Por: Elvira Marín / 29 de marzo, 2019
Leaving Neverland (Dan Reed, 2019), polémico y mediático documental recientemente estrenado en el Festival de Sundance, gira en torno a los testimonios de Wade Robson y James Safechuck, quienes con lujo de detalles exponen las formas en que fueron vejados sexualmente cuando niños por el cantante pop Michael Jackson, de quien precisamente se cumplen diez años de su muerte. Con ambos testimonios, emerge la tensión en las perspectivas del verosímil en el lenguaje cinematográfico, ya que Reed opta por transformar este relato en un espectáculo visual dado por la monumentalidad de la película y por el dispositivo fílmico de la fotografía. Una aparente sobriedad de registro, es en realidad una cuidada puesta en imagenes con tres cámaras que buscan ángulos diversos y aumentan el dinamismo en el montaje, trocando con ello el drama expuesto por una operación formal. Para acentuar estos testimonios, Reed juega con la violencia de la palabra dicha, generando un campo de ambigüedad entre el testimonio y la construcción del relato cinematográfico que tensiona, precisamente, las relaciones entre obra y dispositivo. Es acá donde debiesen surgir los cuestionamientos cinematográficos que permiten repensar una obra como Leaving Neverland. ¿Es, en rigor, una película documental?
Para Reed, la imagen documental se constituye en un aparente “discurso de lo real”, donde la operación testimonial debiese superponerse a la forma. Sin embargo, tras el aparente minimalismo con el que intenta establecer como estilo, surgen operaciones que van en dirección opuesta a esta aparente aproximación inicial. El montaje televisivo y la fotografía publicitaria se encaminan en la producción de un producto de mercado, mientras que el uso de archivos videográficos y fotográficos de los entrevistados, están colocados como mecanismos meramente ilustrativos en torno a la cercanía que en la infancia tuvieron los entrevistados con el músico. Con estos recursos, Reed establece una vinculación superficial entre materialidad y memoria, como si la imagen de archivo o la oralidad fuesen una forma de validación objetiva de la realidad. Sin embargo, Leaving Neverland tampoco es un reportaje periodístico, ya que prescinde de fuentes, es parcial y mucha información enunciada no es corroborada.
Por una parte, abordar la figura del ídolo oscurecido en la pederastia, la leyenda de la cultura pop cuya doble vida lo transforma en ícono de la vileza contemporánea, significa también volver a abordar las prácticas culturales de una comunidad tan fracturada como hedonista, tal como es la sociedad norteamericana. Por otra parte, de esta cuna del capitalismo desbordado emerge una película que, de manera inconsciente, propone el relato de una comunidad de sujetos grises, sociedades entregadas a la ilusión del éxito y el mercado, en la que se normalizan figuras tan violentas como aquellas en que los padres permiten que sus hijos pasen la noche con su ídolo. Las ventas multimillonarias, la fama y los lujos excéntricos de Michael Jackson interactúan con la pornografía verbal de los entrevistados, herramienta expositiva que permitiría denunciar las aberraciones de un artista, pero de manera subyacente establecer cuáles son los contextos culturales, políticos y sociales del mundo moderno. Es así como la tensión entre imagen y realidad objetiva parece difuminada en un documental que, en cuanto confesionario, espectaculariza la intimidad en sus más violentas manifestaciones.
Jackson, que aún fallecido sigue generando riqueza para las empresas que explotan su música, nunca fue procesado y culpado en vida, aun cuando existieron numerosas causas e investigaciones sobre los temas señalados, sembrando así el manto de la duda en sus conductas. Con el estreno de la película, ya han surgido teorías a favor y en contra, alimentando la banalización de estos temas en un espacio público que, para Reed, parece ser el único campo de batalla legítimo y digno de disputarse. Así, el motivo relevante en un documental de estas características termina siendo, curiosamente, una reflexión sobre la condición humana, precisamente por las decisiones estéticas por las que opta el director, que develan de manera precisa de entender el drama de las comunidades contemporáneas: sin espectáculo, no es legítimo. Mucho más cercano al lenguaje televisivo que al cine político, los elementos gráficos e ilustrativos se convierten en exposición morbosa, cuya apariencia de objetividad es permeada habitualmente por la disposición de los recursos señalados.
La literalidad con la que opera el documental termina por anular las posibilidades del lenguaje cinematográfico, y desecha la oportunidad de crear una película que, desde el mismo interior de la industria, denuncie a la propia industria musical, a la justicia norteamericana o al capitalismo desbordado. Lejos de la sensibilidad que poseen brillantes documentales testimoniales, como Shoah (Claude Lanzmann, 1985) o nuestro cercano No es hora de llorar (Pedro Chaskel y Luis Alberto Sanz, 1971), Leaving Neverland opta por el sentido contrario a la fidelización, convirtiéndose en una película extremadamente débil desde el punto de vista cinematográfico, pero con el valor de ser un interesante documento sociológico sobre la “era del vacío”, y que independiente del realismo o las rupturas que pueda interponer, abordar las perspectivas de una comunidad hundida en sus propias miserias.
Las mega empresas que se encuentran detrás de la producción de esta película, tales como HBO y Channel 4, recogerán igualmente las ganancias de una obra que está más cerca de ser un producto comercial que una obra cinematográfica per se. Es aún más cuestionable que bajo la apariencia de la denuncia a la pedofilia, se emplee este tema para generar un “post- star system”, en el cual se consume morbo, polémica, miseria y decadencia humana, resultando tendencioso que la verosimilitud de los heridos esté puesta al servicio de la usura propia del modelo industrial norteamericano. Leaving Neverland resulta así una película limitada, que difícilmente cumple el propósito político de denunciar, pero que veladamente se transforma en una obra rescatable desde el punto de vista del análisis cultural de la sociedad norteamericana, en el cual la construcción de figuras de poder establecidos desde la imagen abre una serie de perspectivas que resultan más interesantes para reflexionar.