Por: Vittorio Farfán / 28 de abril, 2019
Cuando éramos adolescentes, vivíamos de mitos más que de realidades. La información de las bandas musicales que nos gustaban llegaba en magazines extranjeros, mientras que en Chile los medios de comunicación masivos se encargaban de satanizarlos. Algunos dicen que vivimos la era del cierre del rock, ya que las grandes bandas estaban bajando sus persianas, mientras que otras nuevas se prostituían visualmente. Extrañamente, algunas bandas quisieron venir a Chile en los primeros años de la “transición”, pero la iglesia prohibió su entrada. Será en este periodo empezarán a aparecer “hijas ilegitimas” del rock y la pachanga, mientras que algún documental transmitido en televisión se encargaba de difundir este proceso con un doble discurso, al satanizar la novedad pero a la vez incitando a seguirlas. También aparecían personajes icónicos del rock planteando cosas aparentemente muy sensatas, aún incluso sacadas de su real contexto. Ilustrativa será la imagen del guitarrista de W.A.S.P., Chris Holmes, borracho en una piscina hablando incoherencias, mientras su madre lo contempla revolcarse en vodka.
The Dirt (Jeff Tremaine, 2019) apela a un grupo de fanáticos de esta época descrita, considerada el último grito crepuscular “guarro” del rock en su esencia clásica. Época situada sólo un par de años antes a lo que fue la aparición del grunge, movimiento musical nihilista que buscaba, tal vez de una forma cínica, rehuir convertirse en un espectáculo de estadio. The Dirt, tomará como hilo argumental la biografía de la banda Mötley Crüe, emblemática de la corriente denominada glam rock, e ilustrativa del periodo.
No podía venir algo tan plástico y enlacado de otro lugar que no fuese California, donde todo se tiene que meter en una caja para luego venderlo al mundo. Emociona la primera parte de la película, en la cual se presenta a los miembros de una banda de rock que recién se empiezan a conocer, un compadrazgo que vemos a partir de sus primeros ensayos y en los momentos en que están intentando construir su propia parafernalia. Sin embargo, si el espectador no identifica quien es Nikki Six y su pandilla, posiblemente nunca enganchará con la película. A pesar de los excesos y locuras que vemos ocurrir en la historia, estas no están planteadas bajo una perspectiva cruda o moralista, a diferencia de otros retratos cinematográficos en los que se busca instalar estos excesos como vidas desbocadas. En el caso de esta película, se plantea que no puede haber un mejor infierno que el descrito, al encarnar la caricatura del “drogas-sexo-rockandroll”, aún cuando sus protagonistas podrían estar viviendo debajo de un puente. Jeff Tremaine, el director del filme que además fue uno de los creadores de la serie de televisión Jackass (2000-2002), juega con elementos brechtianos, principalmente destruyendo la cuarta pared y admitiendo que el rock vive mejor del mito que de su propia realidad, vendiendo la locura de estar aparentemente en la cima del basural.
Sin embargo, una tonelada de sketchs no sirven para sujetar o intentar mantener el interés de la película, por lo que una parte de ésta incorpora un drama americano promedio, haciendo que la película termine en discusiones que a nadie le interesa. Queremos que nuestros personajes hagan las cosas que no podemos hacer, casi como si fuesen dibujos animados. Otro punto débil del filme es plantear una biografía sin contexto histórico, aún cuando éste no sea necesariamente explícito. En la película sólo vemos a la banda Mötley Crüe y no la corriente global del glam metal, lo que tal vez sea tanto su mayor error como su mejor acierto: una biografía excesiva de “ombliguismos” que los mismos integrantes de la banda recuerdan, en la vida real, como una gran juerga que no querían acabar. Sin embargo, se destaca de la película las caracterizaciones bastante logradas, tanto por la calidad actoral, como por las diez capas de maquillaje de cada personaje. En conclusión: una película entretenida y “chistosita”, pero con poca pulpa para aguantar como un buen largometraje.