Por: Hans Lukacs / 07 de octubre, 2012
La proyección de «La noche de Enfrente» en el Festival de Cine de Valdivia no podía ser más sui géneris: a las 11:30 horas, con una sala sin las grandes masas de otras funciones, y con la proyección sorpresa de «Ahora te vamos a llamar hermano», pequeña película realizada por Ruiz en los añejos años de la unidad Popular.
Ver «La noche de Enfrente» no puede estar, para nosotros, sino bañada en prejuicios: un cineasta fundacional, influyente y que nos lega una especie de testamento audiovisual, la «última película» o su «película póstuma», como los lugares comunes. Sin dudas, ésta no es su obra más brillante, pero aún así no deja de brillar en un opaco panorama que permea la perspectiva en torno al carácter del cine en tiempos modernos. Para enteder «La noche de enfrente» es importante entender su contexto: la absoluta conciencia de ser la -posiblemente- última película que realizara un autor dirige permanentemente la mirada hacia un tema que pareció obsesionar a Ruiz durante toda su filmografía, como son los muertos. Los muertos como presencias, ausencias, relatos, voces, legados, espacios, miradas, sensaciones, oscuridades y luces. La muerte como el pequeño espacio irónico donde la vida deja de mirarse a si misma como un producto o un despojo.
Si nos acercáramos al lugar común favorito de ciertos críticos, sería relativamente sencillo hablar de lo «póstumo», de la «muerte» y de la «despedida». Nada de ello hay en esta película, crisol de varias obsesiones ruizianas a lo largo de sus obras. Desde las casas añejas plagadas de detalles como en «El Tango del Viudo», los diálogos laberínticos (y etílicos) de «Tres Tristes Tigres», los fantasmas de «La Expropiación», el totalitarismo de «El paraíso perdido», la obsesión paterna por el mar de «Tres coronas del marinero»…todo parece ser un retorno, estilizado y formalista, de todas aquellas viejas temáticas trazadas a lo largo de casi cincuenta años de obra cuestionadora, sarcástica, provocadora. En esta linea, no es menor la similitud en cuanto a tono que adquiere el film con las últimas películas de Carl Dreyer: el sujeto pasa a ser el articulador del espacio y el tiempo, siendo el encuadre la llave para proponer perspectivas que propugnan una constante alegoría del tiempo como un retorno.
Nuevos séquitos de Salieris han re descubierto una obra que para algún descuidado se encuentra en un pequeño compendio llamado «La noche de enfrente». Un anciano se apresta a jubilar y paralelamente comenzar a despedirse dialogando con su vida. Nada es ahora y todo es pasado, incluyendo los curiosos chroma key que resuelven la fantasía material de un tiempo que oscila entre la vida y la nada, haciéndose palabra para desaparecer entre los seres muertos. Este anciano dialoga sin prejuicios con músicos muertos, escritores muertos, poetas muertos. Asiste a las clases de infancia donde está prohibido abrir los ojos, de la misma manera en que ahora los jóvenes los cierran en el aula por voluntad propia. Es una reflexión que nada tiene que ver con la nostalgia de partir, menos con discursos póstumos que el propio Ruiz se encarga de desacralizar constantemente, riéndose de ellos.
Son casi dos horas de película, que perfectamente podrían haber sido noventa minutos, pero pareciera que las delicias formales de Ruiz terminaron por seducir una trama que oscila y se extiende más allá de su propio sustento, lo que resta más que suma a una pieza, por cierto, relevante dentro del panorama fílmico nacional. ¿En que se diferencia? en su preocupación por el entorno, la sensibilidad por el sentido de lo colectivo de la historia, los hilos invisibles del entramado humano y la soledad de quien muere sin saberlo. Una gran actuación de Sergio Hernández (el mismo de «Diálogo de Exiliados», por cierto) otorga un retrato de chilenidad que no aparece en películas contemporáneas. Algo que suele ser usual: los viejos son más jóvenes que los mismos jóvenes.