Porcile

Por: Ximena Martínez / 27 de mayo, 2012 / Publicado originalmente en Revista Nuestro Cine, Nº 90, en octubre, 1969.

Quizá no exista hoy en el mundo un realizador con menos pudor que Pier Paolo Pasolini. Esto podría ser grave si se tratase de un creador poco inteligente, o de un hombre dominado por temas más o menos clínicos o marginales. Como esto no sucede, y Pasolini es, a un tiempo, un ser desnudo y significativo, una artística combinación de la exploración intimista y la delirante extroversión, los resultados últimos son siempre de extraordinario interés. Pasolini, en definitiva, mantiene ante la pantalla una actitud análoga a la que pudiera sostener el más liberado de los poetas ante sus cuartillas; sólo que las características específicas de la creación cinematográfica y su contemplación colectiva por indiscriminados espectadores, confieren automáticamente a sus films una aparente carga de exhibicionismo, de narcisista autoexploración.

Me pregunto yo si Pasolini no estará, simplemente, poniendo en cuestión la relación tipo que suele existir entre los realizadores y sus películas. Evidenciando, dicho en otras palabras, su superficialidad. Si las películas, en los casos del “cine de autor”, son una mediación entre el autor y el espectador, un lenguaje con sus propias leyes y referencias, diríamos que en Pasolini las películas y el autor son una misma cosa o un deliberado intento de serlo.

Las argumentaciones ideológicas o políticas, la visión de los procesos sociales, el examen de una situación y de unos personajes, el juego de símbolos, se integran dentro de un cauce angustiosamente íntimo. Lo pasoliniano de los films de Pasolini no está en las historias y en el modo de concretarlas cinematográficamente, sino en una crispación particular, en un humorismo que influye orgánicamente de un extremo a otro del film. Organicidad que, a mi modo de ver, es la clave de la mayor parte de los ataques –de una terminología significativamente “física”, llena de palabras que aluden a una agresión “corporal”, saltando de la crítica de su obra a la aniquilación real de su persona–  y de las aceptaciones del cine de Pasolini. Confieso que, frente a tanto falso pudor, a tanto cine de autor enmascarado, a tanto rutinarismo y a tanta reiteración intelectual, el intento de Pasolini por comunicar lo que él realmente es, me parece siempre asombroso. Su discurso se me aparece como una expresión poética total de una existencia humana.

Parece bastante explicable que, sobre tales supuestos, en el cine de Pasolini suela haber un desnivel entre sus ideas y sus ideas cinematográficas. Todo el sistema de ideas y reflejos, condicionados por la historia del lenguaje cinematográfico, que actúan sobre nosotros en tanto que espectadores, son siempre vulnerados por Pasolini, en la medida en que las razones de su lenguaje están únicamente remitidas a su capacidad poética, a su fulgurante y posible poder de autoaprensión, como ocurre con algunos versos.

Este sería, en definitiva, el sustrato de “Porcile”, el último documento poético sobre sí mismo de Pasolini. Autoexploración que, como ya es habitual en este autor, no conduce a ninguna, abstracción espacio-temporal, si no al examen vivencial del espacio y el tiempo, de la sociedad y el momento, en que el poeta verifica su existencia. Esta constante relación entre el drama existencial del hombre Pasolini y el drama social de su mundo, sería el punto clave y artísticamente salvador de su aparente narcisismo. Por que Pasolini, al hablar de si mismo, consigue dar un documento de su sociedad y de su época, y su agonía personal no es otra cosa que el método poético de que se vale para documentar la agonía de su civilización, de nuestra civilización.

Hubo un tiempo en el que Pasolini era definido, sin más, como un marxista. Eran los dorados años del esquematismo y de la división del mundo en dos nítidas mitades. Pasolini es hoy una expresión exacta de lo lejos que quedaron aquellos optimismos, del elementalismo que hubo en aquella visión del proceso acelerado y feliz de la historia.

Su desgarramiento actual, su desesperado anarquismo, es quizá el fruto lógico y amargo de aquellos optimismos.

En «El evangelio según Mateo», Pasolini pretendía atacar al capitalismo a través del mensaje social de la religión de los capitalistas.

Juan XXIII había puesto en marcha la iluminación de las contradicciones sociales de la Iglesia, y Pasolini pensó que, en vez de citar textos de “la izquierda”, de dudosa eficacia, dados los prejuicios defensivos alzados por el capitalismo, lo mejor era valerse del propio Evangelio y mostrar, a través de una respetuosa versión, hasta qué punto éste estaba en contra del pensamiento y la organización social de aquél. Es decir, de nuestra organización social.

Pasolini se unía así a los nuevos diálogos, hablando de los demás, diluyéndose él mismo tras lo que consideraba una importante coyuntura histórica.

Desde entonces no ha hecho más que ir poniéndose él como creciente protagonista de sus films. En el «Edipo Rey» (1967), nos encontramos ya con un Pasolini desencantado, para quien no tiene sentido el proceso inmediato de la historia. Edipo es convocado por que también él fue inocente y , sin embargo, asesino a su padre y esposo de su madre; situación que Pasolini asocia con la de tantos inocentes, y , sin embargo, protagonistas de la agonía cultural, y, quizá, atómica de nuestra civilización. Freud es el otro convocado, tanto por su imagen represiva de la civilización, como por su atención a la vida latente de las frustraciones. El hombre moderno, nueva imagen de Edipo, andaría preguntándose si era justa su ceguera, si eran justos los dolores que le envolvían, entre una masa de insensibles transeúntes, enajenados. “Teorema” (1968) reincidía en la presentación de un mundo que hubiese perdido su rumbo. El “invitado”, del que se enamoraban todos los personajes del film, no hacía más que revelar ese estado. Igual que a Edipo, que se creía seguro e inocente, le descubría Tiresias la situación en la que realmente vivía, así a los personajes de “Teorema” les mostraba el “invitado” –a través de una simbología erótica, totalmente pasoliniana, pero anécdotica, secundaria hasta cierto punto– su inmóvil soledad. Pasada la plenitud de la relación con este interpuesto personaje, todos tomaban conciencia del vacío en que vivían.

En “Porcile” ya no existe lucha ninguna. El protagonista –o mejor, los dos protagonistas paralelos– ya no necesita que llegue Tiresias o se marche el “invitado” para conocer su miserable situación. Está allí, desde la primera imagen, desesperado, buscando una casualidad coherente, una relación entre las personas y los hechos, que le resulte aceptable. De un lado vemos a un extraño salteador de caminos, perdido en la ya habitual geografía del otro, desértica del mundo pasoliniano, tal vez en el sitio exacto en que gritaba el angustiado industrial, desenajenado de “Teorema”; del otro, a un hijo de rica familia alemana, destinado a continuar los actos y negocios de la casa, a perpetuar su filosofía, a quien acabarán devorando los cerdos. Uno y otro expresan la rebeldía en dos grados, distintos. Para el primero, la marginación se ha resuelto en una lucha contra la sociedad, representada por los caminantes, a los que asalta, mata y devora. Para el segundo, la rebeldía no se expresa –como en el primero – en una lucha abierta, sino en una resistencia pasiva e infinita. Si el primero (Pierre Clementi) busca el combate abierto, en la antropofagia real, un modo angustioso de “evidenciar” la realidad, de poner al descubierto todo el odio y la violencia que ordenan el mundo desde la penumbra, el segundo (Jean Pierre Léaud) intenta, simplemente, escapar y esconderse, evitar el ser manipulado por ese seudo-orden.

En el fondo, las dos actitudes son repudiadas por la “sociedad establecida” con la misma ferocidad.El revolucionario y el marginado serán igualmente destruidos, con la diferencia de que el primero alcanzará a ver el horror y a tomar conciencia de su existencia en él, mientras que el segundo, entre las máximas falsamente morales de una acomodada familia industrial, morirá sin saber apenas que existe, devorado por los cerdos de una simbólica pocilga.

La primera historia transcurrirá en un desierto, con intemporales personajes, engendrados en los sueños y las oscuras relaciones que un hombre moderno establece entre el horror y la abstracta iconografía de los “tiempos antiguos”; la segunda historia sucede en la Alemania Occidental, tomada por Pasolini como la encarnación europea de la nueva saciedad de consumo. Sobre las viejas tierras hitlerianas, entre algunos que fueran colaboradores del Führer, renace la lucha económica, que nos recuerda aquel pensamiento brechtiano sobre el fascismo como forma extrema del capitalismo.

La película tiene varios operadores y ha sido rodada en etapas discontinuas. Según explicaba Baldi, el productor del film, Pasolini se dejó guiar como nunca de una creación casi paralela al rodaje. Partiendo de un esquema, la película avanzó o se paralizó según las necesidades de Pasolini, viniendo así a subrayar “Porcile” esa relación orgánica ya apuntada existente entre el realizador y sus películas.

“Porcile”, quizá en parte por estos elementos de rodaje, quizá también porque ha querido ir con sus símbolos demasiado lejos, es, entre las últimas, la película de Pasolini que más ha decepcionado a la mayor parte de sus espectadores. Esto tiene  una explicación, a mi modo de ver, bastante lógica.

“Porcile” es la menos refinada de las últimas películas de Pasolini, la de una imagen menos cuidada,  en perjuicio notorio del autor, cuya poética forma parte muy esencial  ese refinamiento agónico en el lenguaje. Por otra parte, los símbolos son siempre difíciles, y Pasolini ha mezclado intuición y lógica, sugerencia y significación precisa, en forma no siempre convincente. El discurso político y el poético se dirían un tanto desparejados, como si cada uno pugnase por su cuenta.

La historia “moderna”, llena de reminiscencias formales godardianas –esos largos diálogos desprovistos de cualquier conexión con la acción inmediata de los personajes– , y del farisismo negro a lo Ferreri –intérprete, por cierto, de uno de los personajes del film–, resulta, como análisis sociopolítico y como acción dramática, demasiado gratuita, falta de una poética que dé claridad y verdad al discurso ideológico.

“Porcile”, en última instancia, podría definirse como un film fundamental en la meditación pasoliniana, una interesante afirmación de su actual visión de nuestra civilización antropofágica, que, en el orden de los resultados artísticos obtenidos, acusa, tanto a nivel de guión como de realización, una serie de limitaciones retóricas que no existían en las películas inmediatamente anteriores del mismo realizador.

J. M.

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