Por: Luis Horta C. / 19 de Agosto, 2017
El 19 de Agosto de 2011 muere Raúl Ruiz, uno de los mayores cineastas chilenos. En esa época, desde la Cineteca de la Universidad de Chile realizábamos una retrospectiva de su obra menos conocida, así como le dedicábamos el Primer Dossier especial de la revista Séptimo Arte.
Hoy recordamos a nuestro gran cineasta liberando el cuento «El Gran mentiroso», escrito por Victor Hugo Ortega, uno de los autores independientes de mayor reconocimiento en la actualidad, y el cual está dedicado al cineasta Raúl Ruiz.
Originario del mítico Malloco, Ortega ha editado sus libros «Al Pacino estuvo en Malloco» (2012), «Elogio del Maracanazo» (2013) y «Las Canciones que mi madre me enseñó» (2016). Su obra se caracteriza por abordar los pequeños núcleos humanos establecidos en la provincia, la palabra, los refugios y el fútbol. Esto no es muy lejano a las películas más melancólicas de Ruiz, evidenciándose como una fuerte influencia en su narrativa.
A continuación, puedes leer el texto íntegro.
EL GRAN MENTIROSO
A Raúl Ruiz
El gran mentiroso era un gran anfitrión. Ante nuestras quejas y rostros sudorosos, nos sirvió té helado y nos habló del calor en Chile, en México y en España. La comparación amable tenía el objetivo de hacernos pensar que deberíamos estar agradecidos. Eso creímos Andrés y yo, mientras nos miramos el signo de interrogación que tenía cada uno sobre la cabeza. Estábamos nerviosos. Muy nerviosos.
Fue una diminuta sonrisa, qué digo diminuta, apenas un esbozo de sonrisa lo que nos dejó claro que era una de sus bromas sutiles con efecto retardado, la especialidad de la casa. Hay que masticarlas bien para reír. Éramos dos hombres convertidos en niños por un mago elegante de bigotes blancos. Rostro de cansancio y de curiosidad. Miradas listas para jugar y comenzar el intercambio de divagaciones entre un tierno embaucador y dos inocentes preguntones.
El gran mentiroso era un gran educado. Nos dijo que en los setenta él se preguntaba ¿quién tiene las armas? Y nos dijo que eso mismo se preguntaban los otros, que eran sus amigos, aunque no tanto.
Le pregunté al gran mentiroso por esa carta que le había escrito meses atrás, y que se la pasé personalmente cuando tomaba un vino con un tipo rapado al cero, en el bar Normandie de Providencia. Me respondió que la carta estaba allí, en el mismo bolsillo donde la había dejado cuando se la entregué. Y que nunca más había vuelto a ocupar ese traje, pero la carta estaba allí. A salvo. Yo lo miré serio y él levantó las cejas, al mismo tiempo que hacía chocar los dedos de ambas manos con total relajo, preparado para más preguntas.
El gran mentiroso nos contó una historia. Una vez estaba él en la terraza de su casa en la calle Huelén, y un auto quedó en pana. El conductor se bajó y le pidió ayuda. Y él fue a ver en qué podía ayudar. De copiloto iba una mujer con una guagua. La radio del auto estaba encendida. Otro hombre se acercó a ofrecer ayuda también. El conductor le pidió a este que se pusiera al volante, mientras él junto al gran mentiroso empujaban.
Empujaron hasta que el motor encendió y el auto arrancó y se fue. El gran mentiroso y el hombre se quedaron mirando unos segundos en la calle, y como si nada, resolvieron ir a tomarse un vino. Yo miré fijo al gran mentiroso con mi vaso de té helado en la mano. ¿Y la mujer con la guagua?, pregunté. Él me miró con cara de «no es mi problema». Miré a Andrés y ahora tenía dos signos de interrogación sobre su cabeza. Supuse que yo también.
El gran mentiroso me preguntó por mi pueblo. Le conté algunas cosas de mi madre, de los árboles, de amores y desamores, de frutas y verduras, de perros maleteros y de caminos para andar en bicicleta. Me preguntó sobre los cantantes del pueblo. Le conté que conocía a un par. Me gustan los cantantes de pueblo y los festivales musicales de pueblo, nos dijo.
El gran mentiroso siguió: una vez fui a un festival de la voz a un pueblo que está a una hora de Santiago. Andrés y yo parecíamos estar en una sala de cine, sentados uno al lado del otro, mirando una película que se trataba de un hombre que nos contaba una película. Los niños en este pueblo tenían la costumbre de lanzar challas. La historia avanzó y aunque hubo muchas partes que no entendimos, nos gustó el final, que decía que los niños le tiraron al gran mentiroso un puñado de challas y quedó ciego, según él, por una semana.
Este cuento pertenece al libro “Las canciones que mi madre me enseñó”, de Víctor Hugo Ortega.