Zé do Caixão tal vez sea el cineasta de horror más auténtico que ha tenido este lado del mundo. Con una forma de hacer cine inimitable en estos tiempos, planteó en su obra una mezcla entre inocencia, ignorancia y un toque sur-realista que solo Latinoamérica tiene como sello turístico.
Nacido en Brasil e hijo de un proyeccionista de cine, se crió desde niño viendo películas. Sus primeros filmes son construcciones rústicas de películas de género, aunque los últimos films tampoco pasaron a ser otra cosa. Sus casting de actores incluían a aficionados y, en realidad, a cualquier sujeto que quería aparecer frente a las cámaras. Es así como inicia su célebre trilogía en la que recrea un personal Fausto y que, al igual que Goethe, lo ubicará en diferentes etapas de su vida. En la trilogía «Esta noche…», filmada en los sicodélicos años sesenta, será él mismo quien personifique una especie de villano, híbrido entre clásico, mitológico y satánico: Zé do Caixão. Con este personaje incursionó en diversos formatos que todavía los periodistas no etiquetaban, ya sea el cine de horror clásico o el mocumental. Incluso con su «secta» de amigos, logró realizar una especie de «Instituto» para rodar sus películas.
Fue un cineasta cuya obra transitó paralela al «Cinema Novo» la vanguardia fílmica brasileña a la que pertenecieron Glauber Rocha, León Hirzmann o Nelson Pereira dos Santos. Pero Mojica Marins entendía la vanguardia por otras líneas, proponiendo películas que jugaban con lo más primitivo del relato cinematográfico, rodajes en pueblos con un puñado de amigos y aldeanos con curiosidad. Sin una formación cinematográfica formal más que la cinefilia, va probando accidentalmente de formato, en una construcción tan o más guarra que la propuestas por otras vanguardias «europatizadas», con villanos que poseen contradicciones nietzscheanas dadas en caricaturas satánicas, influenciados por una gran amistad que tuvo con un físico atómico que venía escapando se la segunda guerra mundial. Jugaba con lo primitivo de las pesadillas, y si Glauber Rocha era la reencarnación brasileña de Sergei Eisenstein, Mojica Marins era la de Hieronymus Bosch.
Un excéntrico cinematográfico poco reconocido por el circulo intelectual, pero amado por los que logran ver en su cine a autores como Tim Burton o Rob Zombie, quienes lo han mencionado como un referente. Esa demencia de delirios filmados de forma rupestre, con esa fuerza primitiva que tiene el cine imperfecto, putrefacto y guarro, con ese amor al cine que ya cada vez menos se ve en esas películas empaquetadas con poco riesgo. Actualmente, el cine de género es una cosa que intenta ser “universal” sin tener una esencia local, demostrando miedo a que no se vean los hilos y las máscaras de paté, y cayendo en la siutiquería yanqui tan conservadora como los niñitos Larraín haciendo cine.
Érase una vez en la cual todos los simpatizantes del cine hablábamos de Clint Eastwood con admiración. Era un cineasta y actor extraño, sobreviviente de la vieja tradición de hacer cine, una raza a la cual pertenecieron otros grandes, tales como el mítico John Huston. Más aventurero que cineastas, Eastwood era uno de los últimos sobrevivientes de la época gloriosa de la pradera. Con un cine clásico y conservador al cual podían atribuirse oscuras y densas lecturas sobre la condición humana, como en su película Unforgiven (Clint Eastwood, 1992) un western “post post” crepuscular, a la vez el último grito agónico de un género fundacional del cine americano, en el cual se comenzó a ver un Eastwood presentándose, a sus entonces 62 años, como un potente director.
De toda esa tracalada de filmes que realizó durante estos años, existen dos sobre la batalla de Iwo Jima, un acontecimiento histórico enmarcado en la Segunda guerra mundial, y considerado el episodio bélico más sangriento que se conozca, en la cual se enfrentaron las fuerzas armadas de los Estados Unidos y las del Imperio japonés. Estos dos filmes no solo están divididos por el lado del frente de guerra desde el cual se está relatando la historia, sino que cada uno aborda un problema totalmente distinto a partir de dos claros referentes. La conquista del Honor (Clint Eastwood, 2006) es un filme totalmente influenciado por la obra del clásico John Ford, mientras que en Cartas desde Iwo Jima (Clint Eastwood, 2006) se acerca a la caricatura del cineasta japonés Akira Kurosawa.
En La conquista del Honor se plantea un filme en el cual la concepción política del mundo la otorgan los actos particulares de la sociedad. Esto se ejemplifica al plantear la historia detrás de la icónica fotografía de Joe Rosenthal, en la cual se ve a un grupo de soldados alzando la bandera norteamericana en Iwo Jima. Eastwood construye en ella el retrato de una mentira, partiendo con un hecho objetivo que será el hilo conductor, construyendo un relato que se ubica detrás de la historia real, emergiendo con ello una idea abstracta de la “verdad escondida” tras la imagen. La película se concentra en torno a los protagonista de esta fotografía, situándolos frente a la concepción política de la historia. Éstos son enviados a un lugar exótico a pelear en contra de enemigos que los ven casi como seres de otro planeta, y donde Estados Unidos se esforzará en el comienzo de su estrategia propagandista por no retratar la masacre de la guerra ni la lucha de sus principales oponentes, Alemania y Japón. Así, la estrategia para reclutar y recaudar fondos se concentró en un llamado al patriotismo, lo cual implica lavar la imagen e incluso los fines de por qué se participaba en esta guerra. Es allí donde comienza un hecho muy contemporáneo, la publicidad como una forma de hacer política desde y para el mercado. De esto proviene mitificar la ficción como “verdad”, entendiendo la ficción como una de las formas que tienen las personas para poder sublimar sus utopías. Los mercados aprendieron este juego suponiéndolos como una liberación de los totalitarismos, y por ende crean un régimen de mejores necesidades disponibles por dinero. Soberanías individuales que los norteamericanos adoptan creyendo que mercado y libertad son sinónimos.
Existe un doble discurso del propio director en La conquista del Honor, y que tal vez ni siquiera lo cuestione como algo crítico. Expone a sus personajes como víctimas de estos hechos políticos, describiendo la gran desilusión que significa conocer la guerra desde “atrás de la cortina”, donde la recreada festividad de los soldados americanos oculta dramas como los cuerpos de sus hijos flotando en mares al otro lado del mundo. La imagen publicitaria les hacía creer a todos los norteamericanos que sus tropas solo avanzaban, pero Eastwood aborda esto desde distintos personajes a los cuales los encasilla puntualmente en tres perfiles, arquetipos de personas que enfrentan la situación de víctimas conducidas a un fin camuflado de gloria, justificando con sus conflictos internos el tener que participar en esta gran farsa, citando al western más puro y clásico, donde el oportunista, el ancestral corrompido, el temerario equilibrado, presentan valores legítimos en un determinado orden social. Al verlos como víctimas, la película ejerce una contraparte que justifica toda esta maquinación, haciéndolos vivir con desagrado su complicidad de ser un ladrillo de hule que compone los cimientos que mantienen en pie una nación.
En el caso de Cartas desde Iwo Jima, la posición política de los personajes cumple una función más prejuiciosa, en la cual el director construye una fábula de honor en torno a un grupo de sujetos que al morir en la guerra cumplen el mayor acto de honor posible, algo que tiene como filosofía de vida el pueblo nipón. A diferencia de la otra película, nos concentramos en la historia de arquetipos desde estratos militares: el sabio veterano, el héroe de la patria y el obrero. Ellos son presentados como si tuviesen una frase escrita en sus frentes “luchar para que sus hijos y los hijos de sus hijos vivan un día más”. De alguna forma estos personajes empiezan a cuestionar el patriotismo e imperialismo, su supuesta moral y ética de guerra nos hacen olvidar que se está hablando de aliados de los nazis, e Eastwood los muestra como hormigas alineadas en torno a un fin, diferenciándolos como humanos cargados de frustración dubitativos de esa especia de axioma que tenían como norte patriótico moral. Es interesante como presenta al personaje del general Tadamichi Kuribayashi, estableciendo un juego de mestizaje debido su formación que mezcla castas militares con una mirada occidental. En esta película el tema político se maneja lejos de los estratos de Estado, ya que se los muestra como si estuvieran en una etapa medieval, concentrándose en buscar un verdadero sentimiento de vivir la derrota. Incluso este filme parece centrarse en añorar el honor de vivir la guerra.
El cine admirado de Clint Eastwood tiene un discurso de ambivalencias. Sus personajes americanos viven la guerra como víctimas que ganan, mientras que los orientales son nobles hombres que se inmolan por su patria. Ambos bandos están en un lugar por razones similares, enviados para cuidar las soberanías políticas de quienes son regidos. Por otro lado parece ser un creyente de que no hay que arrepentirse de nada: todos volveremos al mar a perdernos como un recuerdo, mar más grande que ese suelo muerto en medio del océano Pacífico.
Cuando éramos adolescentes, vivíamos de mitos más que de realidades. La información de las bandas musicales que nos gustaban llegaba en magazines extranjeros, mientras que en Chile los medios de comunicación masivos se encargaban de satanizarlos. Algunos dicen que vivimos la era del cierre del rock, ya que las grandes bandas estaban bajando sus persianas, mientras que otras nuevas se prostituían visualmente. Extrañamente, algunas bandas quisieron venir a Chile en los primeros años de la “transición”, pero la iglesia prohibió su entrada. Será en este periodo empezarán a aparecer “hijas ilegitimas” del rock y la pachanga, mientras que algún documental transmitido en televisión se encargaba de difundir este proceso con un doble discurso, al satanizar la novedad pero a la vez incitando a seguirlas. También aparecían personajes icónicos del rock planteando cosas aparentemente muy sensatas, aún incluso sacadas de su real contexto. Ilustrativa será la imagen del guitarrista de W.A.S.P., Chris Holmes, borracho en una piscina hablando incoherencias, mientras su madre lo contempla revolcarse en vodka.
The Dirt (Jeff Tremaine, 2019) apela a un grupo de fanáticos de esta época descrita, considerada el último grito crepuscular “guarro” del rock en su esencia clásica. Época situada sólo un par de años antes a lo que fue la aparición del grunge, movimiento musical nihilista que buscaba, tal vez de una forma cínica, rehuir convertirse en un espectáculo de estadio. The Dirt, tomará como hilo argumental la biografía de la banda Mötley Crüe, emblemática de la corriente denominada glam rock, e ilustrativa del periodo.
No podía venir algo tan plástico y enlacado de otro lugar que no fuese California, donde todo se tiene que meter en una caja para luego venderlo al mundo. Emociona la primera parte de la película, en la cual se presenta a los miembros de una banda de rock que recién se empiezan a conocer, un compadrazgo que vemos a partir de sus primeros ensayos y en los momentos en que están intentando construir su propia parafernalia. Sin embargo, si el espectador no identifica quien es Nikki Six y su pandilla, posiblemente nunca enganchará con la película. A pesar de los excesos y locuras que vemos ocurrir en la historia, estas no están planteadas bajo una perspectiva cruda o moralista, a diferencia de otros retratos cinematográficos en los que se busca instalar estos excesos como vidas desbocadas. En el caso de esta película, se plantea que no puede haber un mejor infierno que el descrito, al encarnar la caricatura del “drogas-sexo-rockandroll”, aún cuando sus protagonistas podrían estar viviendo debajo de un puente. Jeff Tremaine, el director del filme que además fue uno de los creadores de la serie de televisión Jackass (2000-2002), juega con elementos brechtianos, principalmente destruyendo la cuarta pared y admitiendo que el rock vive mejor del mito que de su propia realidad, vendiendo la locura de estar aparentemente en la cima del basural.
Sin embargo, una tonelada de sketchs no sirven para sujetar o intentar mantener el interés de la película, por lo que una parte de ésta incorpora un drama americano promedio, haciendo que la película termine en discusiones que a nadie le interesa. Queremos que nuestros personajes hagan las cosas que no podemos hacer, casi como si fuesen dibujos animados. Otro punto débil del filme es plantear una biografía sin contexto histórico, aún cuando éste no sea necesariamente explícito. En la película sólo vemos a la banda Mötley Crüe y no la corriente global del glam metal, lo que tal vez sea tanto su mayor error como su mejor acierto: una biografía excesiva de “ombliguismos” que los mismos integrantes de la banda recuerdan, en la vida real, como una gran juerga que no querían acabar. Sin embargo, se destaca de la película las caracterizaciones bastante logradas, tanto por la calidad actoral, como por las diez capas de maquillaje de cada personaje. En conclusión: una película entretenida y “chistosita”, pero con poca pulpa para aguantar como un buen largometraje.
Se podría elaborar la idea que el mundo del animé proviene en gran medida de los delirios del pintor Hokusai, aquel cuya “juguera mental” legó parte importante de los imaginarios visuales que occidente relaciona, hasta hoy, con Japón. A partir de tentáculos, explosiones de muchos megatones y erupciones volcánicas, en su obra se construye la misma atmósfera fetichista que caracteriza al animé, incluso teniendo la oportunidad de abusar con la forma en cada fotograma que permite la animación.
Uno de los pioneros en fabular delirantes apocalipsis de este género ha sido el cineasta Gō Nagai, recordado por la serie Mazinger Z, de 1972. Resulta difícil imaginar la gonorrea mental que significó en esos años ver por televisión a un robot gigante, peleando contra bichos de extrañas formas y enemigos tan visualmente ambiguos, una “volada punk” post expresionismo alemán que también está presente en las primeras ediciones de su manga Devilman,iniciado ese mismo año. Ambas obras se conviertieron en verdaderas escuelas del trazo tosco y del arte de animar imagenes fijas a gran velocidad en capítulo de sólo 20 minutos. El imaginario de Nagai fue una importante influencia para la creación de obras posteriores, principalmente en los años ochenta y noventa, las cuales profetizaban la total aniquilación de la civilización, entre las cuales destaca Neon Genesis Evangelion (Hideaki Anno, 1995).
Devilman Crybaby es una adaptación realizada 40 años después del cómic original de Nagai, esta vez convertido en una serie para la plataforma Netflix que tiene claro que está abordando un drama épico construido a partir de arquetipos convencionales. La trama gira en torno a un nuevo héroe, que es el resultado de la mezcla entre dos castas en conflicto. Éste baja a un inframundo, donde logra encontrar el motivo que implicará afrontar su gran conflicto existencial. Más allá de la violencia, el erotismo y todo aquello que se le tiende a criticar a este tipo de series, Devilman Crybaby se enfoca a un público adolescente, planteando como tema las crisis de identidad en el marco de un mundo violento y en la total decadencia de occidente. Al igual que Akira, animé ícono de los años ochenta, Devilman Crybaby inicia con la figura del rostro de un niño sonriente, cuya vida comienza a apaciguar la inocencia hasta llenar de sangre amarilla sus ahora garras.
En Devilman Crybaby, la violencia tiene tanto valor como razón estética, introduciendo un mundo que homenajea el formato del trazo barato, al igual que en series como Robotech y sus escenas de batallas. La función arquetípica de los personajes bordea lo clásico, pero aún así, es muy interesante como los desarrollan en el mundo contemporáneo, usando elementos culturales como el rap, sin caer en tentaciones “turísticas” del formato serie. En los primeros cuatro capítulos, al estar frente a un uso clásico de la trama, todo apunta a jugar con la presentación de personajes secundarios, y así no fracturar el eje principal. Finalmente, la serie nos traslada a un drama de connotaciones épicas, con un montaje sutil que sugiere el conflicto personal del protagonista tanto como el de diversos personajes que lo acompañan, volcándose hacia una historia sobre la total destrucción-traición del mundo moderno. La narración plantea la idea de un protagonista que avanza equilibrándose entre los conflictos de una revolución, la cual es paralelamente interior y exterior.
La obra original de Gō Nagai se caracteriza por plantear cuestionamientos duales con sus personajes, esto es, seres comunes que adquieren un gran poder. Sin embargo, nunca estuvo clara la verdadera intención con la que adquieren estos dones, los cuales surgen tanto desde un accidente del universo o a partir del origen celestial de este evento, donde el elemento común es más bien la forma en que priorizan la idea de bien común. De acuerdo a esto, se plantea una analogía entre los demonios, quienes desde una “biología de lo primitivo”, permiten forzar la aparición de instintos básicos en que lo humano es una réplica de lo celestial, pero con la inconsciencia que devela un demonio aún más primitivo, que expone el reinado de la razón como si ésta tuviese también un origen celestial.
Algo característico del cine oriental es el planteamiento de narrativas exóticas a los ojos occidentales. Culturalmente, puede ser que los orientales alguna vez experimentaron inocentemente los cotidianos expuestos en estas obras, “sabores distintos” que nosotros adjetivamos como vanguardia. Lo que impresiona en Devilman Crybaby, es su fiel relato visual de los años ‘70, cargado de elementos vanguardistas que cuarenta años después siguen apareciendo en el cine occidental a modo de referente.
La serie habla de una revolución o de una nueva era, destacando en ello la búsqueda por una narrativa que se aborda desde la visualidad, mayoritariamente de origen impresionista, sin ser tan tácito y secuencial. Todo lo expuesto, ya sea en sonidos o imágenes, cumple una función poética que permite la posición reflexiva del público, desplazando la clásica figura narrativa de los buenos y los malos.
Devilman Crybaby sirve muy bien como serie-filme para introducirse en el mundo del animé, cumpliendo con el placer visual y narrativo que acostumbra el buen cine. Los juegos visuales pesadillezcos y los universos invertidos remiten al cine de horror en películas tales como Kwaidan (Masaki Kobayashi, 1964) y la línea de fetichismos visuales que permiten hablar de un “horror surrealista”, fuertemente conectado con temores primitivos dados por la oscuridad y por seres que no miran como uno. Ante los ojos de una prejuiciosa y simple primera lectura, el universo del animé desde filmes como Urotsukidōji son meramente incoherentes batallas de violencia pornográfica y toneladas de cosas locas. Una segunda mirada, permitirá reconocer en obras como Devilman Crybaby la sofisticación de la cultura visual contemporánea.
Netflix, en cuanto casa productora, no dista mucho de ser una versión con mejor mercadotecnia de la antigua empresa Cannon Group, responsable de clásicos del cine B. En ella, sujetos que posiblemente con buenas intenciones comerciales, quieren vivir la experiencia de estar en el mundo del cine creyendo que hacen resistencia a una gran industria. Finalmente, estas intenciones distan mucho de las grandes resistencias, desechando toda radicalidad debido a la necesidad de realizar una película desde una carencia objetiva, siendo el equivalente a un músico que, al tener una guitarra de mala calidad e intentar tocar como sus referentes, descubre un riff o un estilo totalmente diferente.
Actualmente, el cine experimenta una decadencia que incluso parece la muerte de la forma clásica de hacerlo, algo que, por cierto, ya pasó anteriormente. Por ende, da la sensación que nuevamente emprendedores solitarios resuelven de forma creativa la forma de hacer cine, pero a diferencia de otras épocas esto surge a partir de empresas y no de grupos de personas con un sentido discursivo en común.
La publicidad de hoy, hace sentir al cliente que al consumir su producto o servicio, se sienta un verdadero “Che Guevara”, donde uno de los mayores responsables de ello es el famoso Steve Jobs y sus mecanismos para promocionar la venta de calculadoras bien diseñadas. Al momento de hacer una película, cada vez se habla menos de hacerla, y a cambio se concentra todo en su rentabilidad y eficiencia. De esta manera, el cine, cuyos orígenes se remontan a los espectáculos de feria, se ha obligado a maquillarse con un discurso de otras profundidades, el cual se ha ido perdiendo al hacer películas baratas por que sólo el mercado lo dicta, sin esa vieja sensación romántica de hacer una película como si fuera la última.
Da la sensación que una película como “Roma” (Alfonso Cuarón, 2018) resulte simpática, debido a la facilidad con la que apela a todo lo que uno estima como un discurso humilde ante un filme. Ella aborda temáticas universales desde lo simple, tiene un correcto manejo en la selección del personaje principal y una búsqueda por narrar la temática de una familia de clase media acomodada y una empleada domestica, con gran diferencia a lo que frecuentemente se ve en un cine “abierto” y de consumo.
Que a un “transeúnte” nuevo lo podría impresionar, no hay duda, e incluso es una buena entrada para visionar más películas en torno a estas temática. Resulta obvio sostener a que juega con “todos” los elementos que ya abordó en su momento el neorrealismo italiano, así como también todas las corrientes que posteriormente le fueron sacando costillas.
Aún así, “Roma” es bastante básica, al tratarse de un tipo de cine que apela a que el espectador sienta más de lo que realmente se está queriendo mostrar, ejecutado por un buen ejecutor como su director Alfonso Cuarón, pero a su vez un filme ubicado en una zona segura. Cuarón ejecuta algunos aspectos fílmicos de manera reiterativa, tanto en la dirección de arte como en el montaje, esto último al seducirse con escenas y planos cuyas duraciones innecesarias pretenden mostrar a un “gran maestro de lo atmosférico” que termina siendo solo un “elefante bailando opereta”. Si se trata de proponer temáticas que dan al espectador un tema de conversación, y sumado a cierta cultura visual de los públicos actuales, ello permitiría sacar igualmente una reflexión social en una película como “El barrendero” (Miguel M. Delgado, 1982), del legendario “Cantinflas”.
“Roma” apela también a una nostalgia construida desde la mercadotecnia, de un hombre que camina por las nuevas ciudades y apela a mirar nostálgico su pasado. Éste mismo sujeto, que no hace más que postear en redes sociales aquello que añora, es el consumidor a quien Cuarón interpela a retratarse a si mismo, en una falsa carencia que sólo se trataría de una época más austera, cuando en un grado estaría narrando una historia de personas que no se saben llevar con los hechos actuales, o los pivotean desde el minimalismo. Se puede apelar que los protagonistas de “Roma” están resueltos de principio a fin, evitando el conflicto central o simplemente jugando a una eterna presentación o exposición de los personajes y sus problemática. Así, “Roma” termina siendo una radiografia latinoamericana “a lo Tacobell” casi cayendo en los mismos clichés de su medio compatriota Robert Rodríguez, en donde se vende el mismo México que le gusta ver a los gringos, un lugar de acción lindo para ir a vomitar tequilla y enchiladas hasta por las orejas.
Si bien esta lectura podría considerarse como un empecinamiento en “Roma”, al considerarla una película sobre valorada en todo sentido, permite esta toma de distancia su falsa humildad, tanto la del director como la de su propia obra. Al plantearse como un “revolucionario” por abrir historias alejado de un relato comercial clásico o hacer una historia íntima tras filmar transbordadores con Sandra Bullock. Y también por ser parte de una góndola de películas Netflix, donde casi están grabando a una velocidad en la cual el guion está listo después de su estreno.
Rendirse de rodillas, aún con todo lo austero del filme, cuando es una demostración de tratarse de una película a pedido para circulación en festivales, son conductas que hacen ser a este tipo de cine un “perrito nuevo” recostado al lado del fuego, y que después le limpiarán, no rayará la puerta, no morderá el zapato regalón del amo y tal vez no se robará el bisteck antes del asado.
¿Es mala?: Véala. Entre ver una películas grabada semana por medio con Noomi Rapace, no dudaría en señalar que sí vale más la pena verla. Pero, piense que le andan metiendo la pata del pie en la boca cuando le dice que eso es una película íntima.
A raíz de la reciente muerte del cineasta George Romero (1940- 2017), publicamos este texto inédito escrito por Vittorio Farfán, crítico de cine y cineasta radicado en la región del Maule.
Junto con “El Topo” (Alejandro Jodorowski, 1970) y “Pink Flamingos” (John Waters, 1972), “La noche de lo muertos vivientes” (George A. Romero, 1968) es pionera en el segmento del cine de trasnoche surgido en norteamérica durante la década del setenta: lugares donde hippies y despalzados acostumbraban merodear para, de paso, alucinar con películas de bajo presupuestro y el delirio narrativo que, en el boca a boca posterior, empezaron a transformarlas en filmes de culto.
De alguna forma, esa humilde película filmada en blanco y negro, con un muy bajo presupuesto y en 16mm, es un giro en la forma de hacer terror. Refleja el escepticismo social de una comunidad frente a los hilos que establecían la forma de vida del americano promedio, proponiendo una radiografía pesimista de la convivencia humana en el mundo contemporáneo.
La trama inicia como si se tratase de una película más de la Hammer, la exitosa compañía británica espcialista en cine de horror B, e incluso rescata la atomósfera oscura de un cuento para hacer dormir a un niño: Barbara y Johnny son dos hermanos que visitan la tumba de su padre, pero en el cementerio un hombre extraño ataca a Johnny dándole muerte. Barbara huye hasta una cabaña, donde se encuentra que otras personas enfrentan la misma situación, constatando que se trata de muertos que han recobrado la vida con el objetivo de asesinar.
La forma en que la historia se desarrolla tiene elementos de “Los Siete Samurai” (Akira Kurosawa, 1954) o “Rio Bravo” (Howard Hawks, 1959), donde un grupo de personas enfrentan la adversidad hostil de un mundo sin ley, contando para ello con el instinto y la violencia que condiciona la naturaleza humana. Pero ellos no son los cánones convencionales de los personajes habituales de situaciones límites, ya que a diferencia del cine de horror anterior, no se trata de científicos, vaqueros o nobles samuráis, sino sujetos comunes enfrentados a su entorno. En el encierro dan cuenta de los traumas personales, donde un personaje señala que para poder defenderse “disparé a mi madre” mientras que otro relata como vio “un bus con personas gritando, mientras eran carcomidos por el fuego”.
La apariciónd de los zombis es un recurso narrativo que, de alguna forma, evidencia la influencia de John Ford y las escenas de batallas entre indios y colonizadores, ya que tal como él mismo señalaba, “son parte de una fuerza indómita, como un tornado, como un terremoto”. George Romero convierte a la masa de muertos vivientes en una fuerza indomable, que busca a toda costa la carne humana de los vivos. En los filmes anteriores, los horrores se configuraban como una entidad justificada, ya sea en la fantasmagoría o en el exotismo cultural, como en “White Zombie” (Victor Halperin, 1932). Estos orígenes son inspirados en diversas combinaciones delirantes, que van desde los vampiros radioactivos de la novela “Soy una leyenda” (1954) de Richard Matheson, pasando por demonios come-hombre que cuidan cementerios en la mitología oriental o incluso momias, todo con el fin de racionalizar un relato. Romero considera que ese caminar “lento, oscuro y hasta romántico” de dichas narrativas, donde la piel opaca no explica la catalepsia precisamente, posibilita especulaciones que contribuyen a la creación de una atmósfera propia.
En “La noche de los muertos vivientes”, la cabaña es el oasis de un apocalipsis irreversible. Cada vez que aparecen más personajes, se vuelve más complicado mantener un equilibrio para funcionar en equipo, y tomar decisiones empieza a evidenciar las diferencias entre el grupo tan reducido de desconocidos reunidos por las circunstancias. Por tanto, se empieza a configurar un modo jerarquico de administración, donde todos quieren el poder del liderazgo, motivo que detona el desastre principal, del cual se culpa a un enemigo tácito, como son los zombies.
Es importante, de acuerdo a esto, señalar que os personajes casi no hablan de sus pasados. La forma en que se relacionan, y como quieren enfrentar la situación, nos da indicios de quienes son solamente para demostrar lo peor de la naturaleza humana, llevado a un extremo cuando el hombre es desterrado de esa fantasía llamada sociedad. El relato de Romero es pesimista y crudo, lo cual se constata cuando una niña se come a su madre, en una alegoría ambigua que oscila entre el incesto y el “complejo de Electra”. Por otra parte, el antihéroe de la película es un afroamericano que no duda un solo momento en ejercer la supremacía entre el grupo, dado por su capacidad de subsistencia, lo cual le otorga poder en este nuevo contexto, pero no así en la sociedad “normal”.
Goerge Romero tiene un sentido del humor muy particular, ya sea en la forma de usar la cámara bajo una estética de documental, como al emplear en algunos momentos un tipo de composición propia del cine de terror clásico. Estas citas le permiten elegir una cabaña de color blanco, que contrasta con el negro de la noche en el exterior, y que aumenta el aire agorafóbico con escenas magistrales donde los muertos vivos festinan con los restos de los cuerpos de lo que alguna vez fue un ser humano.
Esta obra inicia un genero nuevo, donde el mismo Romero ha desarrollado una saga con un sello único donde se destaca “Dawn of the dead” de 1978, una especie de segunda parte que contó con la participación del cineasta italiano Dario Argento, la música de la banda de rock progresivo Goblin y los efectos especiales de Tom Savini, la cual incluso tuvo un remake con un discurso cercano al feminismo. También contribuyó a que John Russo, guionista y autor de la novela original, desarrollara una incipiente carrera como cineasta, lanzando una curiosa “versión propia” que solo agrega burdas escenas que intentan reinsertar las tomas que Romero rechazó originalmente… una versión que llega a ser igual de olvidable que la versión re-coloreada en tonos pasteles que se intentó lanzar posteriormente al mercado.
En conclusión, “La noche de los muertos vivientes” se ha convertido en una escuela y referente obligado del cine de terror moderno. Prescindiendo de la espectacularidad del cine industrial, encuentra en los horrores cotidianos una forma de construir un universo que marcó un camino para el género, e incluso propone mecanismos de producción replicables en países sin mayor tradición en el cine de terror. Romero abre una tendencia en cuanto cine alegórico, pero también en configurar universos inquietantes desde el extrañamiento, la anomalía y principalmente desde las atmósferas, rompiendo con ataduras narrativas propias del cine netamente comercial.
Desde los más grandes autores, algo frecuente en el cine es la añoranza por nuestro pasado, casi convertido en una utopía de la memoria e incluso algo que intencionalmente ha sido deformado. A eso que se le suele llamar “nostalgia”, que es como brisa delicada que sopla en la cara mientras mantenemos los ojos cerrados, esos fantasmas que surgen añorando un pasado.
En “La once” es interesante como se representa este concepto de nostalgia. De alguna forma, no se establece una idea de nostalgia convencional, y tal vez esa era la intención. Tampoco habla de una realidad social conflictuada, aunque los personajes presentados han sido ya masticados por la televisión por medio de teleseries, matinales y ramplones programas de conversación. Tal vez el tiempo, y nuestra sociedad desde su lado más conservador, les ha dado ese puesto a lo que se suele llamar “tercera edad”.
“La once” es la historia de un grupo de amigas ya ancianas, que ejercen la tradición de juntarse una vez al mes a tomar el té. ¿De qué hablan? De su pasado, sus valores y sus prejuicios, dando escuetas reflexiones de su propio presente. Se ríen, comen, “pelan”, se dan “una mano de gato”, se despiden y hasta la siguiente once. Este ciclo, al parecer monótono, termina develando sentimientos de cada personaje: temores, inseguridades, ápices de la realidad, pero aun así no excento de “nostalgia”.
La cámara se concentra principalmente en ver sus rostros, en las cosas que se devoran, en las manos de sus empleadas recogiendo las sobras de aquel festín, en como hacen colectas para organizar algún paseo grupal, mientras detrás de ellas reposan bucólicos arreglos florales y cuadros de paisajes campestres. Esta estrategia de representación nos hace sentir que desde las visiones de estas señoras, de alguna forma el espacio de camaradería es un lugar de seguridad, y que “a pesar” de la capas de maquillaje, ellas se sienten en confianza y emergen nuevas capas, ya que se abren a la sinceridad desde este reducto que asumen propio y auto construido. Posiblemente las conversaciones triviales de estas mujeres tal vez no distan mucho formalmente que las realizadas por un grupo de hombres frente al fuego, en la feria dominical, preparándose para la salida al mar a pescar, o la de un grupo de profesores tomando café en un recreo de colegio. Todos ellos hablan de aparentes necesidades de sus propios grupos, y generalmente otros lugares ajenos al ahora. Aún así, la once con amigas es un lugar de resguardos, donde reina la confianza.
Ya sea por la formación de los personajes documentados, o por factores que nunca se abordan al interior del relato, los temas sociales estructurales y de fondo son mencionados anecdóticamente. La once, por muy intima que sea, construye distancias al interior de cada personaje y en una puesta en imágenes de un mundo muy particular de nuestra sociedad. Muchas de sus opiniones ya nos dan pequeñas señas de tendencias: ¿tal vez pertenecen a una generación que eso no debía ser?. Cuando Darwin visitó Chile, serían las mujeres de clases sociales altas aquellas que lo persiguieron. ¿Ellas habrían perseguido a Darwin cuando vino a Chile para “bautizarlo”?
La once puede robar sonrisas al generar empatía desde personajes entrañables y amistosos, amigables con sus penas y anécdotas. A alguien tal vez la conmueva, aunque siempre quedará un velo de distancia para llegar a ingresar completamente a ese mundo representado, ya sea por el recelo que ellas mismos tienen con sus propias penas, o tal vez por encontrarse tan presente en sus ojos este ritual de juntarse a tomar once como una forma de marcar el tiempo. ¿Es para esperar el fin?, ¿Es para ocuparse de algo antes de eso? La tesis que nos termina entregando este documental se hace cargo de esa una atmósfera de purgatorio enrarecido y feliz, con glaseados de colores, chispas de chocolate y tapaditos de jamón-palta.